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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Silvana Tapia Tapia

Criminalización, desposesión y crueldad: niñez y adolescencia en el narco-estado ecuatoriano

Discursos punitivos desde la colonialidad y la deshumanización

Gran parte de mi trabajo como investigadora socio-jurídica se ha concentrado en desenmascarar la violencia material y simbólica del aparato penal, particularmente la violencia procesal y carcelaria, así como las maneras cómo los discursos sociales, culturales y jurídicos legitiman dicha violencia sin abordar la desigual distribución de recursos y los procesos socioculturales que la sostienen. Múltiples investigaciones empíricas muestran que las dinámicas inherentes a la estructura de la prisión y el encarcelamiento masivo producen las condiciones para la extorsión, la tortura, la violencia sexual y —como trágicamente confirman las masacres en Ecuador— la muerte. Esta brutalidad, que no es incidental u ocasional, sigue siendo justificada a través de reglas y supuestos abstractos que no se materializan, incluyendo la idea de que el aparato penal puede ser “humano” y “justo”. Curiosamente, similares argumentos se esgrimieron históricamente en varios enclaves geopolíticos para oponerse a la abolición de la esclavitud. Hoy no falta quien quiera, dentro de una ola de resurgimiento y normalización de discursos extremistas, ensalzar los “beneficios” y aportes a la “civilización”, que habrían realizado los esclavistas “buenos”.

Parto de comparar a la institución carcelaria con la la esclavitud, porque existen paralelos en las funciones socioeconómicas históricas de estos aparatos, en los argumentos con los que se ha justificado la violencia que ejecutan y la tipología de sujetos que merecen sufrirla, así como en la idea de que son necesarias para garantizar el “orden civil”. La esclavitud, la servidumbre, el trabajo forzado, la devaluación del trabajo doméstico feminizado, y el encierro de los “indeseables”, son, además, piezas claves en la formación del capitalismo a partir de la invasión colonial de las Américas, pues han sostenido la división racializada y sexualizada del trabajo que ha permitido la progresiva acumulación obscena de recursos en manos de unos, a través del despojo y desamparo de “otros”.

Al mismo tiempo, para quienes las han sufrido u observado desde adentro, se trata a todas luces de instituciones incompatibles con la dignidad, erigidas sobre distinciones entre “humanos” y “menos que humanos”, creadoras de miseria y distribuidoras de muerte. Cómo pensamos lo que es justo, qué cuenta como delito, quién es “peligroso” y qué merecen los “delincuentes”, revela quiénes somos como sociedad. La tipología hegemónica de las personas que “merecen” castigo, entonces, refuerza la representación del sujeto colonial (no blanco, empobrecido, feminizado) como inmoral y sub-humano. Esta no-persona siempre merece dolor y sufrimiento. Son estos los órdenes de ideas, implícitos o explícitos, desde donde algunos sectores demandan el juzgamiento de niñez y adolescencia dentro del sistema penal de adultos —presumiblemente para arrojarlos a una cárcel que, en Ecuador y otros lugares, es feroz y letal. Además, en un contexto de pánico moral e inseguridad, no es menor el rol que juegan los medios comerciales y los “influencers” al retratar a ciertos individuos (casi nunca blancos y/o de clase media-alta) como malvados y viles.

La idea de un sujeto o grupo portador de la “maldad”, demoníaco, cuya existencia pone en riesgo a la ciudadanía “de bien”, subyace a muchos de los procesos históricos de degradación y exterminación que hemos condenado en el pasado —y que estamos viendo resurgir. Asimismo, aunque la evidencia empírica muestra que la violencia comúnmente se (re)produce en el hogar, la perpetran personas conocidas y cercanas, y está tejida en nuestras relaciones cotidianas, seguimos alimentando la idea del “monstruo”, el extraño, el depredador desconocido, como si esa fuera la forma típica de criminalidad. Y sobre esa base se proponen reformas legales y políticas públicas destinadas a toda la población, cuyos problemas y desafíos distan de los encuadres espectacularizados que hacen las series y películas de “true crime”.

Tales discursos no sólo ignoran los contextos de precariedad en que se produce la violencia, sino los procesos culturales que la sostienen transversalmente, incluyendo la rigidez de los roles de género, la socialización desde la niñez temprana con modelos de conducta agresiva, las representaciones de la masculinidad como ejercicio de fuerza y poder de apropiación, etc. En suma, la descontextualización de la violencia, la desconexión analítica entre la precarización de la vida y la exacerbación del conflicto social, y la constitución de grupos y sujetos como “monstruos”, facilitan estrategias retóricas para etiquetar a ciertas personas como indeseables y aniquilables. Siendo esto profundamente problemático cuando se trata de personas adultas, es especialmente cruel cuando se apunta hacia la niñez y adolescencia.

La precarización de la niñez y adolescencia: oportunidades para el crimen organizado

Los movimientos de base y activistas que trabajan de cerca con comunidades precarizadas y poblaciones encarceladas son conscientes de que los procesos burocráticos, la ley, y el derecho penal en particular, dificultan sus luchas cotidianas por la supervivencia, sin compadecerse de sus experiencias diarias de exclusión y subordinación. En Ecuador, la extrema pobreza ha aumentado consistentemente en los últimos años; en las provincias y cantones más desposeídos, no existen servicios básicos ni oportunidades reales de movilidad social. Superar las carencias es prácticamente imposible cuando sobrevivir cada día es un reto mayor. Para la niñez ecuatoriana, consumida por la desnutrición, incluso las escuelas se han convertido en lugares peligrosos y sus barrios son ahora espacios de reclutamiento de sicarios y posible captación para la trata de personas.

Históricamente, el microtráfico de sustancias sujetas a control ha sido fuente de ingresos para sectores empobrecidos excluidos de la economía formal. En Ecuador, esto incluye a mujeres sin oportunidades de empleo, violentadas por su origen y color de piel, desplazadas por la escasez y el extractivismo desde el campo a la ciudad, y a cargo de sostener solas a sus familias. Quienes se dedican al microtráfico son, en cualquier caso, el eslabón más pequeño de la cadena y, con frecuencia, el sector expuesto a la hipervigilancia policial, a procesos penales sin defensa adecuada, y a ser encarcelado. Mientras las ganancias de la banca y el sector financiero especulativo siguen multiplicándose, en las comunidades desprovistas de recursos y servicios se encuentra creciendo la niñez y adolescencia que queda más expuesta al sistema punitivo “especializado”, conformado por casas hogar y centros de internamiento que, aunque desde la retórica jurídica deberían aplicar medidas socioeducativas de acuerdo con la fase de desarrollo psicosocial de las personas internas, pueden ser también espacios de atropello y vulneración

Estas circunstancias están empeorando aceleradamente por la mayor penetración y asentamiento del crimen organizado en los últimos años, especialmente en la costa ecuatoriana. Esto ha generado rivalidades entre bandas locales, extendidas a las cárceles y las calles, para hacerse con la mayor tajada de las ganancias por prestar “servicios” al tráfico de cocaína proveniente de Colombia y Perú. En el mismo contexto, se presume una participación estatal, policial y empresarial. Una ruta de droga relativamente nueva es la que conecta a Guayaquil con Europa a través de puertos como Amberes y Amsterdam (donde necesariamente hay corrupción en las aduanas) hacia países consumidores como el Reino Unido y España. En gran medida, esta ruta está controlada por organizaciones de México y, más recientemente, de los Balcanes, principalmente Albania. 

Donde no existen opciones de vida, donde no hay alimentos, agua ni hospitales, donde una educación integral y un empleo digno son una utopía, se abre un terreno fácil para el reclutamiento de niñez y juventud y su acercamiento a las drogas, también como consumidores. El crimen organizado penetra allí donde hay más necesidades de provisión de recursos básicos. Esmeraldas, por ejemplo, es una de las provincias más abandonadas por el estado, por lo que no es sorprendente que haya allí niñez que tenga en los líderes de las bandas una única referencia de éxito y prosperidad. Criaturas desde los 10 años de edad están siendo reclutadas, muchas veces bajo amenaza: los niños para ser gatilleros o participar en secuestros y las niñas, en varios casos, con fines de explotación sexual. Se convertirán en carne de cañón: la pérdida de estas vidas no le interesa ni a la mafia que las utiliza, ni a la sociedad que las envilece.

Por hacer: prevención, intervención temprana, y cuestionamiento de la cultura punitiva

Frente a los contextos descritos, es obvio que si no se realizan intervenciones de largo alcance que redistribuyan los recursos y las oportunidades para construir un proyecto de vida, no es posible reducir la violencia, proteger a la niñez y a la juventud, ni construir la paz. Las respuestas de carácter retributivo y punitivo, enfocadas en la reacción vengativa, solo conseguirán sobrepoblar degradantes centros de detención. Entonces, la prevención integral y la intervención temprana, son ejes fundamentales para mitigar la violencia que impacta a la niñez. 

Hay que enfatizar la importancia del contexto comunitario y familiar. Un entorno que nutre la esperanza en el futuro es aquél que provee un sentido de pertenencia y seguridad, así como recursos y servicios para satisfacer las necesidades básicas. En cambio, una familia que enfrenta a diario el estrés desgastante de no saber si va a poder sobrevivir otro día, tendrá comprensibles dificultades para constituirse como espacio de cuidado, afecto y protección. Asimismo, las familias monoparentales o aquellas en que las cabezas de familia han debido migrar por la precariedad económica, se ven obligadas a dejar a las criaturas solas por mucho tiempo o en situaciones de cuidado muy intermitente. En Ecuador no existen sistemas eficaces para atender a esta niñez. De allí la importancia de la seguridad social y los servicios públicos, incluyendo la provisión de guarderías gratuitas, desayuno escolar, actividades extracurriculares, etc. Un  entorno libre de hostilidad permite, además, estimular la valoración de la vida comunitaria e inspirar a las personas a cuidar su entorno y a su gente. El riesgo de que la niñez llegue a convertirse en perpetradora de violencia, puede reducirse, pues, con intervenciones que mitiguen las carencias temprano en sus vidas. 

Por supuesto, la educación preescolar, escolar y secundaria son piedras angulares, no solo por los conocimientos, destrezas y redes de soporte que se adquieren allí, sino que, concebido como un sistema integral, el sistema educativo puede promover el ejercicio físico, la recreación y la provisión de espacios seguros durante y después de las horas formales de estudio. Aquí también la planta docente y especializada en desarrollo infantil puede identificar patrones de maltrato o abuso. Nuevamente, debe existir una red de servicios y programas que puedan responder a las situaciones de riesgo. Además, el sistema educativo puede patrocinar, junto con otras agencias estatales, procesos de participación ciudadana no adulto-céntricos, que vean a la niñez y juventud como actoras y creadoras, no solamente como objeto de las políticas públicas.

No podemos dejar de recalcar que en razón de la fase de desarrollo psicosocial de la juventud y la infancia, el consenso sobre su tratamiento una vez que han incurrido en conductas ilícitas, es que aquél debe ser especializado y estar enfocado en medidas socio-educativas no punitivas. De hecho, las Directrices de las Naciones Unidas para la prevención de la delincuencia juvenil indican que el comportamiento que no se ajusta a las normas es con frecuencia parte del proceso de crecimiento y puede desaparecer con la maduración; es decir, es modificable. Por ello existen agencias, incluyendo las del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, que promueven procesos de justicia restaurativa, a fin de propiciar el reconocimiento de responsabilidad por parte de niñez y adolescencia en conflicto con la ley, sin ingresar a un sistema carcelario que podría, éste sí, volver habituales las conductas destructivas. Que todo sea eficaz a largo plazo dependerá de las oportunidades para acceder a un empleo, con seguridad social, atención en salud y salario digno.

El corolario es que debemos resistir la tendencia desinformada, contraproducente, y discriminatoria de deshumanizar a las infancias y juventudes precarizadas. Quizá el reto más grande, sin embargo, sea el de desmontar la idea de castigo carcelario como principal significante de justicia. Quizá, así como en un momento fue impensable la abolición de la esclavitud, es ahora impensable la abolición de las prisiones; pero tal vez a futuro, como ocurrió con la esclavitud, podamos deconstruir las justificaciones que hoy sostienen a un sistema inhumano que no soluciona, sino perpetúa la violencia. La niñez desposeída, racializada y expuesta al abuso no merece vivir despojada de esperanza ni sometida a los intereses del crimen organizado que la recluta para una muerte calculada. Y nuestra respuesta como comunidad y ciudadanía no puede ser condenar a la niñez a la miseria para luego castigarla y exterminarla.

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Autoras

Silvana Tapia Tapia

Doctora PhD en Estudios Socio-jurídicos. Becaria de investigación del Leverhulme Trust en la Escuela de Derecho de la Universidad de Birmingham, Reino Unido.