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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Gabriela Toro Aguilar

Fiebre de carnaval: el “desvarío” oscuro y gozoso de Yuliana Ortiz Ruano

¿Cómo es sentir la vida de una manera tan intensa, como una ebullición continua y palpitante y no poder decirlo, aunque ya se posea un lenguaje? Ainhoa, una pequeña niña esmeraldeña, no encuentra la respuesta y quizá tampoco la busca; vive su presente en efervescencia y, siempre, en las señas de su origen: pasa sus días con su familia amplia (sobre todo ‘el ñañerío’, sus tías), en su barrio y la rodea una oralidad (lenguaje popular esmeraldeño entrelazado con la banda sonora de sus días) que, todo junto, construye un mundo propio.

Esa niña, nacida en la isla de Limones y rodeada de la flora neotropical y sus aromas frutales, es la protagonista de Fiebre de carnaval; la primera novela de Yuliana Ortiz Ruano (Esmeraldas, 1992). La escritora afroecuatoriana también es autora de los poemarios Canciones desde el fin del mundo (Libero Editorial, 2021) y Cuaderno del imposible retorno a Pangea (Libros del Cardo, 2021; Recodo Press, 2021; Amauta&Yaguar, 2022). En octubre de este año, Recodo Press publicó la novela en Ecuador y en España lo hizo La navaja suiza. Además, está entre tres novelas finalistas del premio IESS que otorgan la Organizzazione Internazionale Italo-Latino Americana, Energheia Associazione Culturale Matera, Edizioni SUR y Scuola del Libro, para la promoción de la literatura latinoamericana en Italia.

Fotografía intervenida digitalmente: Karen Toro A.

La historia arranca con un evento que conmueve a la familia entera: dolor, música, cuerpos y festejos surgen entre las malas noticias. Ahí también está Ainhoa, de ocho años, para narrar aquello en primera persona, con espontaneidad y su mirada y su escucha que no dejan escapar nada, aunque sin comprenderlo del todo. El mundo de esa niña se muestra en un casi ininterrumpido deslumbramiento: vida y mundo en materia bruta, sentidos al máximo desde un árbol de guayabas y escuchados en la música de los días de un barrio esmeraldeño.

El asombro y la efervescencia de Ainhoa en Fiebre de carnaval emerge de una comunicación profunda entre su cuerpo, el mundo que la rodea y cómo se expresa ese mundo: música ahora, música después, música para la muerte, música para el nacimiento, para los festejos, para el coqueteo, para los golpes, para lo que sea. Todo recuerdo y todo presente tiene espesor oral en la novela, tanto la música como el habla de los personajes de Fiebre viven en la esencia sonora de lo humano: el lenguaje verbal y sus terrenos posibles. Por eso, en muchos pasajes de la novela, las cosas se cuentan como suenan y lo transmite esa mirada y esa habla infantil directa y auténtica. Fiebre contiene una escritura arriesgada: pocas veces se sale en pie de la narrativa trenzada con música, impregnada de una tonalidad gozosa y que coloca matices (pues en esta historia la fiesta no significa fantasía y placer permanente), y desde una voz infantil. Esa escritura homenajea a los neologismos populares costeños y afroecuatorianos, a su reinvención y al palabrerío que brota de ellos; el lenguaje de esta novela es de quien lo necesita y lo saca de las entrañas. En efecto, la tradición oral afroecuatoriana tiene su rincón en los pálpitos de Ainhoa.

Las palabras de la protagonista brotan en el encuentro y desencuentro continuo con su vida de niña, su mundo y la socialización: «Me empezó a entrar un miedo horrible y una gratitud interminable. Una mezcla extraña que se iba comiendo mi cuerpo, como el cuerpo de la voz que sale de los niños al declamar el poema: Barrio Caliente se quema, se quema Barrio Caliente. Yo me estaba quemando como alguna vez se hizo cenizas ese barrio desde las uñas de los pies: los pelitos que tenía en el dedo gordo, las medias con el sello de la escuela, los zapatos de cuero cafés, la piel y los vellos largos de las pantorrillas. Las rodillas me hervían, se empezaban a desintegrar.»

Sus sentimientos forman parte del cuerpo y luego se transforman en percepciones; el pensamiento de la protagonista es vitalista, orgánico y de claroscuros (el miedo, la gratitud, un poema y un incendio, como en la cita anterior). Leemos y lo palpamos, en el discurso de esa niña que habla con los gusanos de las frutas asoma la incomprensión: algo está roto y eso también forma parte del mundo; la ruptura o la desintegración se suman a la confusión de ese mundo externo y adulto que no ayuda en su búsqueda de sentido. Ainhoa dice: «No consigo identificar lo que me tiene apestada […] Es cierto que lo que se calienta es mi piel, mi frente, sobre todo, pero es una fiebre antigua, rarísima, que se me trepa como un alacrán antes de enterrarme su aguijón. Una fiebre descubierta debajo de las capas de la tierra, afuera y bien profundo del fondo del palo de guayabas.» Fiebre profunda, entonces, fiebre de tiempo; fiebre enclavada en la amplia red de la vida hecha de tierra, cuerpos (de animales humanos y no humanos) e historia.

Toda narración anclada en «las capas de la tierra» le habla a su tiempo histórico, por eso las violencias de la asimetría en las relaciones de poder se deslizan en la novela e inscriben castigo, dolor e injusticia en esos cuerpos que bailan, cantan y aman. La voz, la confusión y la búsqueda desesperada de Ainhoa atestiguan el colapso que deja la violencia sexual: en su cuerpo pequeñito y en el de las mujeres que la cuidan están las huellas del vacío que deja esa captura patriarcal. Esa fiebre, rompiendo el cerco literario y calando las capas del tiempo social, es la de los cuerpos feminizados y racializados. Por eso se le hace difícil nombrarlo todo, porque la violencia arrasa y quema y ese incendio del cuerpo deja al lenguaje maltrecho; mucho más si lo vive una niña, cuya única tarea debería ser vivir. El carnaval no es puro brillo y fantasía, es una versión de la vida. Sin embargo, sin saberlo, la protagonista —pese a la dificultad de no poder nombrar la desintegración— señala esas violencias y así las expele, no las asimila y no pacta con ellas. El compromiso de Ainhoa es con el mundo propio con el que ha entrado en comunión y en el que sí tiene espacio su auténtico ser: «Los árboles son los únicos en esta casa que entienden mi desvarío».

Además, el asunto de que la protagonista diga que se le hace difícil expresar todo lo que quiere (intensa conciencia infantil, manifestada en la introspección que es la novela) nos remite a dos búsquedas: la libertad en la palabra y el regreso a un estado primigenio de libertad total (la infancia). No es que la protagonista lo diga, pero en su discurso se percibe ese deseo, de tanto no poder y querer se hace algo con la imposibilidad y resulta toda su declaración vitalista. Me quedo con una pregunta: ¿podemos encontrar la libertad en el lenguaje, somos libres en el lenguaje? Sea lo que sea, esa búsqueda guiada con las palabras traza aquí una novela que altera a quien se entrega a su lectura.Por último, si alguien busca un género para acercarse a la novela de Ortiz Ruano, Fiebre podría ser leída como una novela de aprendizaje o Bildungsroman (declara sin rodeos, con su lenguaje de niña, su visión sobre el mundo adulto, la transición de la gracia infantil a la desintegración del mundo que la rodea, ahí hay una crítica a la racialización y al poder) o como una novela con música (pienso en ¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo o Ella cantaba boleros, de Guillermo Cabrera Infante, pero Fiebre es muy distinta). Los géneros a veces nos acercan a los libros, nos dejan escudriñar en ellos, pero Fiebre escapa de una sola categoría. Como el lenguaje de su narradora, esta novela es un caudal que vale más embeberse de él que intentar encajarlo. Dos evidencias más de que estamos ante una novela que merece muchas lecturas y toda nuestra atención: su diálogo con la literatura caribeña —puente radiante entre el Chocó y el Caribe— en el epígrafe, el manejo de la oralidad y otros temas. Y las canciones, los poemas, los rezos y un alabao hacen de esa esquina de Esmeraldas la ‘república independiente de la sabrosura’, como dice una de las personajes.

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Autoras

Gabriela Toro Aguilar

Apasionada de la locura de la vida. Antes que nada prefiere observar, escuchar y leer. Periodista, correctora de texto y estilo y encuadernadora artesanal. Actualmente es becaria de la maestría en literatura hispanoamericana de El Colegio de San Luis (México).