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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Karol E. Noroña

La vida más allá de las rejas: Sueños y cicatrices de una mujer de frente

Retrato de Ely, de fondo el paisaje del Centro Histórico de Quito. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

¿Cuál es tu sueño, Ely?

—Quiero servir. Podría ser misionera o periodista. No quiero más encierros, no me gustan, me desesperan. Quiero que mis hijos y mi pequeña nena se enorgullezcan y digan: “¡Miren lo que mi madre es ahora!”. Ese es mi sueño, porque todo lo que he hecho en mi vida ha sido por y para ellos. Es doloroso recordar… pero ahora me siento más fuerte y quiero dejar huella.

***

Ely ha comenzado a sanar. Empezó —de “a poquito”, dice— a saberse y sentirse amada, contenida, a recibir el cariño de sus niños y niñas, los abrazos de la hermana paterna que la buscó durante años y que hoy la acompaña en los caminos que quiere construir lejos de la cárcel. Sí. Una nueva etapa fuera del encierro de las cárceles que la confinaron desde que cumplió 14 años y durante diferentes períodos a lo largo de su vida. Pasan fugaces los recuerdos —no los dolores y alegrías— de Ely quien ahora, con 37 años, inicia su propio proceso de rehabilitación en libertad en Ecuador, un país de vacíos y silencios ante las masacres registradas en las estructuras desgarradas de un sistema penitenciario falto de humanidad y dignidad.

Ely es una mujer de frente —como el nombre de la organización feminista y antipenitenciaria a la que pertenece— que busca el sol con las ganas incansables de vivir plenamente. No quiere esconderse más y en su rostro están las huellas de su historia.

Retrato de Ely, de fondo el mural de La Casa de las Mujeres. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

Son las 10:30 y esperamos su llegada. Decenas de personas caminan con prisa alrededor de la Plaza del Teatro, en el corazón del Centro Histórico. El cielo está despejado y, aún en pandemia, el paisaje calma el tráfico insoportable en las calles.

Ely llega con prisa. Su cabello lacio y claro, matizado por reflejos rubios, revela un rostro atento, sonriente, unos ojos achinados y delineados de negro. Una mirada imponente. Acomoda su vestido negro estampado con círculos blancos, que marca la llegada de verano, y nos abre las puertas de la Casa de Mujeres de Frente, un centro contra-cultural del colectivo que nació en la cárcel de mujeres de Quito en 2004. En aquella época, mujeres presas y no presas emprendieron un proceso de investigación y acción feminista antipenitenciaria que, con el tiempo, fue creciendo hasta convertirse en una comunidad de cooperación y cuidado entre comerciantes autónomas, recicladoras, estudiantes, docentes, artistas, trabajadoras no remuneradas del hogar, familiares de personas privadas de la libertad, niñas, niños, adolescentes y mujeres excarceladas, como Ely, que quieren que su vida tome un nuevo rumbo.

En la Casa de las Mujeres, ubicada entre las calles Guayaquil y Olmedo, se cultivan sueños, crecen amistades y se unen manos para impulsar el desarrollo de todas. Ely nos muestra cada piso: hay arte, murales, música, trabajo y orden. Nos guía con esa voz risueña que escuché por primera vez cuando en Ecuador estalló la masacre carcelaria el 23 de febrero de 2021, una de las 10 peores ocurridas en los recintos penitenciarios de toda la región. La Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos reportó 81 muertes en cuatro cárceles ecuatorianas y cuestionó la versión gubernamental que atribuyó la violencia al ascenso del narcotráfico y el crimen organizado, desconociendo el vacío estructural y la falta de políticas efectivas para la rehabilitación social en el sistema penitenciario.

Ely también es crítica, sabe bien cómo es la vida en el encierro carcelario y las falencias del sistema carcelario. Fue cuando supo de la masacre de febrero que decidió contar su historia y su lucha pese a la falta de oportunidades que se enfrenta en libertad.

“Verás…” —dice— como si hablara con una vieja amiga, porque confía —se permite hacerlo— con un suspiro que antecede a filas mentales de recuerdos felices; otros, no tanto. Como aquel día de febrero de 2020 —no recuerda con exactitud la fecha, pero sí la sensación— cuando recuperó su libertad y salió de la Casa de Confianza de Chillogallo, uno de los 48 centros de privación de libertad que operan en el país.

—Yo anhelaba salir. “Voy a buscar trabajo y voy a recuperar a mis hijos”, me decía a mí misma, porque ellos estuvieron en un hogar temporal. Yo no tenía familiares que me ayudaran a cuidarlos. Entonces, mi sueño era volver a estar con mis niños y velar por su bienestar. Empezar desde cero.

¿Qué pasó cuando saliste?

—Cuando crucé esa puerta no tenía ni para el pasaje. Logré llegar a mi casa, abrazar a mis niños y a mi pequeña. Pensé que iba a comenzar esa nueva vida. Pero ver la realidad te impacta. No tenía dinero para que mis hijos estudien, para pagar el arriendo, para su salud, su alimentación, el agua y la luz. Busqué un oficio que me permita reinsertarme, sin embargo, por mis antecedentes penales no me lo daban. Intenté trabajar para un abogado y tuve que escapar porque intentó sobrepasarse conmigo. Te cierran las puertas, te señalan, abusan de ti. Eso es lo que vivimos las mujeres que salimos de las cárceles. No tenemos oportunidades. Es por la desesperación por la que puedes volver a delinquir, aunque intentes ya no hacerlo, aunque ya no quieras, tienes bocas que alimentar.

Ely, sin embargo, resiste y sonríe incluso cuando habla de pasados que aún duelen, pero que, ahora, acompañada, asume fortalecida.

Díptico: Retrato de Ely. / Detalle del espacio para niñas y niños en La Casa de las Mujeres. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

Siempre fue una niña curiosa y fuerte. Es la cuarta de cinco hermanas y hermanos. Creció —relata— en un hogar donde la violencia física era la regla diaria. Ella recuerda que, cuando era pequeña, vivió con la familia Restrepo, bandera humana de la lucha incansable que busca insobornablemente a Santiago y Andrés, hermanos desaparecidos el 8 de enero de 1988 por el gobierno de León Febres Cordero, cuestionado por las vulneraciones a los Derechos Humanos que destruyeron vidas y familias durante su gestión. Pero al poco tiempo —cuenta Ely— su madre decidió llevarla a Guayaquil.

Fue una niñez dura, marcada por la violencia, el empobrecimiento y una relación distante con su madre. “Ahora comprendo que mi mamá tenía muchos problemas, sobre todo, emocionales, pero trabajaba por nosotros y lo hacía sola, arreglaba casas y lavaba ropa. Con el tiempo comencé a entenderla”, dice.

Ely sobrevivió a los golpes, pero también a la violencia sexual en su casa.

—Mi hermano abusó de mí cuando era pequeña. Mi mamá le pegó una vez y él se fue, aunque nunca lo denunció. Hace poco me enteré que él tiene esquizofrenia. Sabes, yo no le odio. No tengo rencor en mi corazón, pero eso me marcó mucho porque me sentía sola, desprotegida, inestable.

En Ecuador, una nación que encubre, no escucha, no sanciona, ni repara a las sobrevivientes de violencia sexual, al menos tres de cada diez niñas, niños y adolescentes han sido víctimas de delitos sexuales y a una de aquellas tres sobrevivientes nunca le creyeron. El 65% de los casos de abuso sexual fueron perpetrados por sus familiares o personas cercanas a las sobrevivientes como en la historia de Ely.

Hay silencio: solo el 15% de agresores han sido denunciados y el 5,3% fue sancionado, datos que el Consejo Nacional para la Igualdad Intergeneracional citó en su pronunciamiento frente a los casos de violencia sexual el 30 de octubre de 2017. Ely creció en un país donde ser mujer significa vivir con el temor a ser víctima de la violencia: Fiscalía registró 75.868 denuncias por violación desde enero de 2014 hasta el 2 de abril de 2021. Las agresiones, sin embargo, no cesan. Han sido 126.990 emergencias por violencia intrafamiliar registradas por el Servicio Integrado de Seguridad ECU 911 desde el 12 de marzo del 2020 hasta el 6 de junio de 2021. El análisis del balance, que contiene las alertas por violencia física, psicológica, sexual e intrafamiliar, desarrollado por la entidad, establece que son 282 las agresiones denunciadas a diario en una nación golpeada por la corrupción y falta de políticas públicas aplicadas para garantizar la vida de las mujeres y sus derechos en medio de una crisis sanitaria que sigue quebrando familias y dejando a su paso lutos inconclusos en miles de corazones.

A la pequeña Ely —cuenta, ahora adulta— le gustaba el deporte, sobre todo, el básquet y podía practicarlo durante horas. En el atletismo, en aquellas largas carreras que sus pies emprendían, recuerda, encontraba su lugar seguro lejos de la violencia no solo en el interior de su hogar, sino la que vivía en su escuela.“Me molestaban. No se daban cuenta del mal que hacían. Y yo aprendí a defenderme y sí, también peleaba. Yo era buena estudiante, pero tenía bajas notas en disciplina. No sé. A veces pienso que si hubiese habido alguien que me apoyara, todo hubiese sido diferente”, relata.

Su niñez la vivió en diferentes casas, sin la guía de su madre o su padre. Ely decidió irse de casa cuando cumplió 12 años, escapando de la violencia, y desde ese entonces buscó su propio camino y encontró su “hogar” en las calles del Centro Histórico de Quito. “Ahí conocí a mis amigas. Nos divertíamos juntas, íbamos a bailar, reíamos. De alguna forma me sentía apoyada, segura y me quedé con ellas”, dice.

¿Te sentías libre?

—Sí. Es que todo con ellas era diferente a como yo me crié. Me sentía, sí, más libre, me vestía como quería, ya no me pegaban, ya no me decían cosas feas, me hacían sentir que era igual a ellas. Si había algún problema nos defendíamos. Crecí ahí y aprendimos a robar los radios, los espejos, antes compraban mucho.

Ely tenía 14 años cuando pisó por primera vez el Centro de Internamiento Femenino El Buen Pastor, ubicado en el corazón del sector la Moya, en Conocoto, al suroriente de Quito. Los días comenzaban temprano en la “prisión” juvenil, guiada por una orden de religiosas. A las 06:00 se levantaba a ordenar su cama. Luego, se bañaba y, pronto, debía ir a desayunar. Eran también jornadas de aprendizaje educativo, quehaceres domésticos, cocina y juego en los patios. “Nos enseñaban a ser responsables y fue mi hogar. No me sentía mal. Ahí me bautizaron, hice mi primera comunión y terminé la escuela. No nos faltaba nada”, recuerda.

En la memoria de Ely aún vive la compañía de una madre superiora que la apoyó durante su estancia allí. “La quería mucho. Me aconsejaba cada vez que podía. Sabes, yo siempre fui rebelde. No buscaba pelea, pero cuando me enojaba era muy impulsiva. Pero ella me abrazaba y me decía que lo único que necesitaba era amor”, cuenta.

Ely recuperó la libertad a sus 15 años. Su padre la buscó y le propuso arrendar un minidepartamento para ella, adolescente todavía. Aceptó, aunque estaba nuevamente sola. Entonces, decidió irse nuevamente de la ciudad. Ambato se convertiría en su nuevo destino, aunque duraría poco. Ely —relata— llegó a la casa de una familia que se dedicaba a la venta, comercialización y distribución de drogas hasta que la Organización Internacional de Policía Criminal (Interpol) orquestó un operativo para detener a las personas implicadas en el delito, pero a quien detuvieron fue a ella, una adolescente de 15 años. En aquellos días, recuerda, no era difícil cambiarse la identidad o la edad. “Si querías, podías hacerte pasar por una mayor de edad. Y lo hice, porque a quien iban a procesar recién había salido de la cárcel. Me convencieron de hacerme cargo, porque se supone que iban a ayudarme cuando mi abogado presente mi acta de nacimiento”, cuenta. No sucedió. Ely estaba sola. “Fue mi papá quien fue a verme cuando ya iban a sentenciarme. Cuando supieron que era menor de edad, pegaron el grito en el cielo: ¡Cómo puede ser que una adolescente esté en la cárcel de adultos!, decían… Después me enviaron a la correccional de Ambato”, relata.

Ely tenía 16 años cuando salió de la correccional y regresó al minidepartamento que su padre arrendaba para ella. Meses después, se encontraría con el padre de sus dos primeros hijos, a quien conocía desde que era niña. “Estaba embarazada y me daba miedo decirle. ‘No vendrás con domingo siete’ me decía siempre. Para ese momento, yo ya vivía con una amiga, trabajaba cuidando a adultos mayores hasta que di a luz. Cuando mi papá se enteró fue a buscarme para que regresara. Él siempre estuvo pendiente de mí, aunque tenía otra familia y vivía con ellos. Solía traerme comida y me ayudaba. Yo era pequeña todavía”, recuerda.

Ely creció sola durante su niñez y adolescencia, pero siempre se sintió amada por su padre. Él la apoyaba, era su sostén. Su muerte fue uno de los golpes más fuertes que debió enfrentar. Y lo recuerda sonriendo, nostálgica y hace memoria sobre los últimos días en los que lo veía y escuchaba sus consejos.

—Era un viernes. Lo vi bien guapo y me dijo: “Mija, hoy tengo reunión del conjunto dónde vivía. Te dejo comida para el sábado. El domingo regreso”. Y así fue. Regresó, pero estaba enfermo. Me repetía que le dio mal aire.

¿Tu padre tenía alguna afección?

—Sí. Asma. Ese domingo me contó que iba a ir al hospital del IESS y que no me preocupe. Pero nunca volvió… yo fui a buscarle por la noche. Nada. El martes llamé a su casa y me contestó su empleada doméstica. Ella me dijo: “No, niña. Su papá falleció ayer y le enterraron hoy”. Lo único que supe es que falleció por un paro cardíaco.

A Ely, quien estaba embarazada de su segundo hijo, no le permitieron verlo, ir a su velatorio, llorarlo en su funeral.

—“Te soy sincera, pensé que ahí se acabó mi vida. Me dijeron que me desapareciera de sus vidas. Él era lo único que yo tenía. Pero por mis niños, seguí. No había otra opción”, recuerda.

Con un niño en brazos y otro en camino, Ely luchaba para establecerse. Tenía 18 años, poco dinero en el bolsillo y hambre en el vientre. Ella, sin embargo, se las arregló para conseguir un nuevo espacio para vivir y empezó a vender licor para generar ingresos. Era una mujer fuerte, sí, pero aquel negocio la enfrentó con hombres violentos que no pagaban y que intentaban amilanarla. La necesidad era mayor. “No alcanzaba. Imagínate. Yo estaba sola. Volví a buscar en las calles, aprendí a romper puertas, me las ingeniaba para conseguir recursos. Los hombres que nos ‘enseñaban’ se aprovechaban. Te decían que querían estar contigo y si no querías ya no te llevaban a trabajar. Así era…”, comenta.

Los años siguientes en la vida de Ely estuvieron marcados por idas y venidas de la cárcel. Sus niños estuvieron durante varios meses en casas hogares, mientras ella cumplía sus sentencias. Cuando salía, buscaba trabajo, pero cuando los antecedentes penales representan un revés para una persona que quiere comenzar una nueva vida en Ecuador, una nación que mantiene prejuicios vivos en sus estructuras sociales y laborales.

Golpeó decenas de puertas cerradas, mientras vivía en una pequeña pieza con un colchón, una cocineta y un par de ollas para alimentar a sus niños. No bastaba, había hambre y Ely se sentía preocupada por el futuro de sus hijos. En las calles que ya conocía volvió a buscar el sustento para luchar contra el empobrecimiento continuo que enfrentaba sola, porque el desempleo trunca proyectos y desarrollo, sobre todo, para las mujeres.

Ely también afrontó la falta de acceso a la salud sexual y la salud reproductiva a lo largo de su vida, no tuvo herramientas ni guías en materia de educación sexual y prevención. A los 23 años supo que estaba nuevamente embarazada y lo asumió mientras cumplía una sentencia en la Cárcel de Mujeres de El Inca, en el norte de Quito. Fue allí —cuenta—donde conoció a Andrea Aguirre, cofundadora de Mujeres de Frente, quien es, además, una de las voces más lúcidas y críticas contra el sistema penitenciario en el país.

Ely recuerda los días en los que Andrea y sus compañeras ofrecían talleres, gestionaban atención médica y las apoyaban, como han seguido haciéndolo hasta hoy.

—Me acuerdo clarito cuando me trajeron a mis hijos para que yo pudiera verlos. Me devolvían la vida. Ellos estaban viviendo en una casa hogar, mientras yo esperaba a mi bebé, que, en realidad, ¡resultaron ser dos!, recuerda, mientras sonríe.

Ely logró salir de la cárcel antes de dar a luz. No tenía un hogar al que regresar y contactó a su hermana materna, quien la ayudó con un espacio pequeño para vivir. Cuando finalmente llegó el momento de conocer a su bebé recibió la sorpresa:

—Di a luz a una pareja de mellizos: una niña y un niño. Yo lloraba porque no sabía qué iba a hacer, apenas había comprado cositas para un bebé. Y en medio de toda esa incertidumbre, también encontré solidaridad. Por suerte, una señora que perdió a su bebé me regaló todos los artículos que le había comprado, me ayudó muchísimo.

La situación para Ely se complicaba aún más por la falta de recursos. “Tuve que volver a las calles de nuevo porque por más que intentaba no lograba acceder a un trabajo. Debía conseguir recursos para que mis hijos mayores volvieran a estar conmigo y para eso debía tener un lugar estable”, relata.

La falta de oportunidades se profundiza también por el prejuicio y la penalización social. Andrea Aguirre, docente e investigadora con amplia experiencia en el análisis de la crisis carcelaria en el país, precisamente reflexiona sobre la población penitenciaria, conformada en su mayoría por hombres. Los datos lo ratifican: son 37.941 las personas privadas de la libertad en el sistema carcelario hasta enero de 2021: el 93,3% (35.418) son hombres, mientras que el 6,6% (2.523) son mujeres y el 0,4% (151) corresponde a personas de las diversidades sexo genéricas, de acuerdo con datos proporcionados por el Sistema Nacional de Atención Integral (SNAI). Para ella, aquella información da luz de por qué entre las mujeres la violencia está socialmente aún más penalizada.

“Frente a las situaciones de empobrecimiento y dificultad, las mujeres buscan otras alternativas, muchas veces combinan opciones legales con ilegales para buscarse la vida”, cuestiona Andrea. Y su argumento se evidencia en los delitos por los que son criminalizadas las mujeres en Ecuador en su gran mayoría. De las 2.523 mujeres que cumplen condenas y prisión preventiva en los recintos carcelarios, 1.399, es decir, el 55%, son procesadas por tráfico ilícito de sustancias catalogadas sujetas a fiscalización, fijado en el artículo 220 del COIP. La normativa establece cuatro escalas de sanción: mínima, de dos a seis meses; mediana, de uno a tres años; alta escala, de cinco a siete años, y gran escala de diez a trece años de cárcel.

El robo, tipificado en el artículo 189 del Código Penal, es el segundo delito por las que las mujeres son criminalizadas: 311 son procesadas en Ecuador; el 12,3% del total, de acuerdo con el registro de SNAI. La norma legal contempla penas privativas de libertad de entre tres a cinco años, si se produce únicamente con fuerza en las cosas; de cinco a siete años, si se ejecuta mediante amenazas y violencia o con el uso de sustancias para afectar a la víctima, de siete a diez años, si se ocasionan lesiones; y de veintidós y veintiséis años si se ocasiona una muerte como consecuencia del robo.

En uno de los pisos de La Casa de las Mujeres se observa la fotografía de un grupo de mujeres y de fondo un gran mural. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

Para Andrea es imprescindible comprender el contexto y entorno de cada persona que conforma la población penitenciaria: de qué barrios vienen, cuáles son sus historias, cómo han sido sus vidas, su situación socioeconómica. Solo así se puede entender la problemática estructural en el país que va más allá de un nexo con el ascenso del narcotráfico, sino que tiene que ver con el abandono estatal a las personas más empobrecidas que encuentran en los delitos menores una vía de supervivencia.

Y la situación no mejora. Para febrero de 2021, 38.828 son las personas que conforman la población penitenciaria, pese a que la capacidad operativa del sistema es de 29.897. El sistema está saturado con el 29,87% de hacinamiento, según la SNAI. Para Ely, que conoce bien la dinámica de las cárceles, la solución no es tener más personas privadas de libertad sino ofrecer proyectos integrales que impulsen su desarrollo, además de medidas como el 2×1, que implicaba una reducción de la pena de hasta un 50% en delitos menores, pero que se extinguió cuando el nuevo Código Orgánico Integral Penal (COIP) entró en vigencia en el 2014. Ahora, en cambio, las personas privadas de libertad pueden acceder a la prelibertad cuando han cumplido el 60% de la sentencia, un beneficio estipulado en el artículo 698 del COIP que plantea un régimen semiabierto para las personas que cometen “delitos leves”, es decir, aquellas infracciones que son penalizadas con menos de cinco años de prisión.

Los años siguientes fueron duros para Ely. Continuó batiéndose entre las calles y el cuidado de sus niños hasta que enfrentó un juicio en el que, si llegaba a ser condenada, debía cumplir una sentencia de más de nueve años. “Fueron días complicados, pero hubo gente que me ayudó para que el tiempo fuera menor. Mis hijos mayores volvieron a una casa hogar y mis mellizos a donde su abuela paterna”, relata.

Ely recuperó su libertad en marzo de 2016 y su objetivo era recuperar a sus hijos, que permanecían en la fundación Mi Caleta, un centro que acoge a niñas, niños y adolescentes en condición de calle. Luego, conoció a quien sería el padre de su niña, Amelia*, que pronto cumplirá cinco años.

Cambiar cuesta, aún más cuando la situación económica empeora y el sistema de rehabilitación es poco eficiente. Pero Ely quiere comenzar de nuevo. La última sentencia que vivió la cumplió en la Casa de Confianza para mujeres, en Chillogallo, al sur de Quito junto con Amelia, quien tenía menos de dos años. Había días en los que los conflictos la desbordaban, como cuando se enfrentó a Pamela Martínez, ex asesora de expresidente Rafael Correa, quien cumplió una condena de nueve meses y 22 días de prisión por el delito de cohecho dentro de caso Sobornos 2012-2016.

—Cuando llegó me quitaron mi cama para dársela a ella. No le gustaba limpiar, no quería tender su cama y nos menospreciaba. Decía que ella no era igual a nosotras.

—¿Cómo lo enfrentaste?, pregunto.

—Tuve un incidente con ella y le dije que sí, que no éramos iguales. Nosotras robamos por necesidad, por nuestros niños y niñas. Ella lo hacía por corrupción. Y me parecía injusto ese trato diferente. Tuve problemas con otra compañera que me rompía los vidrios, pero siempre pensaban que era yo quien iniciaba por mis antecedentes. No me creían, incluso busqué ayuda psicológica, pero el médico fue morboso. Puse una denuncia pero quedó en la nada. De todas formas, nunca me quedé callada. Sé que estaba cumpliendo mi pena, pero yo también tengo derechos y debía hacerlos respetar.

Ely levanta su voz por los derechos de las personas privadas de la libertad en el país, un grupo de atención prioritaria, según determina el artículo 35 de la Constitución de Ecuador. Sus años en las cárceles los vivió sin acompañamiento psicológico y programas eficientes para que su reinserción laboral y social sea activa.

Ha pasado más de un año desde que salió en libertad, aunque desde noviembre fue vinculada a un proceso judicial que la preocupa, pero lo encara para demostrar que no ha cometido delito alguno. “Tengo temor, pero estoy tranquila porque sé que esta vez saldrá la verdad a la luz. Yo he comenzado una nueva vida y quiero luchar por ella”, cuenta con firmeza. Hoy se dedica al comercio autónomo y en la cocina encontró su vía de sustento: cangrejos, caldos de manguera, cazuelas…

Mujeres como Ely se las ingenian para sobrevivir frente a la ausencia de alternativas laborales en el país. El último informe de la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo (Enemdu), que recoge datos de enero a marzo de 2021, desarrollada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC), evidencia la situación alarmante: apenas el 27,8% de mujeres que conforman la población económicamente activa en el país ejerce un empleo pleno. La tasa de desempleo que enfrentan las mujeres es de 7,2%, mientras que para los hombres es de 4,8%. En la Enemdu también se pone en evidencia que, de enero a marzo de 2021, el ingreso laboral de una mujer con empleo fue de USD 328. Para los hombres, en cambio, fue de USD 372.

Ely ya no está sola. Ahora, la acompañan mujeres poderosas que, como ella, quieren alistar vuelo para seguir avanzando. Orgullosa, muestra cada espacio de la Casa de las Mujeres de Frente donde funciona un comedor popular, un espacio para niños y niñas donde cuelgan sus dibujos en las paredes y bosquejan sus sueños. Son cinco pisos que se fortalecen con talleres de costura, formación política y reuniones de planificación e investigación. Es un edificio enclavado en el Centro Histórico donde se reencuentran las mujeres para juntas velar por sus derechos.

Varias de las mujeres que participan del taller de costura en La Casa de las Mujeres de Frente. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

Ella quiere a sus compañeras. Con una sonrisa enmarcada en el rostro cuenta que uno de sus sueños es que Mujeres de Frente tenga su propia marca de ropa y trabajan en conjunto para que suceda. Las máquinas de costura, donde cada una desarrolla su experticia, también son la esperanza: son sus manos, que construyen prendas y mascarillas quirúrgicas, las que significan también su progreso y las venden para conseguir recursos. Piensan ahora en la confección de vestidos y en prendas como kimonos que alivian el calor de la capital cuando el sol quema.

Díptico: Detalle de las mascarillas que realizan en el taller de costura. / Detalle de una vela y una mazorca de maíz. Mayo 2021. Karen Toro

Subimos a la terraza de la Casa y la vista, desde arriba, nos da sorpresas. Observamos los edificios antiguos que han sido testigos de la resistencia popular y a las personas que parecen hormigas caminando por las calles laberínticas del Centro, cada una con su propia historia, con sus propios dolores y alegrías.

Karen prepara su cámara y Ely está algo nerviosa, pero cuando suena el ‘click’ todo cambia. No le intimida el lente, mira al horizonte, sonríe, lo disfruta. Karen la alienta y Ely confía en ella. Sus años en la cárcel no la definen, sino su lucha por transformar sus condiciones de vida. Bajamos y nos sentamos con un mural de fondo que representa el espíritu del colectivo: mujeres indígenas, afrodescendientes, mestizas, cholas blanqueadas y mujeres LBTIQ que van de frente hacia la vida.

Cuando conocí a Ely, en febrero de 2021, esta crónica iba a ser escrita con una protagonista anónima. Ahora estamos en las alturas de la ciudad donde su rostro, su nombre y su historia son el centro.

Ely, ¿por qué decidiste mostrar tu rostro?

—Quiero demostrar que sí se puede. No creas que es fácil. Hay días en los que ya no me alcanza. Pero pienso en que ya no me falta comida, tengo mi casa y no me quejo. Yo valoro mi vida y las cosas que tengo. Quiero que vean que yo quiero cambiar, que de verdad lo estoy intentando. Ahora, yo sueño en grande.

Nos despedimos con un abrazo y Ely sigue su camino. Está enfocada en su nuevo camino pero, ¿qué sucede con aquellas personas que continúan privadas de la libertad solas, desprotegidas, sin apoyo y sin posibilidades de una vida digna?

Díptico: Retrato de Ely. / Detalle del mural de La Casa de las Mujeres. Mayo 2021. Foto: Karen Toro

El Estado sigue fallando y aquella masacre que se inició el 23 de febrero de 2021 es una evidencia más de las grietas abiertas en el sistema carcelario. Lenín Moreno dejó la presidencia de Ecuador en silencio, sin respuestas. Pero voces como las de Ely se fortalecen con la organización social. La Alianza contra las prisiones, de la que Mujeres de Frente también forma parte, nació a partir de la masacre de febrero, trágico capítulo histórico en Ecuador, para emprender acciones por los derechos humanos de las personas privadas de la libertad. Su meta es —como dicen— abrir caminos en los vacíos del discurso hegemónico que castiga la pobreza para justificar la falta de acción estatal.

La Fundación Regional para la Asesoría de Derechos Humanos (Inredh) interpuso una acción de protección con medidas cautelares en contra de ocho instituciones públicas por la falta de política pública integral de rehabilitación social en el país luego de la masacre. El 18 de marzo, el juez constitucional Ángel Mestanza aceptó el recurso legal que reconoce la vulneración de los derechos de las personas privadas de la libertad, que contemplan, según la Constitución, la rehabilitación, igualdad, no discriminación, salud, educación trabajo y seguridad penitenciaria. El magistrado, además, determinó siete medidas de reparación integral, entre ellas el desarrollo de una política pública integral en un plazo máximo de un año.

Pamela Chiriboga, coordinadora jurídica de Inredh, cuenta que la organización solicitó información a Presidencia de la República sobre el cumplimiento de las medidas antes del cambio de administración gubernamental. Sin embargo, aún no hay una respuesta clara sobre los avances. “La Presidencia decidió derivarlo al SNAI para no hacerse responsable de la obligación, pese a que es la institución que debería hacerse cargo”, cuestiona.

El tiempo corre para el nuevo Gobierno del neoliberal conservador Guillermo Lasso y en marzo de 2022 se conocerá si el Estado nuevamente ha decidido abandonar a miles de vidas hacinadas en las cárceles.

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Autoras

Karol E. Noroña

(Ecuador, 1994). Periodista andina. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, las familias que reclaman justicia, los delitos vinculados al crimen organizado en el país y la lucha de quienes no dejan de buscar a sus desaparecidos ante la inoperancia estatal.