Skip to main content
Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Cristina Mancero

“Tú has venido a la orilla”

Aunque sabía que me gustaban las chicas, reprimí ese gusto desde niña. No estaba “bien”, no era “correcto” ni “sano”. Así me educaron. Crecí confundida, ocultando algo que latía con fuerza, pero a lo que yo obligaba a debilitarse. Fue alrededor de los 25 años que empecé a aceptar que, sí, en efecto, me atraían las mujeres. O más precisamente: que me podía enamorar de una mujer.

Mi mamá, una mujer extremadamente católica, nos colocaba, a mí y a mis hermanxs, rosarios alrededor de los cuellos y nos sentaba a rezar frente a un cuadro inmenso de Jesús que agarraba su propio corazón con las manos. Nosotrxs éramos aún pequeñxs (entre seis y diez años), y ese Jesús nos parecía descomunal. Crecimos con mucha culpa, mucho miedo, mucha oscuridad a causa de esa práctica religiosa. Crecimos con el pescador de hombres como música de fondo (un tema musical muy feo, con el respeto de sus compositores). En ese contexto, pues, pensar sobre formas fuera de la heterosexualidad, sobre identidades consideradas “anormales” e “inmorales”, era simplemente imposible. Hablar sobre ello, impensable.

Cuando tuve mi primera “relación lésbica seria”, mi mamá me interrogó en su cuarto, con el Jesús mirándome desde el cuadro, el corazón agarrado entre sus manos. ¿Qué tienes con esa chica?, me preguntó. Esa chica es mi pareja, le respondí. Estás en un momento de mucha confusión, me dijo. No. No estoy confundida. Estoy, más bien, enamorada, le aseguré. ¡No puedo creer esto, Jesús santísimo!, exclamó con angustia. Y luego sentenció: Eres igual o peor que un criminal, que un pedófilo, que una prostituta, que un narcotraficante. Y te irás al infierno. La biblia lo dice: los pecadores no entran al reino de los cielos. Te vas a ir al infierno a menos de que recapacites.

Cristina Mancero y su mano fuerte. Foto: Karen Toro

Acostumbrada un poco ya al discurso castigador religioso, ese golpe no fue tan duro, aunque sí me dejó pensando en la categorización de “criminales” y ese desorientado popurrí entre pedofilia y prostitución. El golpe más fuerte vino cuando, a continuación, me dijo que esa chica (a quien yo consideraba mi pareja, y a quien mi madre consideraba el mismísimo satanás con acento limeño) no pisaría esa casa nunca más. Siendo consecuente con el amor romántico, tuve que decirle que si ella (mi pareja, su satanás) no pisaba esa casa, yo tampoco lo haría. Y en efecto, así fue. Por un largo tiempo. 

En definitiva: no viví la criminalización por parte del Estado –por ser la lesbiana que soy–, pero sí aquella por parte de mi madre. Mi madre que, aún hoy, no logra aceptar mi lesbianismo. Hace intentos, pero no logra entender que así como sus hijxs heterosexuales se han enamorado y han construido relaciones, yo he hecho lo mismo, solo que no con el binario hombre-mujer (el único válido para ella, y para aún gran parte de la sociedad). En el fondo, creo que mi madre ruega que pronto se me pase esta “fase” de desatino, enredo, turbación. Esta “fase a la deriva” que ha durado ya más de veinte años. Esta “fase confundida” que, en realidad, tiene su horizonte bastante claro.

Retrato de Cristina Mancero. Foto: Karen Toro

Compartir

Autoras

Cristina Mancero

Estudió Cine Documental en la Universidad de Chile y Composición & Retórica en la Universidad de Louisville (Estados Unidos). Su interés se mueve entre temas de género, teorías de la discapacidad, poesía, cine documental y lengua de señas. Actualmente trabaja como freelance en el campo editorial y se dedica también a la fotografía. Ha publicado ensayos, poesía y cuentos en diferentes plataformas y antologías.