Tantas maneras de nombrar la justicia —no por las miles de lenguas de este planeta, sino por el tono y el volumen de los gritos que nos dicen de su necesidad imperiosa—, tantas de lastrar el significado común que se supone se ha forjado a lo largo de la historia. Pero también muchas maneras de reconstruirla para transformar esta realidad.
Con Bernarda Robles, Elizabeth Rodriguez, Kathy Garzón y Ruth Montenegro nos encontramos por Zoom. Intentamos conversar pero la virtualidad, el recién conocernos con dos de ellas, el estar lejos y la injusticia nos pone un poco tensas. No es para menos, para la mayoría están en pie procesos penales e investigaciones para que no queden en la impunidad ciertos delitos, delitos que se han vuelto el día a día de las mujeres cis y trans en Ecuador y Latinoamérica.
Mientras los puntos que nos convocan pasan, nuestras distintas posiciones y experiencias salen a flote. No hay un consenso, no lo buscamos porque sabemos que las vivencias y las exigencias son tan distintas que pretender un solo concepto de justicia sería errar, pero hay asuntos innegables. Y aquí es necesario hacer una pausa: Gabriela no habla por Bernarda, Elizabeth, Kathy ni Ruth, sus voces tienen materia, contundencia, tiempo y determinación propias; mi lugar, esta vez, es el de formular esa breve pero necesaria conversación que nos convocó.
Bernarda enfrentará, nuevamente, en menos de un mes, una audiencia para que Fernando M. se responsabilice de la violación de la que la hizo objeto en 2012. Nueve años de graves estragos para ella, en silencio, mientras ese hombre se aprovechaba de su reconocimiento artístico para aplanar su impunidad. Elizabeth, madre de Juliana Campoverde, joven que fue desaparecida a sus 19 años en 2012, todavía sigue buscando el cuerpo de su hija porque no es suficiente la sentencia condenatoria contra Jonathan Carrillo, pastor evangélico que la secuestró, asesinó y es uno de los líderes de la iglesia Oasis de Esperanza. Nueve años de procesos irregulares de la justicia formal, de revictimización, de inoperancia, nueve años de recordar a Juliana en las calles de Quito hasta que aparezca su cuerpo. Kathy, como acompañante de sobrevivientes de violencia sexual y también como sobreviviente, preparó estos días, junto a sus compañeras de la campaña Seremos Las Últimas, un plantón para que el dueño e instructor del Gimnasio Ecuador Alcides P. no reabra sus instalaciones, pues así muchas niñas y niños estarían expuestos a los abusos sexuales que este hombre cometió con al menos cinco mujeres cuando eran niñas. Ruth, madre de Valentina Cosíos Montenegro que tenía once años cuando fue encontrada muerta en la escuela Global del Ecuador en junio de 2016, hasta hace un par de semanas, asistió a una audiencia más que le dejó “un amargo sabor de boca”, porque el aparato judicial insiste en asuntos que impiden el proceso para responsabilizar a quien asesinó y agredió sexualmente a Valentina. Y este miércoles 23 de junio, Ruth junto a otras familiares sobrevivientes de violencia feminicida —quienes también se reúnen en la intervención pública #SonidosDeLaMemoria— y activistas feministas hicieron un plantón para que el Ministerio de Educación sepa —y lo saben— que con su inoperancia para cerrar definitivamente la escuela donde fue asesinada Valentina deja el camino abierto a más violencia y así encubren a posibles testigos y cómplices.
Feminicidios, desapariciones forzadas, agresiones sexuales como el incesto, el abuso sexual o la violación, transfeminicidios, explotación sexual de niñas, niños y adolescentes (la Oficina de Defensoría de los Derechos de la Infancia denunció junto a investigadores de la sociedad civil, a una presunta red que opera en escuelas y colegios de varios estados de la república mexicana, lugar desde el que escribo) y un largo etcétera. Esta es la violencia patriarcal de cada día que las sociedades en Latinoamérica niegan, evaden y que las instituciones alientan con la negligencia, la impunidad, el encubrimiento y la discriminación.
¿Qué es la justicia? Elizabeth, en sus palabras, “araña las entrañas” y nos dice que justicia sería que devuelvan a su hija Juliana Campoverde tal como se la llevaron. Para Ruth, tiene que ver con que tanto el sistema judicial y educativo acepten que Valentina Cosíos Montenegro fue víctima de un crimen. Y así como para Kathy y Bernarda, para todas la justicia tiene que ver con el reconocimiento social de la legitimidad de los testimonios; porque así ya no tendrían que pasar cinco, nueve, doce, veinte o más años para que en sus vidas concretas la reparación y las respuestas buscadas dejen de encontrar, a cada paso, un obstáculo.
Ruth es enfática: si Valentina hubiese sido hija de una madre y una familia con un capital estable en alguna cuenta bancaria, con un apellido de esos pocos que se reconocen como los dueños de las haciendas de un Ecuador no tan lejano, el caso de Valentina no significaría impunidad. La justicia, su acceso, su construcción y su exigencia también tiene que ver con un asunto de clase, así como con el género, la etnia, el color de piel y las discapacidades.
Visibilizar las violencias patriarcales y sus secuelas implica, ciertamente, hacer algo con eso; es decir, dejar la negación de que los sujetos que perpetran violencia extrema forman parte de un sistema que alienta relacionarse con las mujeres cis, trans y las personas no binarias como si fuésemos objetos. Reconocer también es identificar que estas violencias son parte de varias estructuras que nos oprimen y explotan. Reconocer es colocar las cosas donde corresponden, darles el lugar que merecen y nombrarlas: las violencias patriarcales recaen sobre los cuerpos de las mujeres cis, trans y las personas no binarias, pero sus ecos están en la precarización de nuestras vidas; entonces, esto nos compete a todas, todes y todos. Reconocer es recordar, es hacer memoria, es reparar. Reconocer fue el verbo que más repetimos en nuestra conversación y, claro, tiene todo que ver con la justicia que exigen Bernarda, Elizabeth, Kathy y Ruth, tiene todo que ver con la justicia que merecen las mujeres cis, trans, las personas no binarias, las mujeres indígenas, negras, las que tienen alguna discapacidad, incluyendo ciertos padecimientos de salud mental y de todas las diversidades.
Kathy insiste en que la justicia no está en un sistema institucional que revictimiza y aplaza las necesidades de víctimas y sobrevivientes. Para Kathy, Bernarda, Ruth y Elizabeth no puede haber justicia sin justicia social, sin reparación, porque las sentencias condenatorias —aunque necesarias en los casos de violencia extrema, como los que menciono— no detienen la maquinaria del horror, porque la cárcel también es la punta del iceberg que criminaliza la pobreza y estigmatiza a quienes, tras años de violencia estructural, siguen buscando oportunidades de vida por fuera de los delitos comunes —comunes porque el empobrecimiento está a la orden del día, como en la historia de Ely—. Es la justicia social la que permite que “el ciclo de la justicia”, como lo llama Bernarda, también signifique “reconstrucción” de la vida y del cuerpo de las sobrevivientes. Sin justicia social no hay manera de que se reconozca “la magnitud de la violencia”, como dice Ruth.
Hagamos otra pausa, por favor. Cerremos los ojos y vamos a uno de los actos que nos funda como especie. El primer grito que emite una criatura humana es para saber que hay alguien más en ese nuevo mundo al que ha llegado. El primer llanto es para saberse parte del mundo, sí, también será por el impacto de esa llegada, pero es para constatar con las otras voces y con un cuerpo caliente —que amamante o dé de comer, que reciba, que acoja— que tiene que haber un otro para continuar la existencia en el mundo que empieza a ser de la criatura. Nada está tan suelto en este mundo, aunque el capitalismo, el patriarcado y el racismo nieguen la interdependencia. Entonces, todas las personas tenemos que ver con la construcción de justicia.
Nuestro horizonte de justicia es uno en el que no se repitan más los hechos de violencia y que ahí estemos todas, todes y todos: que si vemos a una niña sola que no tiene para un pasaje de bus nos tomemos el tiempo de acompañarla y ver la manera de contactar a sus cuidadores; que si sabemos de un pastor-sacerdote-gurú-chamán-etc. abusador estemos más atentas con sus entornos, dejar de asistir a sus eventos y advertir a otras; que si una mujer denuncia a un tipo reconocido en algún círculo social validemos el testimonio de ella y escuchemos sus reclamos, sus necesidades. Y si eres parte de una organización y quieres acompañar a una víctima o sobreviviente primero revisa las relaciones jerárquicas que te atraviesan y no utilices su lucha, eso también es lastrar la justicia. Si un miembro de tu organización fue denunciado o denunciada genera mecanismos para proteger a la denunciante y a otras personas: la violencia es sistemática no es anecdótica, no es un desliz. Justicia es nombrar las cosas como son y hacer lo que corresponde.
El horizonte por venir, pero exigido, construido y buscado en el presente, es el de una justicia que no demore y en la que víctimas, sobrevivientes, entornos de cuidado y tejido social participemos activamente, reconociendo nuestras diferencias y, desde ahí, visibilizar, acompañar y escuchar. El día a día complejo es este en el que “el dolor de la destrucción”, como dice Bernarda, continúa con sus estragos frente al esfuerzo de sanarlos. Otro momento también podría ser las nuevas formas de justicia fuera del sistema penal, como la comunitaria o como el escrache (que merece otro espacio y más debate). Pero también hay otros tiempos y otras luces: la resistencia, la persistencia, el coraje y determinación de Bernarda, Elizabeth, Kathy, Ruth y todas quienes luchan por la justicia que necesitan las mujeres.