Skip to main content
Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Silvana Tapia Tapia

Violencia carcelaria bajo control militar: fracaso estatal, resistencia y desafíos en Ecuador

La masacre del 12 de noviembre

“Daniel Noboa enfrenta su primera masacre carcelaria,” es la frase que abre el primer párrafo de una publicación del 12 de noviembre de 2024 en el portal web de Ecuavisa. La primera, dice el texto, como si fuera un ritual de iniciación para los gobiernos en Ecuador, aunque durante este período de gobierno (noviembre 2023 a noviembre de 2024) se ha producido más de una muerte sospechosa en prisión. Se da por hecho, claro, que ha habido masacres en otros gobiernos y también se anticipa que vendrán más. No obstante, hay algo particular en los eventos más recientes: se trata de la primera masacre después de la intervención militar de las cárceles en enero de 2024. Lo que la tragedia sugiere o, mejor dicho, confirma, es que la acción coercitiva estatal continuada no crea paz ni seguridad. Más bien, nos somete a un régimen de crueldad cotidiana que amenaza con convertirnos en seres que celebran el dolor y la muerte.

En Ecuador la violencia extrema se ha normalizado. Lo que nos horrorizó hace un par de años, hoy solo merece comentarios al paso. “La gente está extenuada” me dice una amiga desde Ecuador. No es para menos: además de la inseguridad, el país está siendo azotado por la escasez de agua, los incendios forestales y una crisis energética sin precedentes que ha dejado a la gente, literalmente, en tinieblas. Pese a todo, no pueden dejar de plantearse cuestionamientos hacia el Estado y la élite militar, pues la Penitenciaría del Litoral está bajo responsabilidad del ejército y, pese a ello, siguen encontrándose armas de alto calibre en manos de algunos reclusos.

Del mismo modo, cabe preguntarse ¿a qué obedeció la relativa “paz” imperante en las cárceles durante los primeros meses de la intervención militar de 2024? ¿Se trató realmente de una toma de control por parte de la armada o fueron otros los factores que la hicieron posible? ¿Los grupos armados que han gobernado las prisiones por décadas perdieron en algún momento su poder para gestionarlas? Después de todo, la cárcel es un negocio que produce enormes ganancias. ¿Deberíamos prestar más atención, entonces, a los procesos de negociación, tregua y ataque en los que —es un secreto a voces— participan también ciertos agentes estatales? ¿Puede seguirse justificando, por ejemplo, la existencia del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI)?

Frente a estas preguntas, no bastan los conceptos tradicionales de Estado y de gobierno que maneja la ciencia política tradicional. En Ecuador, como en otros países en que los grupos armados del narcotráfico controlan gran parte de la economía y el poder político, el Estado autónomo que puede administrar justicia de forma independiente es una entelequia, como lo es el Estado de policía cuyas “fuerzas del orden” mantienen la paz social. Y no se trata únicamente de reconocer la participación de las autoridades en las redes de corrupción, sino también de observar que dentro de entidades como la Policía y el Ejército se ejercen violencias clasistas, racistas y de género sostenidas en la naturaleza jerárquica de estas instituciones. Se somete a quienes tienen menos poder y recursos —personas que en muchos casos se enlistan para sobrevivir y acceder a cierta estabilidad laboral— a riesgosas condiciones de trabajo, sin entrenamiento o equipos adecuados, mientras la persecución de los agentes que intentan desenmascarar la corrupción es una práctica continua. En suma, no existe sustento material en Ecuador para seguir pensando al Estado como una organización política centralizada que regula la sociedad y la población de un territorio.

Esta situación propicia toda clase de violencias. Desde que empezó la militarización, se han denunciado graves abusos, incluyendo el asesinato de un hombre muy joven durante operativos militares, así como tratos inhumanos y degradantes en las prisiones. Los regímenes de visitas se han visto interrumpidos y restringidos —lo que es en sí una vulneración de derechos humanos— y la proliferación de enfermedades como la tuberculosis es vertiginosa ante la ausencia de atención médica. Asimismo, una disrupción de la provisión de alimentos hizo pasar hambre a miles de personas por varias semanas, llegando a producirse muertes, mientras las familias buscaban desesperadamente la forma de hacerles llegar comida. Incluso “superado” el problema de suministro, persisten tensiones y obstáculos en torno a la alimentación. De acuerdo con la periodista de investigación, Karol Noroña, se habría estado cobrando al menos 20 dólares diarios para acceder a raciones en la Penitenciaría, lo que habría sido uno de los factores desencadenantes —ciertamente, no el único— de los últimos ataques armados dentro del Centro de Rehabilitación Social de Varones N. 1 de Guayaquil.

En el caso de las mujeres, existen reportes de violencia sexual durante la intervención militar que habrían resultado en embarazos y abortos. Asimismo, la violencia contra las mujeres trans, pese a las  denuncias continuas de organizaciones como Vivir Libre, es un problema crónico que poca gente quiere abordar. A esto debe sumarse el sufrimiento indescriptible de los seres queridos de quienes habitan la prisión. En su mayoría mujeres, ellas viven la zozobra interminable de no obtener ni información oportuna ni soporte adecuado cuando se produce una masacre. Muchas ya han demandado justicia y reparaciones, sin obtener respuestas tangibles. Es decir, las mujeres que están “afuera” también resultan castigadas por un aparato penal que les impone cargas desproporcionadas y explota su trabajo de cuidado para subsidiar al Estado, a las mafias y a las corporaciones. Sobre ellas y sus familias pesa también el estigma de tener una relación cercana con una persona encarcelada. Los prejuicios y discriminaciones en todo ámbito, incluyendo el laboral, se extienden también extramuros. Por si esto fuera poco, la violencia carcelaria ya ha alcanzado al servicio público: en septiembre, la directora de la Penitenciaría del Litoral fue asesinada. Tampoco fue la primera.

Vista desde el interior de uno de los pabellones del Centro de Rehabilitación Social Cotopaxi. Archivo La Periódica, 2024.

La interminable lista de eventos violentos relacionados con las cárceles debería mostrar que la “mano dura” no ha servido ni para controlar las prisiones ni para restablecer la paz de modo perdurable. Sin embargo, el discurso punitivista sigue siendo una herramienta para la demagogia: el presidente y candidato Daniel Noboa ha propuesto, en el contexto de su campaña de reelección, una reforma constitucional que pretende excluir a las personas privadas de libertad de los grupos de atención prioritaria. No olvidemos que se trata de personas inmovilizadas, a merced de los poderes que de facto controlan las prisiones, sin alimentación suficiente, atención médica adecuada o acceso equitativo a actividades de recreación y aprendizaje. Desde un enfoque de derechos es evidente que están en condición de vulnerabilidad; sin embargo, la propuesta ha sido recibida con entusiasmo por algunos sectores. El populismo penal vengativo distrae la atención de las desigualdades sociales profundas que dan lugar a la violencia, proponiendo “soluciones” legislativas que no producen mejoras tangibles en las condiciones de vida de nadie.

En Ecuador, el “sentido común” carcelario ya no consiste únicamente en creer que la prisión conduce a la justicia, sino que justifica la deshumanización y la crueldad, legitimando las formas más descarnadas de abuso y explotación. Este sentido común es a su vez clasista, racista y anti-popular: lejos de apuntar a la neutralización de los mecanismos que habilitan la violencia armada entre las élites (como el involucramiento del Estado en la mafia, el lavado de activos, la administración de puertos y aduanas y el tráfico de armas), se regocija con el dolor de los cuerpos empobrecidos, vistos como desechables por los mandos mafiosos, estatales y privados. Al mismo tiempo, las condiciones laborales en agencias estatales clave como la guardia penitenciaria, la administración de las cárceles y la policía de primera línea, son precarias y de riesgo. Se trata, en suma, de una guerra contra el pueblo.

Quienes no sufrimos la violencia armada de forma directa, la sentimos a través de las decisiones políticas basadas en las prioridades militaristas y financieras del gobierno: aunque no haya luz ni agua, la necesidad de aumentar las reservas internacionales nunca está en tela de juicio, como es incuestionable la obediencia al programa de austeridad (una y mil veces fallido) del Fondo Monetario Internacional. Entretanto, mueren pacientes de insuficiencia renal que no pueden acceder a diálisis, las escuelas públicas han dejado de ser lugares seguros para la niñez y las llamadas “vacunas” se han convertido en un régimen paralelo de imposición “tributaria” que violenta a pequeños comercios, barrios en sectores populares y hasta a instituciones educativas.

Entonces, aunque la militarización se haya planteado como solución para la inseguridad y la violencia, solo ha servido a los intereses de un bloque de poder que no es ajeno a la actividad criminal y no ve como prioritario el bienestar del pueblo. La militarización ha distraído a la gente de la ineptitud, ineficiencia y corrupción del gobierno. Al mismo tiempo, se manipula la información utilizando granjas de troles, “periodistas,” a sueldo y plataformas digitales pagadas que se hacen pasar por medios de comunicación. Los chats extraídos del celular del excandidato presidencial Villavicencio apenas han empezado a desenmascarar el problema. 

Frente a esto, se vuelve más necesario que nunca pensar de un modo radicalmente distinto. Reconsiderar, por ejemplo, el trabajo anticarcelario y feminista que resiste a la hegemonía penal. Es imperioso desafiar el esquema de razonamiento que nos ha llevado a donde estamos y no nos permite transformar el status quo. En ese orden de ideas, traigo a colación algunas reflexiones nutridas por las discusiones y el archivo de la Alianza Contra las Prisiones, una articulación autoconvocada e independiente que difunde las ideas de colectivas e individuos comprometidos con el desmantelamiento del sentido común carcelario.

Personas privadas de libertad caminan en fila mientras son seguidos por un militar. Archivo La Periódica, 2024.

Otro orden de ideas: feminismo, antimilitarismo y resistencia anticarcelaria 

Las experiencias de los feminismos contrahegemónicos (es decir, los que desafían y se oponen a las estructuras de poder dominantes) nos enseñan que la desposesión causada por el abuso del poder militar, policial y mafioso se inscribe sobre nuestros cuerpos de forma desproporcionada. Asimismo, los feminismos anticapitalistas reconocen cómo el sistema explota nuestro trabajo impago y mal pagado para nutrir las arcas de una élite reducida que demanda mano de obra a bajo costo. En ese contexto, los feminismos antirracistas denuncian que nuestra juventud negra, indígena, chola, no blanca, es la que alimenta al aparato carcelario mientras se le niega una educación digna y la posibilidad de vivir sin violencia. Por ello, los feminismos anticarcelarios, que son contrahegemónicos, ven en las prisiones a un aparato aplastante que violenta a las mujeres, a los cuerpos feminizados, a las sexualidades disidentes, a las juventudes empobrecidas. Como establece el manifiesto de la Alianza contra las Prisiones, la cárcel profundiza las desigualdades existentes y produce costos y cargas que recaen sobre los hombros de personas ya estigmatizadas y marginalizadas, infligiendo un dolor deliberado con afán de venganza.

La cárcel rompe vínculos y destruye las redes de cuidado que creamos las mujeres para sostener la vida. Quiebra afectos, humilla, tortura, y aniquila. No resuelve nada ni protege a nadie. Además, el aislamiento y el maltrato no hacen a las personas menos violentas: por el contrario, la prisión priva a la gente de los procesos que podrían ayudarles a asumir a profundidad sus responsabilidades y entender las injusticias sistémicas que instituyen las violencias en sus vidas. La cárcel neutraliza, coarta potenciales revolucionarios y conspira contra los sueños de poder vivir mejor. Y el militarismo, que hoy repotencia al ímpetu destructivo de la cárcel, pone en riesgo nuestras posibilidades de sobrevivir.

Las clases medias, desafortunadamente, han sido convencidas de que el militarismo y el sistema penitenciario no se ensañarán con ellas, aunque la historia de América del Sur esté plagada de desapariciones forzadas de estudiantes, “subversivos” y  madres y abuelas luchando con su vida por descubrir la verdad. Creemos estar entre los seres “elegidos” que nunca serán golpeados por el aparato penal. En realidad, hoy las cárceles proveen a las mafias con la logística necesaria para el acopio de armas y la coordinación de acciones concertadas entre grupos armados estatales y no estatales; acciones que producen efectos extramuros. Desde las cárceles se diseñan los ataques que nos golpean en los barrios, en las carreteras, en los espacios que han dejado de ser comunitarios.

Esto ocurre mientras el Estado y los gobiernos niegan a la gente condiciones dignas de vida y trabajo, y mientras las élites se enriquecen obscenamente. Las comunidades migrantes, la población sin papeles, las personas con discapacidad, los jóvenes sin acceso a la educación, las personas trans y disidentes, etc., son los chivos expiatorios de un orden de marginación y explotación sostenido por el empresariado mafioso inserto en el Estado. El aparato penal y militar son engranajes que distribuyen la desposesión y no detienen, sino que favorecen a las dinámicas de acumulación ilegal del capital.

El militarismo, al igual que las cárceles, es un pilar del patriarcado colonial capitalista. Por ello, la lucha feminista contrahegemónica debe, no solo denunciar y rechazar un sistema que perpetúa la explotación y la desigualdad, sino también impulsar alternativas que desafíen estas estructuras de poder. Esto implica abogar por procesos de justicia transformativa que, desde una perspectiva comunitaria, promuevan la reparación y la pacificación sin reproducir la lógica militarista y carcelaria. Estas alternativas deben priorizar el fortalecimiento del tejido social, la mitigación efectiva de la violencia y, fundamentalmente, la rendición de cuentas de los agresores, asegurando tanto el desmantelamiento de su poder como la reparación de los daños causados y la no repetición.

Los retos que enfrentamos

Como se ha notado, las prisiones no están bajo el control del Estado, entendido como entidad centralizada y autónoma. El militarismo es incapaz de desmantelar los procesos abusivos de acumulación que subyacen a la violencia carcelaria, en parte porque está envuelto en ellos. Todo indica que es casi imposible hablar de instituciones de gobernanza o de corporaciones privadas como entidades separadas de las dinámicas mafiosas de este neo-colonialismo, ampliamente conducido por el gran capital financiero transnacional.

A su vez, la crueldad y la tortura le han servido al bloque de poder para esconder su codicia, mientras el gobierno dice tomar acciones para protegernos. Sin embargo, el militarismo no sólo tiende a la normalización de un estado de excepción permanente; también consolida las construcciones masculinistas más violentas, colonizadoras y extractivas. Es inherentemente anti-feminista y no emancipatorio. Ha sido históricamente ejecutor de invasiones y saqueos que han servido para enriquecer a las llamadas metrópolis a costa de la servidumbre y esclavitud de las periferias. Al mismo tiempo, la investigación feminista ha mostrado que las masculinidades policiales y militares están asociadas con la producción de la violencia sexual como mecanismo de coerción y arma de guerra. Las masculinidades militaristas —que incluyen a la policía, las prisiones y las fronteras— se utilizan para vigilar, custodiar, controlar y matar a fin de salvaguardar los intereses del capital, el privilegio y el poder. Urge, pues, cuestionar y desarticular la narrativa prevaleciente en torno a la paz de los pueblos. Allí donde se niega la posibilidad de obtener lo más básico para sobrevivir, se cultivan las guerras.

Interior de uno de los edificios del Centro de Rehabilitación Social Cotopaxi, Archivo La Periódica, 2024.

Por otra parte, no podemos olvidar un problema central que subyace al entramado de corrupción y violencia que nos atraviesa: mientras existan sustancias ilegalizadas, existirán mercados clandestinos donde el lucro supera astronómicamente a los ingresos que producen las actividades regulares. Este estado de cosas motiva las acciones más mortales para defender el “negocio”. Si ya convivimos con productos tóxicos como el alcohol y los cigarrillos, ¿por qué nos resulta impensable regular otras sustancias de modo que sea posible monitorear su fabricación, expendio y consumo? Al fin y al cabo, muchos de los compuestos que consideramos “medicina” y son prescritos por médicos tienen un potencial iatrogénico y adictivo que supera los riesgos de varias sustancias ilegales. También estamos aprendiendo a vivir con ello.

No menos importante es poner nuestra atención en la cúspide de la pirámide, en los eslabones más fuertes de la cadena. El capitalismo colonial y patriarcal nos vende la imagen del ejecutivo de cuello blanco como un personaje aspiracional meritocrático, siempre digno de admiración y emulación. La verdad es que ese deslumbramiento nos ciega frente a la actividad criminal de la banca, los mercados financieros, la política institucional, la diplomacia, el mundo de los influencers, las celebridades y las socialités. La paz y la seguridad que disfruta el Norte Global tiene un costo que estamos pagando en el Sur. Las fiestas de lujo y las reuniones de negocios repletas de cocaína se celebran en caros locales de Londres o Ámsterdam, pero los muertos los ponemos nosotros. Tenemos que rechazar colectivamente el ocultamiento de fortunas en paraísos fiscales, la evasión de impuestos, la opacidad en la industria de la construcción, en la minería y en otros negocios que permiten acumular desproporcionadamente capital y poder. Mientras no se redistribuya el poder, no habrá número de gente encarcelada que baste para aniquilar a la hidra.

Compartir

Autoras

Silvana Tapia Tapia

Doctora (PhD) en Estudios Socio-jurídicos por la Universidad de Kent, Reino Unido. Becaria de investigación del Leverhulme Trust y Profesora Adjunta de Derecho en la Universidad de Birmingham. Autora del libro “Feminismo, violencia contra las mujeres y reforma legislativa: Lecciones descoloniales desde Ecuador”, ganador del premio al Libro del Año de la Asociación de Estudios Sociojurídicos del Reino Unido. Miembro de la Alianza Contras las Prisiones, Ecuador.