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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Pepita Machado Arévalo

Las mujeres monstruas de mi infancia

A mi madre y a mi abuela

En los años noventa, mi niñez, recuerdo la inquietante y aterrorizadora presencia de oscuros personajes en la portada de la revista Vistazo, de infaltable lectura en mi casa, sin censuras ni control parental: Juan Fernando Hermosa, el niño del terror, asesino en serie; el Monstruo de los Andes y Daniel Camargo, violadores, pederastas y asesinos en serie. Los monstruos masculinos –excepciones de una nutrida presencia de varones en la revista: políticos, artistas, deportistas e intelectuales– tenían su contrapunto en mujeres que aparecían en portada por ser hermosas: actrices, vedettes, modelos, primeras damas, reinas de belleza, novias y rara vez alguna periodista, deportista o política. Entre los monstruos masculinos y las bellezas femeninas estaba la vida poco retratada de los hombres y mujeres ecuatorianas comunes y corrientes. 

 Ese imaginario de los noventa también me trajo íconos que recuerdo con nitidez y sentimientos encontrados: las mujeres monstruos. Las mujeres malas. Las que fueron noticia precisamente por salirse de los moldes. Al contrario de la mayoría de mujeres que aparecieron como chicas Vistazo en las portadas, las mujeres malas no eran necesariamente bellas. ¿Cómo una mujer fea podría salir en Vistazo? Sus delitos, maldades o escándalos las llevaron a ser noticia: la primera, esposa; la segunda, madre y la tercera, hermana. Lorena Gallo, Luz María Endara, alias “Mama Lucha” y Elsa Bucaram protagonizaron durante años las noticias como monstruos femeninos.

Para aumentar y corregir una primera versión de este texto desempolvé en el estudio de mi padre las revistas Vistazo de los años noventa, reviví mi peculiar niñez y comprendí por qué mi mente dada al análisis y a la fantasía se convirtió, casi toda mi vida, en una compañía tortuosa. Me sorprendió (in)gratamente la lenta pero progresiva evolución de la comunicación, sobre todo desde la perspectiva del cubrimiento informativo de los sucesos relacionados con la vida de las mujeres. También me llamó la atención el contenido de las revistas, plagadas de “incorrecciones políticas” en términos actuales, que hoy serían francamente ilegales o severamente interpeladas. Cada dos páginas hay, sin motivo alguno, un cuerpo fragmentado de mujer, incluso desnudo, para vender cervezas, llantas o autos y rostros exhibidos de niñas, niños y adolescentes en situación de riesgo. Hoy en día han avanzado las nociones de protección a las infancias y las censuras por edad. Una niña de siete años, hoy, no leería Vistazo. Vistazo hoy, también, ha moderado su línea editorial. ¿No leer Vistazo a los siete u ocho años me hubiera ahorrado años de ansiedades, temores infundados y pensamientos catastróficos? ¿Sería la misma persona?

¿Por qué mi corazón sentía una particular atracción por las mujeres y sus historias? Esa atracción se volvía más intensa si estas mujeres no eran devotas madres de familia, primeras damas reposo-del-guerrero, guapísimas actrices, reinas o cantantes. Desde pequeña algo en mí rechazaba el sexismo, aún sin saber qué significaba. Era tal el doble parámetro sexista en la revista y sus entrevistas que, mientras Diego Oquendo se ufanaba de haber “conquistado” a su entonces esposa, a quien conoció a los 13 años, siendo él 37 años mayor para casarse con ella apenas cumplió 18; a Tania Tinoco le preguntaban insistentemente por qué no usaba el apellido de su esposo y por su peso. Ella respondía que era una periodista y no una actriz o cantante obligada a la belleza. Mientras Vito Muñoz decía, sobre su gusto por mujeres mucho más jóvenes, que “a gato viejo ratón tierno”; de Ximena Aulestia destacaban su belleza, más que su prestigiosa carrera como periodista en Colombia.

Entre beldades y mujeres pioneras estaban las mujeres malas. No tenían en común entre sí más que haber sido encasilladas en el tratamiento mediático y en una opinión pública deformada por el sensacionalismo como malvadas, con o sin motivo, a finales de los ochenta e inicios de los noventa, cuando aprendí a leer la crónica roja, el espectáculo rosa y el amarillismo geopolítico de Vistazo. 

El caso de Lorena Gallo, sobreviviente de violencia, es aparte, porque con los años se ha consolidado la convicción de su inocencia y el acto de cortarle el pene a su exmarido como legítima defensa por los años de maltrato. Sin embargo, los prejuicios y estereotipos sexistas, racistas y clasistas, en todo el mundo y particularmente en Estados Unidos, donde ocurrieron los hechos, la catalogaron en los años noventa como “castradora”, “perversa” y “loca”. Circularon dos versiones contrapuestas sobre los hechos que la hicieron tristemente célebre en todo el mundo: o se trataba de una mujer celosa, violenta e impulsiva que le cortó el pene a su marido cuando él la iba a dejar, o fue una víctima de años de crueles formas de violencia que ejerció su derecho a la defensa en un momento de impulso irresistible. 

Sobre Mama Lucha circulan varias leyendas que se resumen en dos imaginarios: el relato policial, estatal y de los grandes medios de comunicación que la estigmatizan como líder de una banda delincuencial dedicada a robos, extorsiones, cobros ilegales, ajustes de cuentas sangrientos y torturas a enemigos, incluida la propia policía; y, el relato popular e incluso mágico, de buena parte de las y los vendedores del Mercado de San Roque en Quito como madre protectora, lideresa popular, referente político y signo de abundancia, cuyo mausoleo es hoy un sitio de peregrinación y culto.

Elsa Bucaram, quien quizás es el personaje con menos matices, fue famosa por su ineptitud, caudillismo y corrupción como alcaldesa de Guayaquil de 1988 a 1991, catapultada por su dinastía familiar. Se denunció en su corto y agitado período la contratación de 4.000 pipones, la venta como chatarra y al peso de activos fijos municipales, la matanza en que se convirtió una humillante entrega de juguetes que tenían impreso el nombre de su hermano y del partido; y, el robo, al salir del Palacio Municipal, de sus mármoles de estilo renacentista y servicios higiénicos; entre otras atrocidades. Pero, como toda pionera, Elsa también vivió los avatares del sexismo, la violencia política y las exageradas críticas sobre su apariencia. No existió y no existe empacho en llamarla la mujer más fea del Ecuador. Pagó por sus actos con el autoexilio, períodos de muerte civil, política y juicios penales.

Varias investigadoras feministas en su momento denunciaron los imaginarios y estereotipos en los chismes, las conversaciones, la oralidad popular y los medios de comunicación hegemónicos de entonces (radio, televisión, prensa) desde una mirada crítica, pero este punto de vista no había permeado (no logra del todo hacerlo, aun ahora) la corriente principal de los enfoques y contenidos de los líderes de opinión a los que yo tuve acceso en mi infancia. Tuve ganas de revisar, en un acto personal de memoria y justicia, esta parte de la historia a la luz de esas miradas y de las reinterpretaciones y relecturas críticas posteriores para decir que el feminismo cambia completamente nuestras vidas, las de las niñas de clase popular y media que algunas fuimos, aunque aún no haya logrado transformarse la vida de todas las mujeres. 

En el caso de Lorena, para entender el infierno que vivió y cómo se hizo espectáculo, con crueldad y sensacionalismo, de un juicio de violencia que hubiera pasado desapercibido, como tantos otros, de no ser por el pene mutilado. En el caso de Luz María Endara porque su dureza, según sus palabras, fue la resistencia a los intentos de abuso sexual de la policía en su juventud y porque el relato construido en torno a su vida sigue estructurando una parte de la historia urbana, del sentimiento popular y de los prejuicios sobre los liderazgos fuertes de las mujeres en el país. Finalmente, tratándose de Elsa, siempre resulta de interés analizar las trayectorias de las mujeres pioneras y el papel que han cumplido, desde antes del establecimiento de las leyes de cuotas, los liderazgos femeninos, con frecuencia provisionales, accesorios y fugaces.

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La maldad de las mujeres

En la tradición judeocristiana hay una larga historia de misoginia, de defensa de las mujeres, y de pensamiento dicotómico que se traslada a la oposición masculino/femenino, atribuyendo a las mujeres las características consideradas inferiores, desde la misma anatomía femenina. La sexualidad femenina, la pérdida de sangre, el embarazo, los partos y la genitalidad de las mujeres se consideran impuros e inferiores, de hombres imperfectos e inacabados, con órganos que no han terminado de brotar. Françoise Héritier señala que se cree que las mujeres son peligrosas para los varones porque atacan su capacidad viril y su fuerza vital, pero en realidad son ellas las que corren verdaderos riesgos en sociedades patriarcales. 

Sobre la maldad hay que decir algunas cosas, primero, que los modelos virtuosos de mujer son relacionales, sin autonomía y en clave de servidumbre. Tenemos, por eso, la figura central de la Virgen María quien, siendo niña, renuncia a todo deseo mundano para que en su cuerpo se haga la voluntad de Dios. Concibe sin pecado y es sin pecado concebida. Representa la faz sacralizada y celebrada del ser mujer. Por contraste, las figuras de Eva y de María Magdalena encarnan la temida maldad femenina, la sexualidad, el parir con dolor (Judith Salgado, 2006). Eva expulsa a Adán del Paraíso por la curiosidad venenosa atribuida como defecto a las mujeres, es responsable de la desgracia de toda la humanidad, y María Magdalena representa a la mujer “perdida” pero victimizada y reivindicada por la condescendencia del patriarcado cristiano.

La maldad de las mujeres se ha construido en términos machistas, ha sido definida por otros. Delitos cometidos por mujeres como abortos, filicidios, abandonos y violencias hacia la niñez se vinculan con la capacidad reproductiva de las mujeres, con los roles domésticos y de cuidados asignados socialmente. Han tenido en la historia penal atenuantes y eximentes desde la concepción patriarcal del honor y menos por las condiciones de pobreza y abandono que frecuentemente las llevan a cometerlos o por la consideración social de niñas y niños como titulares autónomos de derechos y sus vidas como bienes jurídicos protegidos. 

Para el derecho penal contemporáneo, sin embargo, es más fácil reconocer los crímenes cometidos contra las mujeres (violencia por razones de género y feminicidio) como delitos, pues eran conductas normalizadas e impunes, que despenalizar los delitos feminizados por los que se encarcela a las mujeres, en un número ínfimo en relación con la población carcelaria masculina. Las “antisociales” y amenazas al orden son por lo general mujeres depauperadas, racializadas, extranjeras. En las cárceles casi la totalidad de las mujeres presas lo están por microtráfico de drogas. El círculo de criminalización de las mujeres las lleva a reincidir frecuentemente por motivos de sobrevivencia en infracciones que tienen móviles económicos, dado que el sistema no les ofrece rehabilitación ni posibilidades de autonomía. Hay pocas homicidas, que generalmente actuaron en defensa propia (Andrea Aguirre, 2010). 

Las que abortan y las filicidas comparten un contexto de pobreza, violencia y condición inerme frente a las fuerzas de la naturaleza (embarazos, partos, enfermedades, etc.) y de imposiciones sociales (discursos de género y sobre la maternidad, los modelos sexistas de relaciones afectivas, la corrupción y el abuso por parte de las autoridades, etc.) (Cristina Palomar-Verea y María Eugenia Suárez de Garay, 2007). Estas “maldades” están feminizadas.

¿Pero qué ocurre con otros tipos de maldad? Las mujeres todavía debemos cumplir estándares morales mucho más fuertes que los de los hombres. Nuestra “natural maldad” ha de ser reprimida siguiendo los mandatos de género de docilidad, servicio, dulzura, entrega y encierro en el espacio privado, como madres, cuidadoras y amas de casa. El exceso de normas de conducta escritas y no escritas para las mujeres produce que no sean infrecuentes la mentira porque una vida de verdad sería demasiado costosa de asumir socialmente; la envidia entre mujeres como resultado de las pocas oportunidades, referentes y espacios que nos deja el machismo y la utilización para delinquir por nuestra atribuida indefensión y presunción de menor peligrosidad por parte de fratrías masculinas. Como ha dicho Amelia Valcárcel sobre el derecho a la maldad “Las mujeres no estamos hechas de una pasta distinta al resto de la humanidad y lo que está bien, está bien para todos y todas, o no está para nadie.”

Françoise Héritier apunta el carácter biológico de la criminalidad femenina, tanto en la violencia ejercida hacia nosotras mismas (suicidio, histeria, convulsiones) como en la violencia física hacia otros o hacia hijas e hijos. Para ella: 

La mujer criminal es percibida como un desvío que muestra el aspecto oscuro de lo femenino. Independientemente del tipo de violencia, la idea del desvío de lo femenino también está presente en las mujeres que dejan de ser objetos de deseo y fecundos al llegar a la menopausia. […] El ejercicio de la violencia por parte de las mujeres es visto como la última transgresión de la frontera entre los sexos. En oposición a la violencia masculina, que se percibe como legítima (mantenimiento del orden doméstico o exterior, guerra, etc.), la violencia de las mujeres es considerada como la expresión del carácter animal y casi deshumanizado de su naturaleza, que explotaría si no fuera dominada por la acción masculina.

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Los años noventa en Ecuador

 En los años noventa el país vivía la convulsión de gobiernos corruptos y neoliberales, migraciones forzadas, la dignidad y resistencia del movimiento indígena, los destrozos humanos, naturales y económicos del Fenómeno de El Niño, la amenaza del Apocalipsis, las denuncias del ufólogo Rodríguez, el terror al chupacabras y al estigma del VIH/sida, cuando los perros poodle y las permanentes capilares estaban de última moda y Gerardo Mejía había triunfado en Estados Unidos. A finales de la década con la hiperinflación y el feriado bancario millones de familias lo perdieron todo y se tomó la más radical de las medidas monetarias, la dolarización. 

De manera incipiente las mujeres, más que irrumpir, aparecieron paulatinamente en espacios públicos, como políticas (Nina Pacari, Gloria Gallardo, Susana González, Alexandra Vela, Cecilia Calderón, Rosalía Arteaga, Cynthia Viteri, Juana Vallejo) como artistas (Patricia González, Silvana Ibarra, Hilda Murillo, una pequeña Pamela Cortés) como animadoras (Sonnia Villar, Luzmila Nicolalde) como presentadoras de noticias (María Isabel Crespo, Teresa Arboleda, Tania Tinoco, Ximena Aulestia, Maricarmen Rodríguez) como empresarias (Isabel Noboa, Joyce Ginatta), en la industria del espectáculo (Carla Salas, Marián Sabaté, Mariela Viteri), como juezas y “damas de hierro” (Mariana Yépez, Mariana Argudo, Ana Lucía Armijos) y en el mundo del deporte y de la cultura (Martha Fierro, Alicia Yánez, Larissa Marangoni).

La lista, por supuesto, no es exhaustiva, sino se refiere a las pocas mujeres que salían con frecuencia en medios de comunicación –no por ser reinas de belleza o primeras damas– o quizás a quienes yo recuerdo. En 1997, en la Asamblea Constituyente, de 100 asambleístas apenas 10 fueron mujeres, cifra que da cuenta de la infrarrepresentación femenina y del enclaustramiento de las mujeres en lo doméstico. 

Las mujeres ecuatorianas, mientras tanto, sobrevivían en medio de la pobreza, la desigualdad y la violencia los efectos de recortes presupuestarios, paquetazos, éxodos, apagones, hacinamientos, corrupción institucionalizada y abandonos estatales y familiares. Grupos feministas de clase media, urbanos, inspirados en las consignas de Beijing luchaban por poner en valor a las mujeres, denunciar las violencias y la desigualdad económica y sexual, a través de la incidencia internacional para definir las agendas legislativas y de política pública para el adelanto de las mujeres. En el ámbito político electoral fueron tiempos de escasa participación de “pioneras” quienes, aliadas a los grupos feministas, consiguieron la aprobación de las leyes de maternidad gratuita, de erradicación de la violencia y de amparo laboral o cuotas.

En 1995 la esmeraldeña Mónica Chalá, descendiente de una familia esclavizada que vino del África fue coronada como Miss Ecuador, la primera mujer negra en serlo. Su triunfo fue visto como el de “las minorías y de la raza negra”. En 1997 Rosalía Arteaga fue la primera presidenta de la historia de Ecuador, luego de la caída de Abdalá Bucaram, pero fue destituida a los pocos días como consecuencia de pactos patriarcales que la excluyeron de su legítimo derecho a la sucesión. En 1997 Nina Pacari fue la primera mujer indígena asambleísta, luego sería diputada, canciller y jueza constitucional. Estos hechos sin precedentes marcarían el ascenso, con traspiés, pero sin retorno, de las mujeres a la arena pública.  

Esta es una semblanza superficial y mínima sobre figuras de significaciones infinitas. A continuación, queridx lectorx, quiero reinterpretar la “maldad” de Lorena, Luz María y Elsa que no fueron reinas, ni destacaron por sus méritos profesionales, a partir de los postulados feministas y bajo la premisa de que las mujeres no debemos ser juzgadas más duramente que los hombres por los mismos hechos o que los crímenes específicamente “femeninos” son casi siempre el resultado de condiciones estructurales y atávicas de discriminación y modelos sexistas de relación. 

Lorena Gallo es una sobreviviente de violencia. Injustamente se le puso la etiqueta de mujer fatal por defender su vida. Tanto la desgracia como el prestigio de las mujeres frecuentemente se elaboran en relación con los hombres. Luz María Endara y Elsa Bucaram enfrentaron juicios penales y su fama “de malas” persiste. En el caso de ellas dos, aunque mujeres atípicas, fuertes y vistas como “machas” tuvieron a su servicio sendos grupos masculinos como fuerza de choque y brazo armado que las protegía por ser, en sus propias palabras, “unas damas” y por su ineludible “condición femenina”. En el caso de Mama Lucha fueron “Los chicos malos” y en el caso de Elsa “Los pepudos”.

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Lorena Gallo

Lorena Gallo. Ilustración: Pepa ilustradora

Han pasado casi treinta años desde 1993. Lorena Gallo, nacida en Bucay, emigró a Venezuela a los siete años. A los dieciséis fue de viaje a Estados Unidos y decidió que apostaría por el sueño americano. A los dieciocho años se instaló en Estados Unidos. Trabajaba como manicurista. Poco tiempo después conoció a quien sería su marido, John Bobbit, un exmarine encantador. A los diez meses de relación, después del matrimonio, la conducta de él cambió completamente. Empezó la violencia psicológica, física, patrimonial y sexual. La despreciaba en público y privado, era sádico con ella, la amenazaba con la deportación y la descalificaba por su acento, su nacionalidad, su fenotipo y su condición de mujer. 

En 1993, cansada de los maltratos, una noche en que él llegó borracho a las tres de la mañana, después de haber sido golpeada, aterrorizada y violada, Lorena tomó un cuchillo de la cocina y le cortó el pene al agresor. Parece que fue la primera vez que el nombre del Ecuador se escuchaba en el plano internacional. Lorena Bobbit –llamada así porque soportó dos juicios con el apellido de su marido– se convirtió en un ícono de perversidad femenina, de poder oscuro que encarnaba el terror universal a la vagina dentata, con el agravante de su nacionalidad subalterna, de inmigrante hispana en Estados Unidos. La llamaron “la castradora de Virginia” al presumirla culpable y después “la dolorosa de Bucay” cuando salieron a la luz los años de maltrato de que fue víctima entre los 19 y 23 años de edad.

Lorena fue, ya en su tiempo, un ícono de la discriminación contra la diáspora latinoamericana en Estados Unidos. Su caso fue el escándalo del siglo, no sólo en los tabloides sino en todos los medios de comunicación. Agrupaciones feministas de entonces la apoyaron y su historia aportó para elevar los estándares de la protección del derecho a una vida libre de violencias. Hasta entonces, la violencia contra las mujeres era excepcionalmente denunciable, no existían como hoy leyes, centros de atención especializados o casas de acogida. Lorena fue un ejemplo de mujer aislada, sola, sin redes de apoyo, que tomó, desesperada, “justicia por mano propia” por su múltiple condición de vulnerabilidad, su soledad, juventud, autoestima afectada, condición de trabajadora precaria y migrante. 

Hubo dos juicios: el primero por violación contra John Bobbit: el jurado lo declaró inocente y el segundo por la castración contra Lorena Gallo, que también fue absuelta por contundentes pruebas. Los testimonios de vecinxs y conocidxs, la preexistencia de denuncias de violencia atendidas y no atendidas por la policía, expedientes médicos de cuando la obligó a abortar, fotografías de las lesiones que sufría con frecuencia y peritajes de psiquiatras especialistas confirmaron las crueldades de John contra Lorena, quien alegó en su defensa, de acuerdo con las leyes de entonces, “locura temporal” e “impulso irresistible” como eximente por la lesión. Una vez confirmada su inocencia fue enviada a un hospital psiquiátrico durante 45 días para evaluar su salud mental.

Según especialistas, Lorena sufría de síndrome de la mujer maltratada, una forma de estrés postraumático parecido al que experimentan sobrevivientes de holocaustos y guerras. Este síndrome produce ansiedad, depresión y episodios psicóticos, baja autoestima, disociación, visión de túnel y vínculo traumático con el agresor. Su caso fue ilustrativo del círculo, la escalada y la adaptación paradójica a la violencia. Esto explica que los maltratos duraron años, se intensificaron en crueldad y que ella se sintió incapaz de abandonar la relación, porque él la amenazaba con deportarla y con matarla si lo hacía. Ella se sentía indefensa, sin salida, avergonzada de pedir ayuda y creía, en momentos de reconciliación, que él podría cambiar, hasta que el terror y la necesidad de salvar su vida la llevaron a la castración como única forma de detener lo que más daño le hacía: los abusos sexuales y el sadismo de John.

El caso de Lorena no tardó en dividir a la opinión pública y a ser el campo de batalla de una “guerra de los sexos”. Por una parte, la defensa hacía notar que Lorena era una mujer pequeña, delicada e ingenua, lejos del estereotipo de “latina caliente”, mentirosa, impulsiva y manipuladora con que la estigmatizaron en el primer juicio. Resultaba que la vida de Lorena, en peligro, era mucho menos valiosa que el pene de su marido, pues, si llegaba a ser asesinada el caso no hubiese sido mediático. El humor “políticamente incorrecto” de los años noventa hacía mofa de la tragedia de Lorena, exhibiendo su intimidad desde el sensacionalismo más burdo. Mujeres famosas como Whoopi Goldberg celebraban que luego de milenios de maltrato, el acto de Lorena por fin había logrado equilibrar la balanza y que por primera vez los abusadores del país “de las libertades” estaban asustados, porque ella se había atrevido a hacer algo que muchas deseaban, pero no podían y ni siquiera como castigo por infidelidades, como se quería vender, sino por autodefensa, para prevenir nuevos ataques.

Se dijo, en los medios de entonces, que “los hombres tendrán que dormir boca abajo”. Se organizaron colectas públicas con penes gigantes y mujeres en topless para la reconstrucción del pene de John. Él lucró de la tragedia convirtiéndose en actor porno y protagonizó, en adelante, nuevos incidentes delictivos incluidas agresiones sexuales y físicas hacia sus nuevas parejas. Para Patricia Ramos:

La mayoría de publicaciones utilizó un enfoque sensacionalista y sexista, donde además del relato de maltratos, se destacaban las alusiones sexuales relativas a la masculinidad del agresor emasculado y mostraban a una agredida con amenaza de castigo (juicio) por atacar el símbolo de virilidad de su pareja. […] con el caso de Lorena se inauguró la discusión pública de la violencia de género y de las emigraciones internacionales (2010).

De hecho, grupos feministas y migrantes latinoamericanxs la respaldaron durante el juicio, creyeron en su inocencia y demostraron su apoyo. Lorena lxs representaba como mujer y como latina. Los estigmas e imaginarios de la “mujer latina” pesaron mucho, se decía que en América del Sur debía ser frecuente la castración y que esto jamás se había visto en Estados Unidos. La revictimización fue constante; también se retrató a Lorena de manera lastimera y condescendiente como “migrante ecuatoriana que si era condenada su sueño americano se iría al traste”, idea que se profundizó en la versión de John que presentaba la relación como “truculenta, azarosa y apasionada” y a ella como una esposa interesada que consiguió papeles, dinero y fama a expensas de él. 

Así, “los comentarios machistas oscurecieron la situación de las mujeres víctimas de violencia que viven en el extranjero y privilegiaron una masculinidad falocéntrica, viril y reproductora divinizada” (Ramos, 2010). Lorena fue tachada de “zorra loca”, ex que busca revancha por la amenaza de ser abandonada y la compararon incluso con Dalila  –el personaje bíblico– “intelectuales” y columnistas ecuatorianos, sin ocultar su misoginia.

Las voces feministas lamentaron el enfoque sensacionalista que se dio al cubrimiento informativo de esta historia, pero sus canales de difusión fueron escasos. Sin embargo, el caso de Lorena asentó importantes precedentes, como la necesidad de leyes específicas contra la violencia “doméstica” –que en realidad es violencia de género ejercida contra las mujeres–, y el reconocimiento judicial del síndrome de la mujer maltratada y del estrés postraumático. El caso nutrió la reflexión feminista sobre la legítima defensa y la criminalidad de las mujeres. Se hizo evidente la inercia estatal ante las constantes denuncias de violencia que no fueron debidamente atendidas, investigadas ni los derechos de la afectada reconocidos y restituidos y se vio la necesidad de medidas de atención y reparación como redes de soporte, grupos de apoyo entre mujeres, servicios psicológicos, de autonomía económica y de acogida para evitar que las víctimas se expongan a mayores riesgos al gestionar su resistencia ante la violencia. Se constató que cuando las mujeres deciden abandonar al agresor o lo denuncian aumenta el riesgo de muerte.

El legado de Lorena es inconmensurable, a pesar de los costos para ella. Hoy en día es agente inmobiliaria y peluquera en un salón de belleza, presidenta de la organización Lorena’s Red Wagon, que recauda fondos para mujeres maltratadas y voluntaria en un refugio para víctimas de violencia al norte de Virginia. Corta el cabello, da consejos a las mujeres, apoyo moral y contención emocional porque las entiende: pasó por lo mismo que ellas y vive para contarlo. Gracias por tanto, Lorena.

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Luz María Endara

Luz María Endara “Mama Lucha”. Ilustración: Pepa ilustradora

En un documental que la evoca, Luz María Endara se enfrenta a uno de los múltiples juicios en su contra. Se baja de una camioneta custodiada por agentes del Grupo de Operaciones Especiales – GOE. Viste un soberano abrigo de piel, joyas de oro y perlas, y decenas de simpatizantes la abrazan, aplauden, lanzan vítores y exhiben carteles de apoyo con las leyendas “Libertad para Luz María”, “Luz María inocente”. Dice, en su intervención, que tiene su mente tranquila y despejada, que es una pobre señora que jamás ha cometido un delito: “mi gente me clama, me llora, me reclama porque he sido una dama correcta, digna”. Concluida la audiencia, sus seguidores insultan a la fiscal encargada del caso y la amenazan, mientras Luz María bebe, tranquila, un vaso de Güitig con su staff de defensorxs, en el pasillo judicial.

Luz María Endara, llamada “la Al Capone Andina”, pasó a la historia con la imagen de mujer malísima, con inmenso poder en los mercados quiteños y en su fase amable fue vista como una mujer aguerrida y pionera, con vínculos políticos. No es secreto en Ecuador que hay mujeres muy poderosas y airadas que ponen y sacan alcaldes, prefectos y presidentes. Son el poder de la movilización de las masas que comercian en y concurren a los mercados populares. Mama Lucha, sin embargo, también es añorada como una mujer maternal, que ayudaba a la gente más desfavorecida de su entorno; y una madre amante que, abnegada, lo hizo todo por sus hijos. Wikipedia dice respecto de “Doña Luchita”, mote cariñoso, lo siguiente:

En su juventud, por los años cincuenta, en la cantina de su madre, en Imbabura, comprendió que podía influir sutil o brutalmente en las personas, cuando usaba sus contactos con los policías que acudían a la cantina, para por medio de ellos intervenir en la liberación de la cárcel a los clientes conflictivos. Comenzó a influir dentro de los juzgados bajo la tutela de abogados. Aprendiendo de leyes consiguió resultados a su favor, ya sea mediante el terror como por medio de regalos. Allí cobraba a los vendedores por ocupar sus puestos en los Mercados de Quito. Con el argumento de protegerlos de la delincuencia, revendía puestos por los que el Municipio cobraba trescientos sucres a diez mil sucres. Era contratada para cobrar deudas, y todo esto lo realizaba con familiares conocidos como la banda de Los chicos malos.

Para Eduardo Kingman (2012) “Luz María Endara más conocida como la ‘Mama Lucha’, es un personaje tenebroso en el que se encarna buena parte del imaginario del miedo. Este permite construir una zona indefinida o de indefinición entre el comercio informal y las actividades ilícitas consideradas de ‘bajo rango’ en la medida que se conectan de manera directa con la vida y la cultura popular.” Para Jonathan Salas (2019) autor de una entrañable semblanza sobre los relatos populares construidos en torno al personaje, Luz María fue una mujer “robusta, de cabello corto y de mirada contundente”. Líder indiscutible, para unos, criminal y para otros, santa, fue símbolo de protección y abundancia, al igual que muchos de los personajes históricos que despiertan pasiones, con sus luces y sombras. 

Un amplio reportaje de Vistazo de 1996 retrata a Luz María como la versión moderna y local de la mafia ítalonorteamericana de los años 20. Nacida en 1934 registraba, a sus 61 años, 15 detenciones por cachinería, estafa y complicidad de estruchantes. Vinculada con jueces, policías y políticos, conseguía votos en los mercados para los candidatos. Fue hospitalizada por tres puñaladas propinadas por el hijo de una de sus víctimas, a cuyo padre sus secuaces, horas después, en venganza, asesinaron a puñaladas. Su negocio consistía en el cobro ilegal de tasas a vendedores ambulantes, las “tasaslucha”, extendido por todos los mercados de Quito, recaudando hasta 75 millones de sucres mensuales. Esta gestión ilegal la encubría con el membrete de “Asociación de vendedores de la calle Calvas del Mercado El Camal”, que presidió. Si un socio se portaba mal, no pagaba o hacía escándalo, lo suspendían por dos o tres días y si reincidía lo amenazaban y le quitaban sus productos. En un túnel ubicado en el corazón de El Panecillo torturaban a sus enemigos o deudores (Revista Vistazo, Número 683, febrero 8 de 1996). 

En una edición posterior, Vistazo recoge las palabras de Luz María; en defensa propia y contra las acusaciones, presentándose como víctima de violencia policial:

¡Yo soy la señora Luz María Endara, y a mí, mis hijos me dicen de cariño Mama Lucha, Mamita Luci y no me puede venir a decir así cualquier cojudo como sacan en todo lado! Trabajé con el doctor Víctor Toro Espinosa por el lapso de veinte años. El doctor me pagaba 300.000 sucres mensuales. Me mandaba a dejar y a traer los escritos como mensajera. En ese entonces, cuando iba a dejar los escritos al ahora OID, me conoció el que ahora está de comandante general. La policía una vez me hizo daño. Es bastante vergonzoso porque soy una señora que merezco respeto y consideración, pero cuando yo fui una señorita, los señores agentes querían que sea carne de ellos. Venían los agentes, acusaban a mi marido de comprar un radio robado y yo como era bien puesta, bien parada, le cogí a uno: “–¡Ve h.d.p.! –cachetadas- ¿qué te está pasando?” Después me agarraban y me llevaban presa, igual a mi marido. Los señores policías dicen que tengo una ficha así. Preferible que tenga una ficha como la que me han puesto antes que la ficha de ir a dormir con estos sinvergüenzas. Todos los oficiales que me llevaban presa querían investigarme a la medianoche. Les decía que la investigación era a horas laborables. Lograba la libertad y venían a buscarme expresamente para conseguir lo que ellos querían.

Tengo mi negocio de comerciante. Vendo mercadería que traigo de Guayaquil e Ipiales: suéteres, aretes, cobijas, cubrecamas, choclos, parasoles, alfombras, planchas, cassettes, juguetes. Vendo un poco más caro y doy a plazos. Compro un quintal de almeja en 20.000 sucres, cocino en una olla grande y saco 100 mil. Tengo mi mediagüita en San Roque y mediaguas en El Panecillo, de herencias de mi mamá. No he hecho construir un túnel, como dicen. Dicen que soy millonaria y no es así. Los policías ganan su mensual. Tienen 3 y 4 casas, 4, 6 y 8 mujeres y eso no ven, no dicen nada. Lo que uno tiene hacen bomba. Yo he ayudado con dinero y servicios a la policía. Han visto cómo he salido adelante y esa es la pura envidia que me tiene la policía. Mis fotos bailando con Fabián Alarcón y Gustavo Herdoíza me las tomaron cuando fui dirigente, en las fiestas de El Panecillo (Vistazo No. 684, 23 de febrero de 1996).

En las palabras de Luz María destaca una conciencia sobre la violencia estructural y policial como factores que empujan a las mujeres a reaccionar y nombrar la violencia, a no “vivir la violencia desnuda”, como diría Yolanda Segura. También luce una conciencia de género al exponer el doble parámetro sexista con que se la juzga a ella y a los policías. Incluso si este discurso fue utilizado como mero alegato de autodefensa, lleva razones. Las mujeres fuertes y masculinizadas, “luchonas”, son, muchas veces, en sociedades latinoamericanas, el correlato de varones violentos, ausentes, alcohólicos o dependientes económicamente y de estados omisivos. 

En la investigación de Jonathan Salas (2019), en palabras de allegados, los medios de comunicación y ciertas personas empañaron el nombre de su madre, una mujer dura y sus sobrinos, traviesos, pero también ejemplar y protectora de varios mercados, tranquila, colaboradora, respetada y sociable. El cariño de la gente era consecuencia de su generosidad y empatía con los problemas de los sectores populares. Los cobros habrían servido para brindar seguridad y limpieza a los comerciantes. La tradición oral también destaca aspectos mágicos sobre Mama Lucha “una santa, una mujer que vive en nuestros corazones”, a juicio de una simpatizante del mercado. Devota y prioste en festividades religiosas, amante del tarot, supersticiosa y fumadora de habanos supo exactamente el día y la hora de su muerte. Sus funerales duraron tres días con sus noches (Salas, 2019). Murió en 2006, después de estar privada de la libertad por dos años.

Muchas de las comadres de Mama Lucha van en procesión a su tumba, un mausoleo de la familia Endara ubicado en el cementerio de San Diego en la ciudad de Quito, para rezar, pedirle favores o solo para persignarse ante su imagen o halagarla con la serenata de unos mariachis. Ella, según sus devotxs, hace favores aun muerta. Pero hay quienes dicen que son sus familiares quienes le piden suerte para sus fechorías (Salas, 2019) ¿Cómo saber la verdad? 

Mama Lucha fue una de las pocas lideresas cuya mala fama y veneración se las ganó ella misma, sin mediación masculina. No con poca frecuencia hizo un uso estratégico de su condición de mujer y anciana por la compasión de las autoridades y de sus fans. La impronta de su figura como líder es hasta tal punto simbólica que no es infrecuente que hasta hoy a una mujer fuerte la comparen con ella, siempre en un sentido negativo. La firmeza en las mujeres es transgresora y el poder ejercido por las mujeres sigue teniendo connotaciones familistas y subalternas, en actividades domésticas, delictivas de bajo rango y en sectores populares. El verdadero poder, el político, el de las grandes decisiones y los crímenes de cuello blanco siguen siendo de los hombres.

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Elsa Bucaram

Elsa Bucaram. Ilustradora: Pepa ilustradora

Elsa Bucaram, abogada, fue premio Contenta de la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Guayaquil; secretaria privada del expresidente Jaime Roldós, diputada por la provincia del Guayas, alcaldesa de Guayaquil, diputada nacional y vocal del Tribunal Supremo Electoral (TSE) por el populista Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE). Como primera mujer en asumir la alcaldía de Guayaquil en 1988, renunció en 1991, en una sesión del Concejo Cantonal sin terminar su período, alegando un quebranto de salud. Se le adjudicaron actos fraudulentos. Su administración municipal es recordada como particularmente inepta, corrupta y desatinada. Pertenece a una generación de mujeres consideradas pioneras y comparte con otras la característica del ingreso a la política por su origen familiar y por mediación masculina. Mientras fue alcaldesa se denunció que había permitido la contratación de 4.000 pipones[1] como supuestos funcionarios (Natacha Reyes-Salazar, 1999) y fue descrita por voces críticas feministas como la “expresión de la política viciada del caudillismo” y como el “caudillismo vestido de mujer” (Alexandra Ayala-Marín, 1990).

Hay una imagen de Elsita, como cariñosamente le llamó su hermano Abdalá, de pie con una montaña de kits navideños detrás. Fundas plásticas llenas de carros, muñecas y pelotas para entregarlas a las familias guayaquileñas. Elsa Bucaram aparece en un vídeo de la navidad del año 1989 lanzando juguetes por el balcón de la Alcaldía de Guayaquil. La nota televisiva dice lo siguiente: 

La alegría que reunió a las familias pobres de la ciudad de Guayaquil alrededor del Municipio no solo se empañó con las muertes que ocasionó este estilo de hacer política, sino que las propias fundas llenas de “juguetes” sólo contenían como punto clave una leyenda con letras grandes que decía “Abdalá”. Esta frase iba pintada en uno de los juguetes que llenaba la funda, la pelota en color amarillo con letras rojas, los colores del PRE. Sin lugar a dudas el cometido de entregar juguetes a cien mil niños se hizo realidad, cuatro cuadras al contorno del municipio se llenaron, una multitud asfixiante que causó las muertes y los destrozos ya mencionados: “Uno viene aquí porque necesita un juguete para sus hijos, si no uno no viniera a encontrar la muerte aquí. Quién le va a dar el voto así a ella. Nadie” decía una de las afectadas.

Ese episodio dejó como resultado varias muertes y heridxs. Elsa Bucaram, como tantas otras mujeres en la historia, obedecía a los dictados de la dinastía patriarcal de su familia. La feminización de la maldad en Elsa tiene esas estampas inquietantes, como aquella en que ingresa triunfal, con vestido, su icónica permanente afro y tacones, en los hombros del pepudo Alejo, a un mitin político. Era mujer y como tal, pensada para servir a la niñez desde el sillón de Olmedo. Un sillón rodeado de juguetes de plástico que ella, en un gesto que pensaría sensible y acaso maternal, arrojaría por la ventana con mortales resultados. Este hecho fue uno más de los graves actos de corrupción y crueldad denunciados en su administración, juzgada por las élites modernas, apoyada por sectores populares y caracterizada por un estilo ramplón y autoritario de gobierno.

Cuando Elsa renunció se habrían concentrado simpatizantes para impedirlo. Su hermano Abdalá Bucaram afirmó que “el pueblo, mi pueblo ama entrañablemente a mi hermana, por las obras que ella ha hecho por todos. Sin ella, Guayaquil volvería a ser una ciudad sucia, caótica”. Su gestión fue calificada de desastrosa, aunque debió en su momento enfrentar la alcaldía más conflictiva y grande del Ecuador. En el juicio penal que se inició en 1993 por la venta de chatarra consiguió el sobreseimiento definitivo en 1996, cuando su hermano Abdalá fue presidente de la República.

Elsa Bucaram fue una de las primeras alcaldesas del país. Persiste la vinculación de poder político con masculinidad hegemónica. Hoy, en 221 municipios solamente hay 18 alcaldesas. Analistas políticos de la época afirmaban que la elección de Elsa no obedeció tanto a su imagen personal como a su inserción en una familia con un liderazgo político determinado. ¿Guayaquil votó por Elsa Bucaram o por la familia Bucaram?

Elsa Bucaram se autoexilió en Panamá, en sus palabras para recuperarse de su salud, pero había un auto de llamamiento a plenario dictado por la Corte Suprema de Justicia con una orden de prisión. Hubo muchas versiones sobre su exilio: desde que estuvo internada en un convento a punto de convertirse en religiosa, que se había retirado a vivir en el campo, hasta que se llegó a casar con el único enamorado que se le conoció hasta el momento. A Panamá, Elsa habría llegado “sin dos reales”. Aquel país, refugio de la familia Bucaram, le había dado todo lo que el Ecuador le negó (Vistazo, julio de 1996).

Natalia Catalina León Galarza (2006), analizó las figuras femeninas del entorno simbólico de Abdalá Bucaram. Sobre Elsa Bucaram como exalcaldesa y exparlamentaria, escribe:

[…] entre los tres símbolos femeninos que rodean a Abdalá, probablemente ella constituya el ejemplo más cercano a la figura paradigmática de Eva Duarte de Perón: descollante, con gran capacidad de organización, apertura a la comunicación con los sectores populares y cierto carisma, pero sin amenazar la primacía del líder. La asimilación de Elsa a Eva Duarte es, evidentemente, muy relativa y está circunscrita a su papel político, pues Elsa, si bien tiene una capacidad de convocatoria en ciertos sectores sociales, no es una figura romántica que genere las emociones intensas que provocaba Evita. Tampoco le es extensiva la reputación de “ramera” con que las élites argentinas encarnizaron a Eva, pues Elsa, más bien, es percibida de manera “asexuada” por su energía y dureza, o aun “masculina”. […] Elsa cumple un papel de mediación y, de manera similar, simboliza la entrega al líder, al ser una suerte de prolongación de él, en el ámbito político, aunque no pueda aseverar que ella está entregada de manera absoluta, ya que mientras Eva renuncia a la presidencia en 1948, Elsa construye su alcaldía y disputa un cargo parlamentario. Tampoco a Elsa se le exige la entrega absoluta y la autonegación, pues, a la larga, los logros políticos de ella se inscriben también en la lógica de conquista familiar de trofeos políticos y capital simbólico (p. 168).

Su condición de mujer no necesariamente se tradujo en acciones favorables para las mujeres. Elsa votó en contra del mandato de alternabilidad en las listas pluripersonales para facilitar la paridad política cuando fue vocal del Tribunal Supremo Electoral (TSE) en 2007. A más de las críticas fundamentadas a su nefasta gestión ha sido juzgada desde parámetros sexistas por situaciones moralmente arbitrarias como su estado civil, su peso y su aspecto. “Una de las mujeres más feas del Ecuador”, “señorita de mediocridad obesa y falaz”, “a la vía asfaltada le salieron más cráteres que a la cara de Elsa ‘el macho’ Bucaram”, entre otros insultos, se le propinan hasta hoy. Aparece esporádicamente en cámaras, ya alejada de la política, defendiendo indignada y amenazante a su hermano de acusaciones.

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Despedida

La maldad femenina es inquietante. A veces es definida de acuerdo con reglas impuestas por el sistema patriarcal. Romper los mandatos de la feminidad estigmatiza a las mujeres como malas. Salirse de los moldes de la perfección femenina, con actos de emancipación y autodeterminación se sigue percibiendo como perverso. A veces la maldad femenina resulta de resistir la violencia estructural, económica, clasista, racista y patriarcal por parte de mujeres sin mayores opciones: con frecuencia son criminalizadas y encarceladas por infracciones menores o por delitos que cometieron obligadas o en defensa propia. A veces la maldad de las mujeres es inducida por los hombres que se han apropiado de sus vidas. Y otras veces las mujeres son realmente malas, pero su maldad es juzgada con más dureza que en el caso de los hombres o incluso ignorada por increíble, por estereotipos sexistas sobre las mujeres como incapaces de hacer el mal.

Elsa Bucaram y Mama Lucha fueron noticia y no eran guapas. Fueron noticia a pesar de no ser modelos, princesas, presentadoras de TV o reinas. Fueron noticia en los años 80-90, en que las mujeres no éramos generalmente noticia por malas, corruptas, mafiosas o criminales. Algo que han sido los hombres toda la vida y que en ellos queda como viveza criolla y que, en ciertos contextos, se aprecia, se festeja, se envidia. En ellas es monstruosidad y se castiga con el olvido, la crónica roja o la vindicta pública. 

Lorena Gallo es una sobreviviente. Hoy, documentales, podcasts y relecturas de la historia que la hizo famosa en los noventa van posicionando su versión. Su “maldad” fue la única salida en el reducido universo de posibilidades que tenía. De no haberlo hecho probablemente su exmarido la hubiese asesinado, quedando el crimen si no en la impunidad, en el olvido, como tantos otros feminicidios que entonces se interpretaban como crímenes pasionales y que hasta hace pocos años estaban justificados en las leyes como derecho de los hombres. Con Lorena se sintieron en los noventa identificadas muchas mujeres que la comprendieron, porque vivieron lo mismo; muchas feministas que ya habían sido educadas en la perspectiva de género, y, otras que fuimos niñas o mujeres adultas hemos debido desarmar los relatos patriarcales con los que la juzgamos, con los que se burlaron de ella y redujeron su vida de abusos al sensacionalismo falocéntrico e imperialista.

Estas tres mujeres “malas”, lo hayan sido, o no, constituyeron los referentes negativos en un espectro de mujeres retratadas en los medios de comunicación que obedeció a una dicotomía sexista. Las mujeres destacables eran las reinas de belleza, las madres, hermanas o esposas de los hombres públicos, los fragmentos de cuerpos de mujeres que se utilizaban para vender cervezas, llantas o la propia revista, o las mujeres monstruosas cuyas desgracias se ventilaban de manera ejemplarizadora para que el resto de mujeres no nos movamos de lo “decente” y de nuestras pocas posibilidades de acción; para que sigamos “volando mucho en un pedazo de cielo muy corto”, en palabras de Carmen Laforet.

Ojalá que las niñas que fuimos hubieran tenido referentes más amplios en los que proyectarse. Que las niñas de hoy tengan muchos modelos de feminidad y la posibilidad de nombrarse a sí mismas y de aprender de cómo las otras se nombran a sí mismas, no de cómo los medios de comunicación masculinos e indolentes retratan a su antojo a las mujeres. Ojalá que el regreso simbólico de los noventa con gobiernos neoliberales no nos devuelva también a un borrado de las mujeres y a los estereotipos más rancios, cuando tanto nos ha costado parecer un poquito más iguales. Y ojalá que no sigamos siendo retratadas solo como primeras damas, reinas de belleza, madres símbolos, o mujeres monstruas. En el caso de las últimas, algo conmovedor tienen ellas que mi corazón sabe, pero mi mente aún no.

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[1] Servidorxs públicos temporales que no cumplían con los requisitos para ocupar los distintos cargos y cuyos trabajos no eran resultado del mérito.


Bibliografía

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Autoras

Pepita Machado Arévalo

Pepita Machado Arévalo. Abogada y pintora con trayectoria en políticas públicas de género, derechos humanos y erradicación de violencia contra las mujeres. Integrante de la Coalición Nacional de Mujeres del Ecuador.