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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Karol E. Noroña

¿Cómo entender la masacre del 23 de febrero en las cárceles ecuatorianas?

Fotografía: Karen Toro. Parque Cultural Valparaíso, Ex-cárcel. Valparaíso -Chile. Noviembre de 2015.

Hacen vigilias, buscan noticias, mientras intentan animarse con un abrazo, y -con un nudo en la garganta- escriben consignas en los carteles que ahora comparten: “Sentenciados de la libertad, no sentenciados a muerte”, “¡No más muertes! También tienen derechos”. Son las letras de las familias de las personas privadas de la libertad en Ecuador que se plantan ante el Estado para exigir que el Gobierno garantice sus vidas, luego de una masacre sin precedentes que se inició el 23 de febrero del 2021. El Sistema de Nacional Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI) confirmó -hasta la tarde del sábado 27 de febrero- que la escala de violencia devino en el asesinato de al menos 79 hombres y 19 personas heridas en cuatro prisiones nacionales: la Cárcel Regional de Guayas, la Penitenciaría de Litoral, en Guayaquil, la cárcel de Turi, en Cuenca, y el Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi, en Latacunga. La población penitenciaria en esos centros representa el 70% del total de personas que cumplen una sentencia a escala nacional.

La primera reacción del presidente Lenín Moreno ante sus muertes fue argumentar que la violencia se debe a una “acción concertada de organizaciones criminales” y la vinculó directamente al ascenso del narcotráfico en el país. Lo mismo dijeron Patricio Pazmiño, ministro de Gobierno, y Edmundo Moncayo, director general de SNAI, y se ha instalado un Puesto de Mando Unificado, mientras las personas presas hacen un llamado desesperado de auxilio. No quieren violencia, no quieren más muertes en sus pabellones.

El discurso oficial se mantiene firme y el Gobierno no reconoce la crisis estructural del sistema penitenciario y la falta de políticas públicas para garantizar un proceso de rehabilitación digno para las personas privadas de la libertad, consideradas como un grupo de atención prioritaria en la Constitución. Son 38.693 presos y presas -pese a que la capacidad carcelaria solo puede abastecer a 29.897- quienes viven en 37 centros de privación de libertad y 11 centros para adolescentes infractores en medio de condiciones precarias: el hacinamiento carcelario alcanza el 29,42% (8.976 personas) hasta enero de este año en medio de una pandemia que agudizó no solo el aislamiento en los centros, sino que recrudeció la violencia intracarcelaria.

La Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos en Ecuador cuestiona la versión del Gobierno y afirma que la masacre “demuestra el fracaso por parte del Estado en su rol garante de derechos fundamentales frente a las personas privadas de libertad”. No es -como dice la versión oficial- una “disputa entre bandas”, sino que evidencia una negligencia profunda del modelo carcelario, reclama la coalición. Además, establece que son 81 las personas asesinadas frente al balance oficial del Gobierno, que registra 79.

En este diálogo de largo aliento con Andrea Aguirre, cofundadora de Mujeres de Frente, una organización feminista y antipenitenciaria que nació en la cárcel de mujeres de Quito en 2004 y que forma parte de la Alianza, profundizamos sobre cuáles son los vacíos estructurales del sistema penitenciario, la importancia de conocer quiénes son las personas que cumplen condenas a escala nacional y por qué el Estado es el principal responsable de la violencia en los centros carcelarios.

Comencemos con una radiografía estructural del sistema penitenciario en Ecuador: ¿Cómo entender la masacre en las cárceles? ¿Cómo se llegó a ese nivel de violencia?

Yo creo que es fundamental empezar comprendiendo algo que todo el mundo sabe, pero que curiosamente no se dice. El Estado castiga la pobreza; quienes están en prisión son -en términos generales- los sectores y las personas más empobrecidas de esta sociedad y que al entrar en prisión, se precariza su situación. De manera que, cuando salen de la cárcel, las oportunidades y posibilidades son, sin duda, menores, que aquellas que ya era precarísimas antes de su ingreso. Lejos de rehabilitar, la prisión reproduce la ilegalidad y también justifica la violencia penitenciaria contra los sectores más empobrecidos.

¿Cuál es la mayoría de la población penitenciaria y quiénes son las personas que la conforman?

Vamos a encontrar delitos menores contra la propiedad y delitos de microtráfico de drogas. No negamos que existen otros delitos como asesinatos, feminicidios, crimen organizado. Sin embargo, cuando vemos las inmensas mayorías, el grueso de los casi 40 000 presos y presas en este momento son pequeños infractores contra la propiedad y son precisamente los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico. Son las personas que los propios dueños de la droga consideran intercambiables, prescindibles. Y, en ese sentido, lo primero que debemos hacer como sociedad es reconocer quiénes están ahí, de qué barrios, de qué comunidades, de qué madres, de qué padres, de qué infancias, de qué problemáticas sociales provienen para entonces pensar en el horror del 23 de febrero. Debemos preguntarnos: ¿Quiénes son estos muertos?, ¿hijos de quiénes son estos muertos?, ¿de qué barrios vienen estos muertos?, ¿por qué están ahí?, ¿por qué las escenas que observamos?

Entonces, ¿a quiénes encarcela el Estado?

Lo que debemos entender -y esto es fundamental como primer elemento de esta radiografía- es que en las prisiones no están los delincuentes políticos, no están realmente los empresarios mafiosos, no están las élites de la burguesía legal e ilegal, no están quienes que no pueden pagar la justicia. Ahora, el Estado que encarcela la pobreza, ¿a qué condiciones de vida somete a estas personas?

Otro elemento imprescindible: el hacinamiento que supera el 25% -utilizo datos de la SNAI- después de que la Revolución Ciudadana construyera tres ciudades penitenciarias con capacidad de albergar a más de 10 000 personas presas quienes, pocos años después de su edificación, ya están hacinadas. Recordemos que las prisiones más grandes del país estaban en las ciudades y ahora están lejos de los centros poblados, de la visibilidad, de los vínculos humanos y organizativos, de las madres que aún lloran la muerte o la posible muerte de sus hijos sin poder hacer nada, sin poder tocarlos.

Sabemos también que existe una precariedad en la alimentación, hay agua contaminada, hay abandono. Vemos cómo las prisiones someten a esta población -empobrecida, encarcelada- a unas condiciones de producción de violencia.

¿Cómo no hacerte aunque sea un poco violento, en situaciones de tal violencia, en las que tienes que defenderte entre la vida y la muerte? Entonces, es importante entender que el Estado encarcela a los más pobres y los coloca en una situación de vida deshumanizante. Proteger la humanidad, es decir, mantenerse humanos es la gran lucha de la población penitenciaria.

¿Es el Estado responsable de la violencia?

Debemos comprender que es el Estado quien produce la violencia. Esa burguesía mafiosa -los dueños de la droga, de los negocios ilegales- hacen negocio con los cuerpos humanos. Ellos son como empresarios legales, pero son ilegales. No están sometidos al estado de derecho. Pero funcionan igual que cualquier negociante, que cualquier gran empresario.

Ahora, si es que el Estado encarcela a las personas empobrecidas, si es que la sociedad civil plantea argumentos como: “Que se maten ahí adentro porque me robaron un celular”, por ejemplo, nosotros y nosotras estamos entregando a nuestros hijos e hijas al empresariado mafioso. Creemos que lo que vimos el 23 de febrero no es un conflicto entre mafiosos como pretende decirnos el Estado-. Lo que vimos el 23 de febrero es una masacre, un asesinato de masas empobrecidas a cargo de mafiosos que logran controlar sus vidas, porque el Estado abandonó esa población a las mafias.

¿Las cárceles son espacios de rehabilitación para aquellas personas empobrecidas?

No. El planteamiento de que las prisiones son centros de rehabilitación supone que hay gente que tiene problemas de personalidad o que tiene comportamientos y hábitos criminales y lo que nosotras conocemos en carne propia y desde hace muchísimos años es que en las prisiones está una población empobrecida y esto es, además, insisto, un asunto que como sociedad conocemos. El problema es que no sabemos qué hacer con el empobrecimiento tan terrible y tan de masas que genera nuestra sociedad.

En ese sentido, nosotras insistimos, que el empobrecimiento no se rehabilita. Por tanto, las cárceles no tienen el objetivo de rehabilitar, sino que las cárceles tienen el objetivo de contener, de colocar a las personas más empobrecidas en situaciones tan difíciles que no puedan organizarse, que no puedan reclamar por sus derechos con los discursos de seguridad ciudadana, que el dolor que viven en las prisiones se convierte en algo merecido y legítimo.

Es fundamental entender que en las prisiones no están -me refiero en términos de masas- están personas con hábitos criminales, con problemas de personalidad, nuestra imagen del criminal en serie. En las prisiones están personas empobrecidas que han debido buscarse la vida en el abandono del Estado, en el empobrecimiento en las calles, de madres que igualmente han tenido que buscarse la vida como han podido: en el trabajo doméstico a destajo, en el pequeño robo, en el pequeño tráfico de drogas, en la venta ambulante en las calles, la inmensa mayoría de madres.

Entonces, volvemos a la pregunta: ¿Quiénes están en prisión? Y nosotras insistimos: están, mayoritariamente, personas empobrecidas y el empobrecimiento no se rehabilita.

El Gobierno extinguió el Ministerio de Justicia en 2018, luego, en 2019, se fundó la Secretaría de Derechos Humanos como su reemplazo, pero su labor ha sido cuestionada. Se habla de la ausencia de institucionalidad como uno de los ejes de degradación del sistema penitenciario, ¿qué hace falta?

Nosotras aquí sí que tenemos que señalar una paradoja aparente que los movimientos de izquierdas y feministas tenemos que denunciar y pensar, sobre todo, pensar. El período neoliberal nos heredó unas cárceles hacinadas, desorganizadas, por una lucha contra las drogas, que fue un mandato del gobierno norteamericano y que nos colocó en situación de guerra interna. No solo con la ilegalidad de las drogas, sino con el empobrecimiento masivo, con los policías en las calles y la intromisión de los militares. Nos llegó esa guerra y nos heredó una población de poco más de 8 000 personas porque no tenían más capacidad estructural.

El Gobierno de la Revolución Ciudadana (RC) hizo la mayor inversión que ha hecho este país -seguramente después de Gabriel García Moreno- en la construcción de ciudades penitenciarias. Nos dejó tres macro cárceles, alejadas de los centros poblados, con capacidad de albergar a alrededor de 10 000 personas, pero que ahora están hacinadas.

Esa misma ‘revolución’ nos heredó un población de casi 40 000 personas presas, nos dejó un Código Orgánico Integral Penal (COIP) que incrementa los años posibles de prisión y que hace punibles más cantidad de prácticas, un sistema de flagrancia que en menos de 24 horas puede tener una persona sentenciada y que por tanto castiga la pobreza según la raza, porque en este país la justicia es racista. Entonces, en ese sentido, debemos poner en cuestión la idea de cárceles más grandes y controladas.

Entonces, el legado de la Revolución Ciudadana fue…

La Revolución Ciudadana nos dejó un populismo penal y nos heredó una institucionalidad en la que es posible la masacre que vimos el 23 de febrero. Yo me atrevo a afirmar -y quizá mis compañeras están de acuerdo conmigo- que en el Expenal García Moreno esa masacre no hubiese sido posible. No de esa manera y no en esos términos. En el Expenal, que está enclavado en San Roque, teníamos tres días de visita. Las mujeres entraban y salían. Había negocios, entraba la mujer de la verdulería, la panadera, incluso ingresaban cd’s para venderse a diferencia de las cárceles actuales donde tú puedes encontrarte un cigarrillo por USD 10 o, según la información que tenemos, un pollo por hasta USD 80.  Aquel Expenal, aquel relajo en la mitad de la ciudad, nos permitía ver, humanizar y por tanto, era un espacio menos adecuado para una masacre como la que hemos visto. La RC nos deja tres enormes ciudades penitenciarias sin contacto humano, sin contacto comercial, con comercio al menudeo, con un contacto familiar ultra restringido.

Antes, las mujeres circulaban -y circulábamos- por el Expenal. Ahora, las mujeres tienen que ir a una visita íntima que se da en una celda. Ellas tienen que aguantar el cuerpo de aquellos hombres aislados, en situaciones precarias y, por tanto, ellas soportan en sus cuerpos una violencia que no había en contextos como el ExPenal, porque las mujeres, primero, hemos trabajado como familiares, como madres, como consortes, como esposas en bajar los niveles de violencia. Eso es lo que veíamos allí y, en este momento, justamente cuando las mujeres están afuera en las marchas reclamando y no pueden estar adentro de las prisiones, en esas visitas, lo que vemos es que se generan unos niveles de violencia que no habíamos conocido.

Paradójicamente, la RC creó las condiciones para la masacre y el neoliberalismo los mató. El neoliberalismo nos hereda 8 000 presos -más o menos- porque no tenía cabida para más. Ahora, tenemos 40 000 por el solo hecho de que sí caben. En el período neoliberal, la gente se imaginaba, incluso los funcionarios, personal de diagnóstico, las trabajadoras sociales, entre otras profesionales, maneras de sacar gente, de que respire el sistema, porque físicamente no cabían. Entonces, se idearon medidas como el año de madre, el jubileo de papa, el 2×1, la salida por buen comportamiento. Es decir, se buscaban maneras de airear la cárcel, porque físicamente no cabían más.

Nosotras sí creemos que -teniendo mucho cuidado con rozarnos con discursos neoliberales- debemos discutir la institucionalidad del control. En este momento, tienes en Turi -que es donde vimos los acontecimientos más dramáticos- una megaprisión con miles y miles de presos varones, todos aislados, en situaciones de precariedad. La RC entregó en bandeja de plata a nuestros jóvenes empobrecidos a las mafias. Y el descontrol neoliberal los mató. Tenemos que pensar, como feministas, en que necesitamos sistemas públicos, pero no sistemas de control. No se trata de entregarle a un José Serrano el control de las cárceles para que no haya masacres. Se trata de construir lo público con la sociedad civil, bajo su observación.

¿Cómo construir lo público? 

Necesitamos lo público en educación, en salud, en trabajo. Es decir, imagina las condiciones de las que hemos hablado: precariedad, agua contaminada y añádele el covid-19. Conocemos que el contagio del virus en las cárceles fue masiva -como está siendo afuera- y sabemos que el Estado no controla lo que está sucediendo. Es incapaz de hacer cercos epidemiológicos, las miserables vacunas que llegan, se distribuyen de manera corrupta. Piensa eso en contextos penitenciarios. Los niveles de estrés y de abandono a los que se somete a la población empobrecida convierten a estos hombres en carne de mafias. Yo insisto: los muertos de esta masacre son hombres empobrecidos -la mayoría por delitos menores contra la propiedad y delitos menores vinculados a droga. La mafia los mató porque el Estado los abandonó a su control.

Si es que tú preguntas por la vida cotidiana en las regionales descubres que no hay suficientes guías penitenciarios para controlar esa población (Nota de la Redacción: según data oficial, existe un déficit de 70% de guías penitenciarios) y se abre la pregunta de cómo se organiza la vida cotidiana: aseo, distribución de alimentos, de implementos de higiene, de cosas ilegales como celulares -que la gente necesita también para humanizar su vida- y la respuesta son los caporales. Aquello no significa que la población penitenciaria sea mafiosa, significa que el Estado se los entrega a esos caporales. Nosotras no podemos dejarnos llevar -como organizaciones feministas-, no podemos hacernos eco de los discursos de empresariado mafioso, de la burguesía mafiosa, ni podemos hacernos eco de los discursos del estado punitivo. Pero tampoco, del Estado de control. Oír hablar a Serrano y decir que lo que necesitamos es dotar a la policía, que lo que necesitamos es más control, a nosotras nos espanta. Sabemos que la guerra justamente está hecha por hombres que se disputan el control por la vía bélica. Entonces, tienes el empresariado mafioso, con su vía del sicariato hecho, además, de jóvenes descartables que pueden matar y morir en la impunidad, hecho de FF.AA., hecho de la Policía y ellos nos están diciendo que van a resolver el problema de la prisión de masas, de las personas empobrecidas en prisión.

Leemos todos los días comentarios que validan la violencia contra las personas privadas de la libertad ¿Qué nos está queriendo decir la sociedad civil? ¿Por qué parece que unas vidas importan y otras no?

La crisis que ahora estalla tiene que ser pensada de modo histórico y estructural. A partir de la década de 1980 experimentamos el desarrollo del neoliberalismo que implicó el proyecto de abandonar la sociedad a las lógicas del mercado: la liberalización económica, el recorte del estado de protección social que devino en el agrandamiento del estado penal.

Los efectos del neoliberalismo en Ecuador y en los países del sur fueron la migración de masa, es decir, la construcción de fuerza de trabajo barata, además de la edificación de una población superflua que ya no es requerida para empleos, que se busca la vida en las calles y que queda al margen de la economía formal. Esto implicó una precarización de la vida de las poblaciones del sur de manera intensa. Fue, además, un período en el que Estados Unidos hace un llamado a la lucha contra las drogas y que, en realidad, era un llamado de protección de su población consumidora en la acusación de nosotros. El sur como productor y, por tanto, abastecedores.

En 1990, el empobrecimiento en un país como el nuestro se intensificó no solo para las personas que terminaron en prisión, sino para los sectores medios y populares que debieron migrar, para las familias que se desestructuran, para quienes en masa quedan sin empleo y lo que implicó: la feminización de la pobreza, porque las mujeres fueron más empobrecidas durante el período neoliberal. Y ahí surge la pregunta: ¿Cómo gobernamos esa pobreza? Es justamente en este período en el que empiezan a levantarse los discursos de seguridad ciudadana y dicen que la sociedad está en riesgo, hay gente ajena a nuestra nación aun cuando sean ciudadanos nacionales. Esto empieza con León Febres Cordero pero se recrudece en la década de los 90 y se convierte en la vida cotidiana.

Y ahí viene la crónica roja y el discurso de los ‘delincuentes’, producto del neoliberalismo…

Se organiza la crónica roja de los medios de comunicación. Todos los días vemos un asesinato cruel, todos los días vemos un robo terrible. Es una crónica roja que no refleja lo que pasa en nuestra vida real porque elige mostrar lo más cruento. Es ahí cuando empieza a construirse un miedo a los que se llaman delincuentes. No es de hoy. Estos comentarios que vemos, tan crueles de los que llamamos la sociedad civil en los medios de comunicación, los que dicen “que se maten entre ellos, era de que piensen antes de robar un celular”. Y sí, te lo dicen así. Ese sentido de un ciudadano cruel y dispuesto a sacrificar a toda una parte de nuestra población con tal de mantener su paz social es un producto del periodo neoliberal que se vino construyendo desde Febres Cordero pero de manera intensiva a lo largo de la década de los 90 a escala regional. Pero esto no se lo inventó Ecuador. La seguridad ciudadana y la cero tolerancia la heredamos de EE.UU.

Es importante entender la destrucción de los vínculos éticos como una decisión de las clases medias que tienen miedo a los que llaman ‘delincuentes’ y que, por tanto, transforman su miedo en crueldad y dicen: “que se maten, que se mueran, que haya cadena perpetua, etc.”. Esta ciudadanía que convierte su miedo en crueldad es una ciudadanía hija de los medios de comunicación masiva, hija de la guerra contra el narcotráfico, hija del estado penal. Se ha cultivado de manera cotidiana, día a día en los medios de comunicación, en las políticas públicas por la seguridad y lo que sucede es que esta ciudadanía piensa que existe una ‘no ciudadanía’ -los llaman delincuentes y antisociales- cuya vida es prescindible y que no tendría derecho a la vida justamente para que la ciudadanía pueda garantizar la suya. Este es el Gobierno de la pobreza creada por el neoliberalismo.

Rafael Correa cambió el modelo, ¿qué lugar tuvo la Revolución Ciudadana?

Hubiésemos esperado un progresismo que pudiera identificar la pobreza, ya no solo en los sectores medios o populares en ascenso, sino que pudiera reconocer la pobreza ahí, donde están los infractores contra la propiedad, quienes hacen pequeñísimos negocios con drogas ilegales. Curiosamente en la primera parte del progresismo -y hasta el indulto del 2008 -se fue construyendo y ahí, como organizaciones trabajamos intensamente, un reconocimiento de que en los márgenes también había pobreza. No solamente en la madre trabajadora o quienes se habían quedado sin empleo, sino que también existía un empobrecimiento en quienes han sido llamados ‘marginales’ y que, además, debía ser objeto de nuestra responsabilidad. Eso se reflejó en ese indulto en el que nos lo jugamos a muerte y que efectivamente sacó de un golpe a más de 2.000 personas. Es fundamental saber que el indulto y esa excarcelación -que fue masiva- no tuvo ningún impacto en seguridad ciudadana. No se reportaron más crímenes, no se reportaron más delitos, simplemente salió esa población que venía de hacer pequeños negocios ilegales, delitos menores.

En 2010, la RC cambia de manera drástica su política. El propio Rafael Correa empieza una política contra los pequeños delincuentes contra la propiedad. En un famosísimo enlace, él habló de las mujeres embarazadas y afirmó: “se embarazan para delinquir y luego abortan porque saben que nuestro Código Penal las favorece. Ahora pagarán prisión y parirán en el Policlínico”. Sí, ahí caímos todas. Él decía que se acabó el “relajo” de arranche de aretes y celulares, y lo anunció con mucho desconocimiento, pero nunca hizo un discurso contra la mafia y comenzó un camino hacia un populismo punitivo que fue radical.

Serrano va al Ministerio de Gobierno y empieza la política de las y los más buscados, que es interesante porque intenta construir redes de acusación popular: ustedes lo delatan y nosotros lo recompensamos, que más allá de los crímenes concretos de los más buscados, es interesante mirar cómo el Gobierno impulsa una política de construcción en la que entre todos vamos a acabar con ‘la lacra’ y que finalmente, cuando lo dejas en manos del Estado, no sabes bien quién cae y quién no. Y empieza la construcción las macrocárceles, se realizan traslados que fueron crueles porque la gente fue llevada a centros penitenciarios que no habían sido terminados de edificar, de manera muy violenta, la gente pasó mucho miedo. Él, además, tomó tres presas políticas de las organizaciones feministas que estábamos acompañando y ahí empezó el argumento de las mafias y se habló de las cárceles socialistas, bajo una lectura en la que se debía vestir a todos con el mismo uniforme naranja, privar a todos de cosas personales que les distingan. Eso sería lo que imaginamos como cárceles socialistas. Se creó el ‘proyecto de vida’ -que nunca se materializó- según el cual con un tecnócrata organizabas una manera disciplinada de ser y hacer, teóricamente ibas a tener un salario que tenías que dárselo a tu familia, una parte para ti y otra parte para cuando salgas que fue un ideal de control que no lograron materializar, pero que daba cuenta de la tecnocracia pensando la rehabilitación como robotización. Pensando el socialismo como destrucción de la diferencia, pensando en el socialismo como una especie de igualdad plana.

¿Hubo alertas de lo que podría ocurrir?

Desde Mujeres de Frente planteamos que si se construían cárceles lejos, también se iba a construir más violencia porque los hombres solos y hacinados la producen. Ellos están en condiciones violentas que tienen un mandato de masculinidad que dice: “Amigo, usted tendrá que enfrentar esto como hombre y sin llorar”. Todo allí estaba cuajado. Entonces, los ciudadanos neoliberales hablan de la pena de muerte, los progresistas hablan de los ciudadanos que deben ser encerrados en sistemas de alto control, no de construcción de pensamiento crítico, no de compresión de la situación estructural de la que vienen.

¿Cómo revertir? ¿Cuáles son las medidas que deberían aplicarse de forma urgente para que la violencia cese?

Excarcelar de manera masiva e inmediata a aquellas personas que están encerradas por delitos tipificados como no graves, castigadas con menos de 5 años de prisión y que son delitos para los cuales el propio COIP prevé medidas alternativas como el trabajo comunitario, entre otras. Sería una medida urgente que implicaría hacerse cargo de un modo distinto del problema porque, claro, se abren preguntas sobre ¿qué pasa con el sistema de salud?, ¿qué pasa con el sistema de educación?, ¿qué pasa con el empleo?, etc.

Pero en lo inmediato -y es razonable lo que digo porque otros países han trabajado en un sentido similar- la excarcelación masiva de aquellos que se definen como delitos de pobreza sería una medida fundamental, es decir, son infracciones cuya mayoría es el tráfico menor de drogas en el caso de las mujeres o, delitos contra la propiedad no agravados, es decir, el robo de un radio, un celular. Es imprescindible hacerlo incluso para que la población que permanece en las cárceles pueda comprenderse y manejarse. Pero habrá que tener mucha voluntad política para hacerlo.

Hoy vemos una respuesta cruel frente a la crisis carcelaria, pero es importante entender la historia de la producción de esa crueldad. La ciudadanía ha tenido mucho tiempo para cultivarla y aquí llega un reto importante para el movimiento feminista: ¿cómo hablar de justicia sin crueldad?

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Autoras

Karol E. Noroña

(Ecuador, 1994). Periodista andina. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, las familias que reclaman justicia, los delitos vinculados al crimen organizado en el país y la lucha de quienes no dejan de buscar a sus desaparecidos ante la inoperancia estatal.