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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Vianca Gavilanes Narváez

“Si hay niños como Luchín que comen tierra y gusanos…”

Ilustración de Claudia Fuentes.

Gusanos, lacras, alimañas, miles de alias para nombrar a la pobreza. ¿Por qué no podemos verla a la cara y llamarla por su nombre? Desde el discurso gubernamental del Presidente Guillermo Lasso, replicado por los grandes medios de comunicación se expande una ficción, una imagen monstruosa de la infancia precarizada. Este sentir vacío se transforma en realidad, nos quita autonomía, nos criminaliza y nos aprisiona. Luchín no es un “alias”, es hambre y miedo, es juego y sueños. 

Luchín aprendió a sentir el vacío en su estómago antes de pronunciarlo, él sabe que las oportunidades están designadas para unos pocos, para él solo quedan trabajos esclavizantes, sueldos indignantes, horarios infernales o ser cooptado por grupos asociados con el crimen organizado. 

La historia de Luchín no es nueva, las infancias han sido las más impactadas por un sistema brutal. Según el Informe sobre cooptación de niñas, niños y adolescentes a las Redes del Narcotráfico, elaborado por Reinserta, las y los niños son reclutados a partir de los nueve años de edad por el crimen organizado. En algunos grupos las y los más pequeños son utilizados como mensajeros e informantes, hasta que llegan a la edad de 13 años, cuando se les asigna la tarea de asesinar. El promedio de vida de un niño sicario es de tres años debido al ambiente de violencia. Las tareas se dividen de acuerdo al género, por lo que las niñas son utilizadas para tareas domésticas, explotación sexual o empaquetamiento de droga. Esto, según reportes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su informe sobre Violencia, niñez y crimen organizado.

“Para alguien en algún lugar, solo soy otro puntaje por saldar, sé que voy a morir pronto” son las palabras de Juan, un joven de 16 años, reclutado como sicario por la Mafia Albanesa a los 12 años de edad, en Ecuador.

Luchín y miles de niñas y niños están secuestrados por diferentes fuerzas, la violencia, manipulación o la necesidad, según reportes del Informe sobre cooptación. Azotados por la indiferencia y condenados al escarnio público de la portada de la crónica roja, para luego ser reprochados por los mismos promotores de sus condiciones. Para ellos y ellas no hay tribunales justos, ni juntas de protección, ni interés superior del niño. Para ellos hay endurecimiento de sanciones, construcción de rejas e inversión en estructura punitiva (más cárceles, más penas).

La Asamblea Nacional del Ecuador ha logrado que la vida de las infancias en alto riesgo social sea criminalizada antes que protegida. Hace unos meses se discutía el endurecimiento de penas y sanciones para adolescentes en conflicto con la ley, en la construcción del proyecto de Código Orgánico para la Protección Integral de Niñas, Niños y Adolescentes (COPINNA). Posicionando un discurso violento y punitivo expansionista, que en palabras de Lenin Zeballos, ex-juez de la Sala de Familia, Niñez y Adolescencia y de la Asambleísta Vanessa Freire, se traduce en que por la falta de recursos y jueces suficientes de adolescentes infractores es necesario endurecer las penas. Desde las lógicas contradictorias de los “hombres de ley”, a falta de recursos para atender las necesidades inmediatas de la población, la respuesta es el aumento de los tiempos de condena y la construcción de lugares de encierro y disciplinamiento.

La solución dista mucho de la vigilancia y el castigo como estrategia para generar resiliencia y el derecho de vivir con dignidad y alcanzar el bienestar integral. Sus políticas y discursos estatales son semilleros de violencia y cosechadores de muerte. 

Mientras que la Policía Nacional de Ecuador se empacha de elogios en sus ruedas de prensa y desesperadas campañas de comunicación en redes sociales, las y los niños hambrean en prisiones. Mientras que el Ministro del Interior de turno aprende estrategias extranjeras de seguridad, las y los niños aprenden nuevos lenguajes del encierro. Una niña de 3 años de edad en el Centro Femenino de Chillogallo alzaba sus brazos para que la requisen junto a su madre. Ella no sabe leer ni escribir, pero conoce lo que es la “raqueta”, la que en jerga carcelaria significa requisa. 

Vivimos en una sociedad desgarrada por la desigualdad y que pretende ser reparada ensanchando la brecha. Encontrando falsos culpables, condenando a las víctimas. 

Para reparar el tejido social necesitamos dejar de hacernos eco al discurso de las élites, comprender que las leyes y políticas securitistas fomentan y recrudecen la violencia, que la creación de más prisiones solo expanden sus fronteras poniendo en riesgo la libertad de todas y todos. Que las penas de muerte y cadenas perpetuas, no solucionan, no reparan ni transforman las condiciones de vida. 

La respuesta a la violencia está más allá de los curules y decretos, está en las mingas comunitarias, liberación de saberes, economías circulares direccionadas a transformar las desigualdades estructurales y procesos sociales de base. No podemos combatir la violencia apostando por una paz mafiosa. Es posible construir mundos con verdadera justicia social.

Necesitamos infancias atendidas, libres y dignas. 

“Si hay niñas y niños como Luchín, que comen tierra y gusanos

abramos todas las jaulas, para que vuelen como pájaros

con la pelota de trapo, con el gato y con el perro, 

y también con el caballo.”

Víctor Jara

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Autoras

Vianca Gavilanes Narváez

Coordinadora de gestión de Fundación Dignidad, activista por los derechos de sobrevivientes de lugares de encierro.