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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alicia Ortega Caicedo

La casa. La partida. El regreso.

Ilustración de Claudia Fuentes.

Quiero hablar de la casa familiar. De la casa materna/paterna. De la casa que importa abandonar para encontrar nuestros caminos. La casa de nuestro habitar primero. Dice Gaston Bachelard que esa casa concentra valores de intimidad protegida. La casa de nuestro primer albergue. El filósofo nos recuerda que esa casa nos brinda a un tiempo imágenes dispersas y un cuerpo de imágenes que nos constituyen. Imágenes a las que volvemos en momentos de ensoñación y rememoración. Quiero agregar que para no dejar de abrazar esas casas que fueron nuestras es necesario partir de ellas. A veces, volver para nuevamente partir. Quiero pensar el alcance de los verbos “partir” y “volver”, en relación a la casa materna/paterna, en diálogo con Nuestra piel muerta (2019), de la ecuatoriana Natalia García Freire.

La casa de la infancia es contenedor de memoria: junta fragmentos de lo que somos. Evocamos un rincón de ella, una puerta, una pared, una grada o la escalera, el tumbado o el patio, el jardín o la cocina, lo más pequeño o lo más grande en tanto ese lugar se conecta con algún episodio vivido. Uno que abarca el resplandor de un objeto, la voz del padre o el rostro de la madre, la fragancia de una flor o el paisaje de una planta, la pata del perico sobre el hombro o el rastro de un diminuto tarantantán entre los tablones del piso de madera. Este ensamblaje es lo que provee de sentido a los espacios, fijan la geometría de esa arquitectura en nuestra estructura sensible: texturas, tonalidades, atmósferas, medidas, relumbran en nuestro recuerdo en tanto se anudan a experiencias transitadas en esos espacios: “En sus mil alvéolos, observa Bachelard, el espacio conserva tiempo comprimido”. También hay que decir que esa casa en la que crecimos reproduce en su distribución espacial inequitativas jerarquías raciales, sociales, de género. El uso de sus espacios no es igual para todos sus habitantes. ¿Acaso no hay una silla de cabecera que preside la mesa para el hombre, el padre, de la casa?, ¿una puerta principal para sus propietarios e invitados y una pequeña lateral para la gente pobre y marginada? ¿Pueden las chicas y los chicos entrar y salir de la casa bajo una misma política del cuidado? Cubiertos, vasos, platos, bancos, baños, balcones, umbrales, portan en su materialidad la marca de unas políticas de segregación y exclusión. Sabemos también que no todos los cuerpos son cuidados de la misma manera. Que los cuerpos infantiles, femeninos, vulnerables, están en muchas ocasiones expuestos a la violencia, lejos del abrigo esperado. El uso de los espacios domésticos reproduce tradiciones, certezas, hábitos por donde no deja de colarse el mandato patriarcal y colonial como una corroída y tumefacta carne que es necesario extirpar. Se impone abrir la puerta y cerrarla tras de nosotras para partir hacia nuevos territorios existenciales. Emprender la búsqueda del afuera, de una otredad posible, de una exterioridad liberadora. Partir para tocar otros mundos.

Leí hace poco la novela de Natalia García Freire Nuestra piel muerta, y me deslumbró de manera inmediata. La narración se teje alrededor de una casa. De la casa paterna de un niño llamado Lucas a la que vuelve después de haber sido despojado de todo lo que amaba y expulsado de ella. Después de que su madre fuera recluida en un sanatorio y su padre enterrado en el jardín materno previamente destruido. El hijo regresa para increpar al padre ya muerto en una suerte de ajuste de cuentas simbólico con respecto a un pasado cercano: “padre: he vuelto a casa”, repite el hijo. El padre es responsable del daño ocasionado porque deliberadamente abrió las puertas de la casa familiar a dos extraños. Decidió no prestar oídos a los pedidos de la madre y del hijo. Decidió abrazar y escuchar a dos hombres llegados de lejos y de la nada. Dos cazadores. Dos presencias ajenas que se tomaron la casa con el beneplácito del padre e impusieron con violento desparpajo un orden ajeno a ella. Dos intrusos a quienes el padre delegó su autoridad. Dos seres que –según la descripción física de ambos, sus gestos y modos de accionar, sus intervenciones con respecto a los habitantes y a las cosas de la casa– encarnan una oscura fuerza destructora. El estremecedor arribo de ambos hombres llevó a la casa un turbio aire de muerte, ruina y desolación. El padre, lejos de proteger a su familia, pacta con los advenedizos. Fue una llegada sigilosa, percibida solo por el acuciante bramido de las vacas. El gesto del padre puede bien ser leído como un pacto patriarcal, un acuerdo obsceno, una sórdida ofrenda, una transacción entre mandones, un festejo macabro al interior de un círculo de violencia masculina: “A usted no le gustaban los débiles, dice el hijo. Con mi madre hizo lo mismo que con ese cerdo, lo apartó de su vista con tal de no ver lo que había hecho”.

Al mismo tiempo, la novela construye un universo vital paralelo y entretejido con la vida que encarna en otros cuerpos: el niño, las mujeres, los insectos y el jardín. A pesar de una atmósfera de maldad y vulgaridad que parece colarse entre las paredes de la casa tras la llegada de ambos forasteros, la escritura alcanza un nivel de extrema sutileza porque el lugar desde donde ella se enuncia es la altura del niño. Y la mirada del niño está fija en el suelo, a ras de la tierra en donde pululan seres minúsculos y secretos. Los pequeños animales que habitan el jardín de la madre. De cuclillas y agachado a la altura de esos animales, el niño espía el interior de la casa a la que ha regresado: “Agachado como una sabandija espío”. Desde esa altura atisba el mundo para tratar de comprenderlo. Ese es el lugar en donde Natalia García asienta su escritura. De allí, la sorprendente calidez y delicadeza de una escritura que se cuela por todos los intersticios del mundo habitado. Un niño huérfano, solitario, sensible, inteligente, encuentra abrigo entre los cuerpos minúsculos de los animales a los que observa, sigue y con quienes se comunica. Ellos son sus guardianes y guían sus pasos. Del mundo adulto y humano, ha sido violentamente expulsado. Le restan los animales. Los animales pequeños. De ellos aprende una forma sutil y delicada del movimiento, del contacto, de la observación. Porque es necesario mirar con suma atención el entorno como único mecanismo de sobrevivencia. Observar minuciosamente como lo hacen los seres minúsculos. También hay que decir que ese universo era uno despreciado por el padre, tachado como insignificante e inútil. La compañera más cercana de Lucas es la señorita Nancy. Una araña. Y lo que sorprende y seduce en la lectura es seguir palabra a palabra una narración que avanza con una atención intensa, cómplice, vibrante, en el relato que describe las formas cómo dos cuerpos pequeños –uno humano, el de Lucas, y uno aún más pequeño, el de la señorita Nancy– se miran, se conocen, se comunican, se aproximan, se acompañan, se cuidan. Seguramente hay un saber etnológico y botánico del que Natalia se vale. Pero hay, sobre todo, una bellísima sensibilidad poética capaz de seguir el rastro de las vidas minúsculas.

Ilustración de Claudia Fuentes.

«La señorita Nancy está de acuerdo conmigo en que esas no son formas de hablar a un príncipe y a veces la veo meditabunda con las patas desplegadas y los pelos parados, pensando en formas de entrar ahí y darles su buena tunda a todos, porque las arañas, los escorpiones y los alacranes tienen el deber de castigar el mal. Después de comer lo que le he traído, la señorita Nancy se pone a lo suyo. Con la delicadeza que tiene para tejer su red me enseña a trazar figuras geométricas. Yo la observo y ella se regodea en su saber de lógica y matemática. Mi madre y el profesor Erlano también la habrían amado con devoción.»

El niño ha regresado a una casa que le resulta ajena. Una casa tomada (un guiño a Cortázar), cubierta de piel muerta. A veces, es necesario volver a la casa paterna para confrontar a los muertos y a los fantasmas, para enfrentar al padre y depositar sobre los hombros, ya carcomidos por los gusanos, la culpa que le pertenece. Regresar para restablecer un orden, aunque solo sea en el discurso, en el relato, en la rememoración, en la fantasía. Un regreso que se sabe provisional desde el inicio, porque el lugar propio es ahora ajeno: “El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped”. También dice el niño: “El recuerdo de mi madre suena entre las plantas muertas. O quizás sean las cigarras que cantan mi regreso”. En otro momento leemos: “Quiero la resurrección de la carne que solo viene con el fin y la inmundicia. Lo que quiero en el fondo es solo volver…”.

La cara oculta de la vida es la de la carne que se descompone, que se pudre: “Cuando el ángel del infierno se dio cuenta que estaba desterrado creó un reino más poderoso que el de arriba”. Lo monstruoso, el horror, lo espantoso, parece decirnos Natalia de la mano de Lucas, está visible sobre la faz del mundo. Visible e impune. Lo minúsculo, las formas pequeñas y no tenidas por hermosas, permanecen invisibles, ocultas bajo tierra, sin que el mundo reconozca que allí todo germina antes y después de su paso por la tierra. Un mundo pequeño, invisible a nuestros ojos, que muchas veces pisoteamos. Ese había sido desde siempre el universo cuidado y defendido por la madre: “Los vi caminar hasta donde un día estuvieron los alelíes. Amontonaron todo su botín en medio de las estatuas de piedra y prendieron fuego. Lo arruinaron, padre. Mataron las palabras, los dibujos, el papel, ciudades de insectos, bosques enteros, jardines secretos, todo ello como ofrenda encendida”.  Son las palabras de Lucas, “príncipe escondido entre hierbajo”. La novela cuida de cada detalle relacionado con el paisaje, los animales, los personajes, porque también es un homenaje a la vida minúscula. La vida pequeña que convive con las formas grandes: la cueva, las raíces, las montañas, el bosque. También tienen cabida en la novela esas formas de la vida visible, aquella que brilla y se desprende de lo alto para convertirse en tierra y volver a germinar. Eso lo saben los insectos. Lo sabe la escritora. Lo sabe el huérfano que despojado de su casa debe vivir a la intemperie en alianza vital con los seres pequeños y ocultos. Los seres minúsculos que nos sobrevivirán, porque “el mundo es de ellos”. La novela es también una poética de la fecundidad de lo oscuro y lo húmedo. Un canto a la carne, a la materia orgánica incluso en su descomposición final como parte del ciclo de la vida: “La resurrección de la carne es un milagro. No hay un espíritu que ascienda sino un cuerpo que se deshace y baja en espirales por la tierra formando una vida más perfecta y simétrica”.

Partir, dice Jean-Luc Nancy, es el momento donde se mezcla la partida, la ruptura, la espera, la esperanza. Momento inquietante y doloroso porque partimos hacia lo desconocido. Porque al partir nos dividimos, nos separamos de algo. Al mismo tiempo, algo de nosotras permanece en el lugar que abandonamos. Observa el filósofo que solo los humanos parten porque solo los humanos no están determinados por ataduras naturales. Añade también: “Cuando alguien no parte nunca, no cambia, se seca, se vuelve decrépito. No es ni siquiera como la planta que crece hacia el cielo, trepa o atraviesa las paredes”. Partir, entonces, para salvarnos. Para reinventarnos y experimentar en nuestra propia carne la posibilidad de una transformación posible. Partir para desobedecer el mandato patriarcal. Partir para salvar la potencia del amor por la vida. Partir para descubrir y conocer otros mundos. La inmensidad y lo pequeño. Partir para pensar el regreso y volver a partir. 

Partir, regresar y entrar en la partida para, como lo hizo Lucas, “escuchar la conciencia de la tierra”, el canto de las cigarras, la voz de la madre, el susurro del agua. 

Bibliografía

Bachelard, Gaston. 1993. La poética del espacio. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica.

García Freire, Natalia. 2019. Nuestra piel muerta. Madrid: La Navaja Suiza Editores. Nancy, Jean Luc. 2016. ¿Qué significa partir? Buenos Aires: Capital Intelectual.

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Autoras

Alicia Ortega Caicedo

(Guayaquil, Ecuador). Docente titular en la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en el Área de Letras y Estudios Culturales. Magister en Letras por la UASB y Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. La tradición narrativa ecuatoriana, la novela contemporánea escrita por mujeres en América Latina, la ciudad y sus representaciones literarias, la historia de la crítica literaria latinoamericana focalizan sus intereses académicos. Es parte del Comité Editorial de Kipus: revista Andina de Letras y Estudios Culturales (UASB) y de la revista en línea Sycorax. «Estancias. Escritos de una posnerd en confinamiento» (2022) es su último libro.
  • alicia.ortega@uasb.edu.ec