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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Casquivana

A mis hermanas

Ha pasado un largo tiempo y me resisto a hablar de esto, pero parece que las condiciones de vida nos obligan, nos presionan a decir algo, a no dejar que situaciones que asumimos como “normales”, porque a más de una nos ha pasado, sigan silenciadas y guardadas.

Varios años sentí vergüenza. Asumí que yo incentivé al hombre, que yo lo induje, que yo lo seduje. Y crecí pensando que hablar de ello me pondría ante el escarnio público:

– Miren, ahí va. La manosearon.

– Ahí va, pobrecita ella.

Y no pensaba esto porque me lo hayan contado, sino porque lo escuchaba, escuchaba como otras mujeres que pasaron por las manos de la violencia vivieron a la vez el estigma.

El estigma y el peso de ser una mujer que sobrevivió a una situación tan terrible como lo es la violencia sexual era una huella imborrable. El juzgar al agresor es algo que pocas veces ocurre, el escarnio público recae sobre la víctima, especialmente si somos mujeres.

En mi familia -y estoy segura que esa situación se repite en un sinnúmero de historias- era frecuente saber que una de mi primas, de mis abuelas, había vivido algún tipo de violencia sexual. Recuerdo que hace poco, hablando de la historia de las mujeres de la familia, supe que mi abuela vivió violencia sexual. Ella murió hace ya varios años, pero su muerte me dejó muchas interrogantes porque vivió una situación de salud muy compleja, por lo que ahora entiendo, tuvo que ver con la historia de violencia que tuvo que soportar -esa violencia que deja el estigma y al tiempo también deja huellas en el cuerpo-.

Ella fue víctima de violación por parte de un primo. Él abusó de mi abuela cuando era joven y su familia le repetía una y otra vez que ella no era mujer que mereciera respeto porque “él ya le había hecho suya”, “hasta has sido de él”. Esa situación me hizo entender lo terrible que es ser mujer en medio de esos secretos y silencios familiares, pero además me hizo ver el poder que tiene el “acto de violar”, el poder de apropiarse de un cuerpo y de una vida sin su permiso, su sin aprobación y sin su consentimiento.

Pero esta historia se hacía recurrente indagando y escuchando a más mujeres. Se contaban unas a otras sobre el padrastro cruel que había abusado de dos de sus nietas, y hasta había la sospecha que una de ellas se hubiese practicado un aborto.  ¿Quién se atrevería a culparla?, ¿Quién se atrevería a borrar lo que ella estaba viviendo en ese momento y a lo largo de su vida? Ella era apenas una adolescente y de eso no se habla; tanto no se habla que fue esa nieta la que tuvo que soportar el cuidado y atención a dicho hombre hasta que este muriera -¿compasión?. No lo creo. Es la injusticia y los silencios cómplices que han hecho carne en obligándonos a cuidar y perdonar, sin permitirnos sentir otras emociones necesarias y plenamente legítimas.

Supe desde muy pequeña lo que significaba vivir la violencia física. Y más tarde, a la edad de cuatro años, la violencia sexual. Fui víctima de dos agresores: uno, un tío político a mis 4 años. Y otro, a los 9 años, mi padre. La confusión de saber que se trata de alguien que te cuida y debería protegerte es algo inexplicable. Sentí culpa y anulé esos recuerdos por varios años, esperando que la realidad fuese ficción. Vivir en la violencia no es una situación sencilla y entenderla, mucho menos. Mi futuro fue cambiando porque encontré en el camino la posibilidad de ver otras formas de vivir la vida  y encontrar al feminismo. Sí, el feminismo me salvó la vida.

No pasé por un embarazo no deseado, no consentido y no querido. En medio de tanta podredumbre, puedo decir: “tuve suerte, no quedé embarazada como resultado de esas violaciones sistemáticas”, porque ser una niña viviendo la violencia, sin poder nombrarla y sin poder entenderla, ya era bastante como para someterme a un embarazo y, además, a una maternidad.

Durante estos años, me he cuestionado por qué las víctimas y sobrevivientes tenemos que contar la atrocidad sobre cómo fue vivir situaciones de violencia. La gente espera detalles escabrosos, detalles de la situación, de la persona, las condiciones e incluso de cómo estaba vestida, para aceptar qué tan verosímil es la historia, o tan solo, para alimentar el morbo de quien lee, escucha o ve la historia. Finalmente, para llegar al cuestionamiento: “¿por qué no avisaste?”, “¿por qué no dijiste nada?”. O  simplemente,  te miran con condescendencia (odio la condescendencia). Para que nos crean, las historias tienen que ser lo más lamentables, como si ya no fuera por sí misma la violencia algo lamentable.

La pandemia ha hecho de esta situación algo más complejo aún. La respuesta casi nula del Estado ecuatoriano para prevenir la violencia se ha vuelto más evidente, las condiciones sociales  nos han hecho vivir y convivir con ésta sin tener alternativas de escapatoria, no sólo por la desconfianza hacia el Estado, sino también porque mencionar que alguien cercano te está agrediendo no es fácil, y lo que la hace aún más difícil es que la palabra de las víctimas se pone en duda.

Hoy tengo cerca de 40 años, no me atrevo a poner mi nombre en esta carta porque lo peor que podría pasar es recibir llamadas o mensajes de solidaridad. Ha pasado ya mucho tiempo y  encontré mis propias herramientas para sobrevivir y dejar que esas emociones confusas de culpa se diluyeran. Guardo la esperanza que otras niñas sean cuidadas, acompañadas y que sus palabras sean creídas. Esa esperanza es la reparación que, mínimamente, deseo: la no repetición.

Después de tantos años de encontrar a otras mujeres que han pasado por algo similar, de acompañarnos, de romper el silencio y dejar de sentir culpa y responsabilidad, me reconozco finalmente como sobreviviente.

Hoy veo con rabia que este terruño ecuatoriano continúa guardando silencios sin entender la situación de quienes sobrevivimos. Recuerdo a Lucía (nombre protegido), ella fue víctima de violencia en Lago Agrio y decidió denunciar al agresor después de cerca de siete años. Era su hermano. Él está detenido, pero su familia la responsabilizó a ella por haberlo denunciado y haber “fragmentado” el núcleo familiar, en lugar de cuestionar a quien la agredió o cuestionarse como familia el no haberla podido cuidar. Así funciona la defensa de la familia y el encubrimiento de la violencia.

También recuerdo a Sofía (nombre protegido), quien tiene discapacidad intelectual y quedó embarazada a sus 12 años. A los 13 ya era madre. El agresor fue su padre. Hoy tiene 17 años y, por distintos medios, ella intenta volver a estudiar, pero no puede con la interrogante que le hacen frecuentemente “¿de quién es tu hijo?”.

La situación de quienes hemos vivido esta violencia en carne propia, en la piel, es distinta y no cabe en la imaginación. No cabe en la moral constreñida de quienes aún no entienden lo que significa el incesto a largo plazo. No cabe en las políticas públicas inexistentes para que estas historias no se repitan una y otra vez.

Hace unas semanas fue el operativo Querubín (paradójico que el nombre sea el ángel que está junto a Dios) que rescató a siete niñas y adolescentes víctimas de violencia sexual sistemática en Puerto Quito, un cantón que queda a dos horas de la capital ecuatoriana. Las vidas de estas niñas y adolescentes, quienes incluso tendrían algún grado de discapacidad, fueron narradas por medios nacionales e internacionales, pero la conmoción fue de corto o casi nulo plazo. Parecería que ya nada nos alarma. ¿Será que nos acostumbramos tanto a ver las historias de violencia que ahora carecen de importancia?

La finalidad de esta carta no es exigir que las cosas cambien, no es pedir casi a ruegos que el Estado invierta y que mire la situación desde una perspectiva de género – ya que feminista sería demandar demasiado. Es para usted que la lee, ocupe o no un cargo público, para usted que vive en un barrio donde se escucha lo que ocurre en la casa de al lado. Para usted, que camina en la calle, que toma un bus, que tiene una familia y para quienes no. El incesto dejará de pesar tanto cuando se hable abiertamente y se deje de mantener secretos familiares en pro de defender esa institución caduca. Familia es quien te cree y te cuida, lo demás son puros cuentos para encubrir agresores.

Y quizás, esta carta pretenda llegar a otras hermanas sobrevivientes, a quienes apuestan y buscan ser las últimas que vivan estas situaciones de violencia, a quienes aún sienten culpa o no están listas para hablarlo. A aquellas que les cuesta creer que este horror se repite una y otra vez en sus vidas. A las anónimas que transitan en este país y cuyas vidas se transforman en cifras. A todas quienes están en sus propios procesos personales sanando y creciendo. A ellas decirles que no están solas, que aunque no nos conozcamos y quizás nunca lleguemos hacerlo, nos hermana esa fuerza para creernos y sanar.

Hasta que la dignidad se haga costumbre.

A las sobrevivientes de violencia sexual,
A quienes nos acompañan y a las niñas que fuimos
Juntas, somos más fuertes
Juntas #SeremosLasÚltimas

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Autoras

Casquivana

Mujer, lesbiana, sobreviviente atrincherada en el sur del mundo.