Skip to main content
Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Daniela Alcívar Bellolio

Un simio llamado Sultán

Creo en lo que no se molesta en creer en mí.

Elizabeth Costello

Por varios años fui militante en la causa animalista. Hice de todo: ayudar a redactar proyectos de ley, guionar videos, pararme a gritar afuera de plazas de toros, rescatar perros de la calle (esto no he dejado de hacerlo), boicotear circos. Si me alejé no fue porque hubiera dejado de creer que esa lucha tuviera sentido, sino porque en un momento se me hizo evidente que seguir más tiempo ahí iba a convertir mi vida en algo inhabitable: sombrío y ajeno a la alegría. Elegí por mí, egoístamente. La conciencia del infierno que viven lxs animales no humanxs me la heredó mi madre, Lorena Bellolio, una de las activistas animalistas más importantes de este país, a quien admiro porque cada vez que estuvo en la encrucijada en la que yo estuve, decidió por el camino de lxs oprimidxs. Como ella, cientos de mujeres ponen el cuerpo, el ánimo, los recursos, el deseo, la esperanza necia, el dolor encarnado, la constatación de la soledad, en una causa absurda: absurda porque existe en el punto ciego de la mayoría.

Cuando militaba ahí, una de las formas de opresión que más me conmocionaba era la de las madres no humanas: las cerdas, las ovejas y, sobre todo, las vacas. Son animales con un desarrolladísimo sentido de la maternidad. Cuidan a sus hijxs con una ternura inmensa, son capaces de todo por protegerles. El capitalismo salvaje —quisiera que se entendiera este lugar común en su dimensión política: capitalismo sin control, empecinado— se muestra, en su mayor esplendor, en la industria alimenticia que explota animales. Seguramente porque lxs animales no son capaces de organizarse y protestar por sus derechos —aunque protestan por su vida individualmente, y de forma más que audible y visible, ante el cuchillo del matarife o el empleado que llega a robar a sus hijxs—. 

El sistema, altamente eficiente, de producción de leche es un gran ejemplo: las vacas son inseminadas manual y artificialmente —las mamíferas solo producimos leche cuando tenemos unx hijx que alimentar—, obligadas a gestar y parir, separadas de sus hijxs a pocos días del nacimiento —las crías al matadero—, medicadas con antidepresivos para que el dolor y el estrés que esta separación les produce no merme la producción de leche, conectadas de doce a dieciocho horas por día a mangueras extractoras que succionan sus ubres, secadas hasta la última gota, y enseguida vueltas a inseminar. Cuando sus cuerpos son incapaces de embarazarse y producir más, van también al matadero, cansadas y rendidas a pesar de su relativamente corta edad.

Las vacas lloran días enteros cuando han sido separadas de sus ternerxs. Son llantos estremecedores, insoportables. He visto algunas de esas escenas de separación: las vacas patean, gritan, corren tras de los transportes que se llevan a sus hijxs. 

Esas imágenes me hicieron irme para siempre de la militancia.

Esas imágenes me van a acompañar el resto de mi vida.

Empecé hablando de esto porque una de las cosas que para mí tienen más sentido en la lucha feminista es la transversalidad: cada vez que olvidamos que no puede existir feminismo sin lucha social, sin antirracismo, sin lucha anti carcelaria, sin ecologismo, algo se desintegra y algo debe volver a ser recordado. Existe el feminismo animalista: Donna Haraway, Carol Adams, Liliana Felipe son buenos ejemplos. Pero sigue siendo marginal y minoritaria la consideración que las feministas estamos dispuestas a tener por esxs oprimidxs no humanxs. Tal vez con lo que debemos luchar es con nuestro cartesianismo arraigado, con nuestro cruel humanismo: con la idea de que existe algo esencialmente humano que nos distingue y nos sublima, con la idea absurda de que no somos animales, de que somos otra cosa, otra cosa mejor, que merece todo lo que a las otras les han robado (empezando por sus hijxs).

No es fácil hablar de esto con casi nadie, incluyéndome a mí misma. Justamente porque es tan natural para nosotrxs la barrera cartesiana de la especie, suele ofender que alguien traiga a la mesa la obviedad: ¿por qué una vaca que gesta, pare y da de mamar a su cría y llora y se desmaya cuando se la arrebatan es tan diferente de nosotras? No es una pregunta retórica: se trata de una pregunta filosófica y de una cuestión política. Y tampoco la respuesta es simple ni fácil. ¿Por qué el capitalismo devastador y cruel está en el centro de nuestras reflexiones políticas como feministas, pero evitamos mirar su más acabada y eficiente capacidad de explotación, concentrada sin pudor en la explotación de lxs animales? Tampoco nada de esto quiere ser una reprimenda moral. En el día de la erradicación de las violencias machistas contra las mujeres, quiero preguntarme a mí misma, que abandoné la lucha para no abandonar mi vida, qué otras formas de vivir somos capaces de gestar desde los feminismos para hacer posibles las vidas en este mundo, y no solo la nuestra.

También puede parecer extraño y hasta abyecto que haya decidido hablar de esto en este espacio cuando en las cárceles han muerto cientos de personas de manera violenta y horrorosa, poniendo en evidencia la necropolítica disfrazada de discurso neutro que dirige el accionar de este gobierno. Entre esas personas muertas, el defensor de la naturaleza Víctor Guaillas, cuyo cadáver no ha sido recuperado, y quien fuera injustamente encarcelado por ejercer su legítimo derecho a la protesta social en octubre de 2019. 

Los estudios biopolíticos nos enseñaron las formas en que se ejercen el poder y el control, no ya sobre territorios y naciones, sino sobre la vida que, extraída de cualquier aura de sacralidad o misterio, se convierte en algo administrable y gestionable según los criterios de la ideología dominante. Con Butler, diremos que el biopoder se encarga de establecer, en el ámbito de una sociedad determinada, qué vidas importan y qué vidas no. Hasta hace no mucho, las vidas de las personas negras no diferían en nada de las de los animales de carga, por ejemplo. Las personas con discapacidad eran consideradas en la Edad Media como portadoras de maldiciones y condenas de orden espiritual, y por eso marginadas y dejadas a merced de la más cruel indefensión. Ojalá pudiéramos decir que este tipo de aberraciones ha sido erradicado del mundo. En los bastiones de la vida civilizada, las personas negras aún deben protestar para que se entienda que sus vidas importan. En países potencia económica la homosexualidad sigue siendo causal de prisión. No se trata de realidades morales sino de epistemes: formas de conocimiento que condicionan nuestras posibilidades de entender y pensar el mundo de acuerdo con la época y el lugar en que vivimos.

Los efectos del ejercicio del biopoder dependen en gran parte de la naturalización ideológica de la imposición de la muerte sobre vidas, precisamente, animalizadas. El animal es el último eslabón de esta cadena de atropellos. No solo en el infierno de los mataderos se asesinan en todo el mundo un promedio de 5000 vacas por segundo —para no hablar de cerdos, pollos, corderos—: aún queda el falaz argumento de la nutrición para tratar de justificar ese horror. Animales con altísimo desarrollo cognitivo son aún capturados para circos y casinos, como los delfines. Muchos de ellos se suicidan en cautiverio. Aún los elefantes, a quienes nos unen los ritos funerarios, el duelo, el sentido de solidaridad, son cazados por sus colmillos o robados de sus hogares siendo infantes para ser obligados a hacer piruetas estúpidas en los circos. El teórico judío-alemán Theodor W. Adorno escribió: “Auschwitz comienza dondequiera que alguien mira un matadero y piensa: son solo animales”. 

Las vidas de las personas privadas de libertad son, en el discurso corriente ecuatoriano de este momento, abiertamente animalizadas, porque es la animalización lo que permite decir impunemente cosas como: que se maten entre ellos. Sin una mitología humanista que haga aceptable y hasta encomiable que se ejerza el poder sobre otras vidas, no sería posible, en términos de episteme, la división misma que hace creíble y aceptable la idea de que hay vidas que importan y vidas que no importan, e incluso más: vidas dignas de ser vividas y otras que deben desaparecer para que las primeras se desarrollen plenamente. Se trata de una matriz de pensamiento: las vidas-menos-que-humanas implican un peligro, un riesgo y un gasto: deben ser eliminadas o puestas al servicio de las verdaderas-vidas-humanas: las personas privadas de libertad a realizar trabajo esclavo para que además de todo no consuman recursos ciudadanos (esto es, de la ciudadanía que importa, o para usar el ridículo término con el que se autodenomina el votante promedio del actual gobierno: ciudadanía de bien), los animales a “producir” alimento, es decir, a convertirse en alimento. 

No es el animalismo ni el feminismo radical quien iguala vidas animales y humanas para degradarlas: aquí el principio fundamental es que la diferencia no debe, no debería implicar ni justificar dominación ni explotación. Es el capitalismo salvaje y la matriz cartesiana, la religión y la superstición humanista los que animalizan las vidas para homogeneizar la explotación, el exterminio y todos sus alegatos justificatorios. Escribo sobre esto porque si algo me enseñó el feminismo es que la lucha por la igualdad no puede existir sin una radical (o sea, desde la raíz) lucha por la eliminación de la violencia sobre cuerpos diferentes. ¿Diferentes a quién? Este es uno de los principios epistemológicos del feminismo, según yo lo entiendo: hacer evidente que el pensamiento que domina nuestro modo de entender el mundo y su funcionamiento se basa en la idea de que hay un Uno -el hombre blanco, por decirlo rápido- con respecto al cual todo el resto se convierte en otro, y que esa otredad es causal, motivo y justificación de toda masacre.

Ilustración de Claudia Fuentes

Elizabeth Costello es un personaje del escritor sudafricano J.M. Coetzee. En la novela que lleva el nombre del personaje, una escritora anciana un tanto desencantada, vegetariana estricta y defensora de los animales, un poco misántropa, siempre entre el cansancio y el deseo aún vigente de vivir, la conocemos por seis conferencias que da en distintos lugares del mundo. En la tercera de esas lecciones, llamada “Las vidas de los animales”, Costello relata la historia de un simio atrapado por científicos para estudiar su capacidad cognitiva. El simio recibe el nombre de Sultán. A Sultán lo capturan en África, lo transportan a Tenerife y lo encierran en una jaula. Le dan de comer regularmente hasta que un día dejan de hacerlo. De lo alto de la jaula cuelga un racimo de bananas y colocan cajones en distintos lugares de la jaula. El objetivo es ver si Sultán eventualmente logrará entender que debe apilar los cajones y subirse sobre ellos para alcanzar las bananas y no morir de hambre. El objetivo es que Sultán piense.

Entonces Elizabeth Costello (me parece importante que sea una mujer el personaje, me parece importante que esta inversión del razonamiento científico-cartesiano lo ejerza un personaje femenino) examina los pensamientos del chimpancé, y desmenuza, en una mezcla brutal y verdadera de ideas, los caminos que recorre el pensamiento de Sultán obligado por el científico que lo hambrea. Las preguntas que se hace Sultán ante sus circunstancias son propiamente existenciales, afectivas, infinitamente más sofisticadas y bellas e importantes que la burda pregunta que su captor quiere que se haga:

Sultán sabe que ahora se espera de él que piense. Por eso están los plátanos ahí arriba. Los plátanos están ahí para hacerlo pensar a uno, para espolearlo a uno hasta los límites de su raciocinio. Pero, ¿qué hay que pensar? Uno piensa: ¿Por qué me está matando de hambre? Uno piensa: ¿Qué he hecho? ¿Por qué he dejado de caerle bien? Uno piensa: ¿Por qué ya no quiere estas cajas? Pero ninguno de estos pensamientos es el adecuado. Incluso un pensamiento más complicado -por ejemplo: ¿Qué problema tiene? ¿Qué idea equivocada tiene de mí que le lleva a creer que me resulta más fácil coger un plátano que cuelga de un cable que recoger un plátano del suelo?- resulta erróneo. El pensamiento adecuado es: ¿Cómo se pueden usar las cajas para llegar a los plátanos?

Sultán arrastra las cajas hasta que están debajo de los plátanos, las amontona una sobre la otra, sube a la torre que ha construido y descuelga los plátanos. Y piensa: ¿Dejará ahora de castigarme?

La respuesta es: No. Al día siguiente el hombre cuelga un nuevo manojo de plátanos del cable pero también llena las cajas de piedras de forma que pesan demasiado para arrastrarlas. Uno no tiene que pensar: ¿Por qué ha llenado las cajas de piedras? Se supone que ha de pensar: ¿Cómo se pueden usar las cajas para coger los plátanos a pesar de que están llenas de piedras?

Uno empieza a entender cómo funciona la mente del hombre.

La hondura y el misterio del pensamiento animal quiere ser disfrazado de no pensamiento. La inmensa vida que los otros cuerpos no nos revelan, quiere ser tasada con la burda medida de un pensamiento único, para ser más fácilmente catalogada en el bestiario de nuestra propia invención. Esta opresión ha sido sufrida, a lo largo de la Historia, por todo aquel grupo vivo que ha sido excluido del canon de lo humano.

***

Me releo y pienso que alguien podría decir que en este texto hablé de muchas cosas y no de las mujeres (aunque el feminismo animalista ve a las hembras no humanas en esa estela de amor y potencia en que mira a las mujeres). Leí las bellas editoriales que precedieron a esta y sentí que era poco lo que podía añadir a todo eso que mis compañeras han dicho. No quería añadir ruido a esas voces. Entonces, hice lo que suelo hacer cuando no sé qué decir: me puse a escribir, para ver qué pasa. Me costó mucho volver a las imágenes con que empiezo el texto. Huí de ellas hace bastante y las mantengo al margen de mi cotidianidad para poder vivir una vida vivible: esa es mi gran represión. Creo que sí hablé sobre las vidas animalizadas como tema central, la presencia de las mujeres está desplazada: del lugar pasivo del tema al lugar activo de la enunciación. Si alguna esperanza tiene la utopía animalista, la utopía anti carcelaria, la utopía social, ella reside en la radical lucha de los feminismos, en su obstinado y testarudo desear. Nos mueve el deseo, dice la consigna: y se sabe que lo que quiere el deseo, es siempre seguir deseando.

Compartir

Autoras

Daniela Alcívar Bellolio

(Guayaquil, 1982). Escritora, crítica literaria, investigadora académica y editora. Doctora en Literatura por la Universidad de Buenos Aires. Becaria de CONICET y del Fondo Nacional de las Artes (Argentina). Miembro del Comité Editorial de la revista Sycorax (www.proyectosycorax.com). Editora general en Editorial Turbina (Quito). Es autora de los libros de ensayos Pararrayos. Paisajes, lecturas, memorias (Quito, Turbina, 2016; La Caracola / Tiresias, 2021) y El silencio de las imágenes (La Caracola, Quito, 2017), del libro de relatos Para esta mañana diáfana (Quito, Ruido Blanco, 2016, Centro de Publicaciones de la PUCE, 2021; Valparaíso, Libros del cardo, 2018) y de la novela Siberia (Premio Joaquín Gallegos, 2018; Mención de honor La Linares, Quito, 2018. Publicaciones: Campaña de Lectura Eugenio Espejo, Quito, 2018; Mantis Narrativa, Santa Cruz de Bolivia, 2019; Candaya, Barcelona, 2019; Beatriz Viterbo, Rosario, 2020). Vivió en Buenos Aires entre 2005 y 2017. Actualmente dirige el Centro Cultural Benjamín Carrión en Quito.