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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Silvana Tapia Tapia

Inseguridad y militarización: tortura y hambreamiento en Ecuador

Militares custodian a personas privadas de libertad en el Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi. Archivo La Periódica, 2024.

Ecuador se encuentra en una encrucijada sin precedentes. Enfrentando desafíos económicos y de seguridad que amenazan su estabilidad, el país lucha contra el subempleo, la deserción escolar, la precarización y la violencia vinculada al crimen organizado. Pero hay un problema en ciernes que en gran medida se está pasando por alto pues, paradójicamente, se ha presentado como solución: la militarización de la sociedad. Desde principios del año 2024, la creciente presencia de las fuerzas armadas (FFAA) está produciendo violencias que podrían precipitarnos hacia una crisis humanitaria.

Aunque entre el mandato de Guillermo Lasso y el de Daniel Noboa se han declarado decenas de estados de excepción, estos no han producido resultados tangibles en términos de reducción de la inseguridad. Aún así, las acciones de corte militar siguen protagonizando la respuesta del gobierno y parecen contar con el respaldo de un sector importante de la ciudadanía. Es descorazonador leer en las redes sociales múltiples manifestaciones, no solo de apoyo a la militarización, sino de aprobación frente a sus abusos, muchos de ellos gravísimos, documentados por comunidades locales, periodistas y defensores de derechos humanos. Entre estos abusos encontramos muertes violentas, incluso de menores de edad, en el contexto de operativos militares. También han surgido denuncias de tratos inhumanos y degradantes en las prisiones, los cuales han sido documentados por la Defensoría del Pueblo, organizaciones locales como el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH), y organismos internacionales como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.

La declaratoria del 9 de enero de un conflicto armado no internacional, inicialmente utilizada para justificar estos procesos, no se ajustó en su momento a los estándares internacionalmente reconocidos; pero además, lejos abordar las causas profundas de la criminalidad organizada, la militarización es una medida reactiva, no preventiva y mucho menos transformadora. Puede, inclusive, agravar la violencia existente y desviar la atención de las causas sociales y económicas de la crisis. Esto a su vez permite que los problemas continúen profundizándose, aunque superficialmente la presencia militar pueda dar una esporádica sensación de seguridad.Las verdaderas raíces del problema residen en cuestiones como la severa precarización de las condiciones materiales de vida en el país, que ha dejado a la niñez y la juventud sumidas en la pobreza más abyecta, a merced de las organizaciones criminales. Estas les ofrecen la identidad, el sentido de pertenencia, los medios de subsistencia y los servicios que el estado hace tiempo, como parte de un sistemático proceso de reducción y austeridad, ha dejado de proveer. Como saldo, la tasa infantil de homicidios ha aumentado exponencialmente. Al mismo tiempo, la militarización contribuye a la estigmatización de comunidades enteras; crea barrios sitiados cuya mención puede ser suficiente para excluir a sus habitantes de toda oportunidad laboral. Al priorizar la militarización y el uso de la fuerza, el gobierno está proveyendo de mano de obra al crimen organizado, pues deja intactas las condiciones de violencia social, discriminación y empobrecimiento que ponen a las personas en riesgo de ser reclutadas. Entonces, es el modelo de estado el que hay que disputar: el estado militar y policial es incompatible con el estado de derechos y justicia proclamado en la Constitución.

Militares antes de ingresar al Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi. Archivo La Periódica, 2024.

Cabe anotar en este punto que hablar de derechos humanos se ha vuelto prácticamente tabú en ciertos círculos de opinión pública. El término ha llegado a tener connotaciones negativas en medio del temor frente a la inseguridad. Ya no es posible hablar de derechos humanos en redes sociales sin recibir ataques organizados de granjas de trolls y personas que nos acusan de defender solo a los “delincuentes”. Tales expresiones ignoran las décadas de trabajo, también desde las bases, de quienes han luchado por la dignidad humana frente a las arbitrariedades y abusos de las dictaduras, las guerras civiles, las ocupaciones militares y los conflictos internacionales. Al mismo tiempo, se está socavando la legitimidad del trabajo por la justicia social, mientras las narrativas neofascistas se vuelven sentido común.

Por otra parte, la militarización no aborda un factor fundamental: la delincuencia organizada se nutre de negocios millonarios (no todos ilícitos) en una cadena global de acaparación obscena de la riqueza que despoja a las mayorías de los medios para sobrevivir. El crimen organizado en Ecuador no solo involucra al narcotráfico, sino también al tráfico de armas, la minería, los bienes raíces, los servicios financieros, la pornografía infantil, la trata de personas y otros negocios cuyos beneficiarios bien pueden ser ejecutivos, políticos y celebridades “respetables”, rutinariamente ensalzadas por los medios de comunicación comerciales y los influencers. En tales circunstancias, lo que el gobierno narra como lucha contra el crimen organizado, en la práctica puede esconder una serie de convergencias entre el poder político, económico, militar y criminal. La desaparición de fusiles de las bodegas de las Fuerzas Armadas en 2022 es solo un indicio de las relaciones que pueden existir entre la violencia militar y la de los Grupos de Delincuencia Organizada (GDOs).

Sobra decir que los grandes capos del empresariado mafioso no suelen ser los que terminan tras las rejas. Serán los jóvenes empobrecidos los que pasarán a formar la mayoría de la población carcelaria, donde habrán de alinearse con algún bando para intentar sobrevivir. Aunque la Constitución ecuatoriana no admite la pena de muerte, ésta es de facto el destino de muchos de los detenidos. Al mismo tiempo, la militarización no está propiciando que se exijan responsabilidades a las autoridades y otras personas con poder; tanto frente a los abusos militares como a la persistencia de la inseguridad. Todos señalan a las bases, nadie a la cúspide.

Como vemos, el uso de la violencia militar dentro y fuera de los centros de privación de la libertad no solo es ineficaz como método de disuasión, sino que oculta los problemas fundamentales que mantienen al país en crisis. Además, la tortura y los tratos inhumanos causan un sufrimiento profundo no solo a las personas encarceladas, sino también a sus seres queridos, especialmente a las mujeres que son sus madres, compañeras, esposas, hermanas, hijas, etc. De hecho, en Ecuador, las mujeres enfrentan algo que, sobre la base de investigación empírica, llamo “violencia penal contra las mujeres”, la cual incluye el abuso emocional, físico y económico, por parte de instancias penitenciarias, judiciales, policiales y burocráticas, contra las mujeres que cuidan a personas en prisión. En múltiples plantones y marchas hemos visto a las mujeres protestando por la situación de hambreamiento en las cárceles, práctica que ha sido considerada un método de tortura. Han sido ellas quienes han organizado gran parte de las donaciones de comida que han podido ingresar a las prisiones, lo que implica una carga económica sobre sus hombros. También son estas mujeres quienes han impulsado acciones constitucionales para tratar de parar la brutalidad sin nombre que se despliega diariamente en las cárceles. Esto implica considerable dedicación de tiempo. Su incansable trabajo no para pese al profundo sufrimiento que experimentan y la continua indiferencia del estado.

Frente a la militarización de la seguridad pública y de la sociedad más amplia, no podemos olvidar el trágico legado de violencia sexual ejercida por el aparato militar contra las mujeres de nuestra región. No podemos olvidar el dolor de las mujeres indígenas mayas en Guatemala, sistemáticamente violadas por los militares que las acusaban de “guerrilleras”. No podemos olvidar a Raquél Martín de Mejía en Perú, violada por un militar mientras su esposo era ejecutado extrajudicialmente; ambos acusados (erróneamente) de ser terroristas de Sendero Luminoso. No podemos olvidar a las víctimas de violencia sexual militar en México. No podemos permitir que el miedo nos haga condonar el fortalecimiento de un proceso que nos pone en riesgo como comunidad.

Como feministas en Ecuador, es importante que, sin dejar de cuidarnos, alcemos nuestras voces contra las políticas represivas para desmantelar el sentido común carcelario y militar que se nos está imponiendo. Podemos unirnos a las organizaciones de base, activistas y profesionales que luchan contra la violencia militar y policial, la violencia carcelaria y la violencia contra las mujeres. Solo a través de la solidaridad y la acción colectiva podremos construir un país menos desigual y seguro en tiempos fundamentalmente violentos.

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Autoras

Silvana Tapia Tapia

Doctora (PhD) en Estudios Socio-jurídicos por la Universidad de Kent, Reino Unido. Becaria de investigación del Leverhulme Trust y Profesora Adjunta de Derecho en la Universidad de Birmingham. Autora del libro “Feminismo, violencia contra las mujeres y reforma legislativa: Lecciones descoloniales desde Ecuador”, ganador del premio al Libro del Año de la Asociación de Estudios Sociojurídicos del Reino Unido. Miembro de la Alianza Contras las Prisiones, Ecuador.