El 28 de septiembre de 2021, la Fiscalía General del Estado publicó un comunicado en su cuenta de Twitter. Informaban que junto a la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (ACESS) “allanaron las instalaciones de una clínica ubicada en Chone por presuntos actos de odio en contra de una persona de la comunidad LGBTIQ+”. Como parte de la investigación, la Fiscalía “ejecutó un allanamiento en otra clínica ubicada en El Carmen (provincia de Manabí) en la que 17 personas estaban recluidas contra su voluntad, dos de ellas menores de edad”.
Eran dos centros clandestinos, que además de ofrecer tratamientos de rehabilitación para el consumo problemático de alcohol y drogas, ofrecían las mal llamadas “terapias de deshomosexualización”. A estos lugares fue enviada Ariel Karlina Quiroz por sus hermanos como parte de un ciclo de violencia física, psicológica y patrimonial de años. Allí fue torturada por su identidad de género. Gracias a su denuncia, al menos estos dos centros ya no operan más en Ecuador.
Esta es su historia.
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Cuando Karlina tenía 9 años, su hermana María y su prima Jessenia (nombre protegido) –quien es como su hermana– la ayudaron a subirse sobre unos ladrillos para que alcanzara la cocina de su casa. Le enseñaron a hacer menestra de lenteja, a sazonar, cortar cebollas, hervir arroz. Era toda una aventura para ellas. Hasta se podría decir que era una travesura porque lo hacían a escondidas, entre risas, cuando su madre, padre y sus dos hermanos varones no estaban.
“Me encantaba cocinar desde que era niño, pero no me dejaban. Es que yo vengo de otra época, donde decían que la cocina era para las mujeres”, cuenta Karlina, de 52 años, sentada en un sillón con la pierna cruzada, mientras nos mira con una sonrisa amplia, contagiosa, y un brillo natural en sus ojos que desbordan alegría.
Cocinar no era lo único que hacían cuando se quedaban solas en casa. Karlina les pedía prestado los tacones y vestidos a sus hermanas. Se los ponía feliz, como si esos trajes floreados de colores fuertes hubieran sido hechos para ella. Para ese entonces, Karlina ya sabía que le gustaban los niños y no las niñas.
“Quería compartir con mis hermanas, sentirme como ellas”, dice. “Y me gustaba coser los vestidos de las muñecas a escondidas. En una de esas, mi papá me descubrió haciéndolo y me pegó”.
Para su padre era inconcebible que su hijo estuviera haciendo “cosas de mujeres”. Y es que en su niñez era muy difícil que Karlina consiguiera comunicar algo fundamental sobre su identidad: que no se reconocía como niño, sino como niña.
“A mí nunca me pareció ser hombre porque nunca lo sentí y eso fue lo que me condenó ante ellos desde muy temprana edad”, dice. “Y dije por último ‘yo soy gay’ y eso les pareció atroz. Por eso decidieron castigarme, perseguirme y encadenarme y hacerme todo lo que me hicieron”.
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Karlina creció en la ciudad de Chone, en la provincia de Manabí, una zona calurosa y húmeda de la costa ecuatoriana. Vivía con su mamá, sus dos hermanos mayores, una hermana, y su prima hermana, Jessenia. Su papá estuvo ausente, se iba y volvía por temporadas largas ya sea por el trabajo o por la otra familia que todos sabían que tenía. Según cuenta, su madre venía de una familia adinerada que vivía de la agricultura, el ganado y la pesca. Así que, de vez en cuando, su padre aparecía por la casa.
“Se quedaba por ahí unos ocho días y lo que se podía llevar de la casa, se llevaba”, recuerda Karlina. “Mi papá fue siempre un ogro, él fue un maltratador. Un abusivo con mi mamá y conmigo. Me insultaba, me pegaba desde pequeño, desde que era niña”. También golpeaba a sus hermanos y a sus hermanas. Vivían con miedo, midiendo al milímetro sus acciones para que su padre no les agrediera. Cuando él se marchaba de casa, se respiraba calma, pero su violencia dejaba un rastro en la dinámica familiar. “Mi padre era abusivo y así se hicieron mis hermanos. Tienen el legado de él”, dice.
La mamá de Karlina se dedicaba a hacer salprieta para vender en las vecindades y en las tiendas en Chone. Solía salir muy temprano en la mañana y se llevaba a su hija y a su sobrina con ella. Karlina, de ocho años, se quedaba sola con sus hermanos varones y sabía exactamente lo que le esperaba: uno de ellos comenzaba a golpearla, a amenazarla, y la obligaba a quedarse arrodillada por horas hasta que su mamá regresara a casa.
“Tal vez porque me veía más frágil, más como femenino. A uno siempre se le va notando”, dice.
Así creció Karlina, con miedo, aguantando golpes e insultos. Hasta que un día, cuando tenía catorce años, un amigo le ofreció irse con él a Manta, una ciudad con salida al mar a una hora y media de distancia de Chone. Su amigo tenía veinte años y, según Karlina, “él ya se vestía de mujer”. Mientras tanto, ella recién comenzaba a explorar su expresión, identidad de género y orientación sexual.
Karlina tenía un poco de miedo. Después de todo, era una ciudad nueva y tendría que escapar de su casa. Frente a los maltratos prefería aventurarse a lo desconocido. Además, decidió irse porque tenía ganas de volar, de ser libre. “No quería ser Carlos, quería ser Karlina”, dice. “No llevé mucha ropa porque no la iba a necesitar allá, esa ropa era de hombre”, recuerda.
De las primeras cosas que hizo Karlina cuando llegó a Manta fue iniciar lo que ella llama su transformación. Se depiló las cejas y se compró un traje de dos piezas, de una tela brillante, color rojo, que parecía de plástico, con un escote en V y mangas cortas. También se compró, por primera vez, unos tacones altos como los que tomaba prestados de sus hermanas cuando era niña.
“Yo me sentía espectacular, increíble, quería salir a pasear, como cuando posas ante las cámaras, las luces y quieres bailar”, recuerda con una sonrisa enorme en su rostro. “Como la canción de Gloria Trevi, ‘Todos me miran’”. Porque, así como dice la letra, Karlina se soltó su cabello largo, se vistió de reina, se puso tacones, y se pintó y era bella. Ya no cargaba las cadenas de su madre y padre que la retenían.
Pero no todo era libertad y brillantina en Manta. Su amigo la llevó a bares para explotarla sexualmente con hombres que llegaban de Europa, y pagaban por servicios sexuales con chicos jóvenes. “Yo no lo quería hacer, pero mi amigo me decía que había que comer, que había que sobrevivir”, cuenta. Así que ella aceptó porque le daba terror que, si no lo hacía, le tocaría regresar a la jaula de su familia. Karlina le entregaba el dinero obtenido a su amigo para que él comprara comida o lo que necesitara para la casa.
Quince días más tarde, su madre descubrió su paradero después de hablar con varias vecinas y vecinos en Chone. “Cuando me vieron, se asustaron, se horrorizaron porque ya no era Carlos sino Karlina, la que siempre he querido ser”, dice. En ese momento, su madre le dijo que no pusiera resistencia ni saliera corriendo. Que si no se iba por las buenas, meterían a su amigo a la cárcel porque ella era menor de edad. Karlina la obedeció. Así que fue a su cuarto y se puso la ropa de “hombre” que había llevado, esa que pensó que nunca más necesitaría.
Se subió al auto y su mamá y papá le dijeron: “Ahora sí vamos a tomar otras medidas contigo”. Karlina no podía dejar de llorar, estaba llena de susto. “Me arrastraron al calvario y al sufrimiento. Ahí empezó mi tortura”.
La llevaron a una casa de campo que estaba alejada de todo en la vía San Vicente en la provincia de Manabí –una zona de pescadores, llena de pampas y manglares–, donde su madre tenía una camaronera. La agarraron de pies y manos y la metieron a la casa donde la encadenaron a la pata de una cama pesada que estaba empotrada. Le pusieron una cadena gruesa con un candado grande y le dejaron un balde al lado para que orinara y defecara.
“Ahí, encadenada, mi papá me pegó. Me dejó más muerta que viva. Me dijo que le daba vergüenza, que tenía que cambiar a la buena o a la mala. Que prefería verme muerta que así”, recuerda.
Día tras otro, su vida se redujo a las cuatro paredes de ese dormitorio. Su mamá y papá se quedaron a vivir con ella y le daban de comer y beber, pero nunca la soltaban. Si su mamá salía por algún motivo de casa, su papá la golpeaba hasta el cansancio y sin piedad. Ella quedaba inconsciente, con fiebre, escalofríos, heridas y moretones.
La violencia era algo recurrente. Cuando sus hermanos iban a la casa, también la golpeaban. Sus hermanas tenían prohibido acercársele porque no querían que la ayudaran. Karlina solo tenía la compañía de una perrita llamada Lassie que después de las golpizas se acercaba a lamerle las heridas y las lágrimas.
Así pasó un año. Poco a poco, Karlina preparaba todo para el día de su escape. Tenía escondida una funda con una camiseta y un pantalón y, cada vez que podía, intentaba abrir el candado con lo que encontrara. Dado que su cuarto estaba pegado al de su mamá y papá y había un hueco que los conectaba, utilizaba un palo de escoba para alcanzar el bolso de su mamá y buscar las llaves del candado o dinero. La mayoría de las veces solo encontraba lo segundo, y guardaba esos billetes para el día de su huida.
Hasta que un día encontró lo que tanto esperaba: las llaves que la liberarían. “‘Bingo’, yo dije, ‘es mi oportunidad’”, recuerda. Su corazón palpitaba aceleradamente. Era de madrugada y mamá y papá roncaban en el cuarto de al lado. Con mucho cuidado Karlina sacó las llaves, tomó un poco más de dinero y abrió el candado. Cuando se soltó vio que tenía una marca en la pierna que le ardía por todo ese año de encierro. Agarró la bolsa con la ropa, el dinero que había reunido y saltó por la ventana de la casa, tres metros abajo.
“Caí parado y ahí sí nunca miré atrás. Corrí, corrí y corrí como un kilómetro”, cuenta. Huyó entre los ceibos, los algarrobos y el camino de tierra sin pensar en nada más que alejarse. “Aun si hubiera habido vidrios en el piso, yo lo sentía como si fueran flores porque era mi libertad”.
Pero esa no sería la única vez que su papá y mamá tratarían de encadenarla y encerrarla, como ha pasado con tantas personas en Ecuador, cuya orientación sexual incomoda y no es aceptada por sus familias. Según un estudio publicado en 2013 por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos sobre las condiciones de vida y los derechos humanos de la población LGBTI, del total de las personas entrevistadas, el 70,9% reportó haber vivido algún tipo de imposición y control por parte de su familia. En muchos casos, recibían amenazas de “corregirlas” o “curarlas” cuando las personas revelaban su orientación sexual.
Lo mismo encontró una investigación realizada por la Fundación Mujer y Mujer en Guayaquil en el año 2018: una correlación entre la visibilidad de su identidad y el nivel de violencia que recibían por parte de sus familiares, como discriminación, exclusión, represión, violencia psicológica. En este último estudio, el 53,4% dijo haber pasado por terapias psiquiátricas o psicológicas, el 19,5% haber sido llevada ante curas o pastores y el 11% ha permanecido en encierros, como le pasó a Karlina.
A ella la encerraron tres veces más en diferentes centros en contra de su voluntad: en un hospital psiquiátrico en Guayaquil y, en dos ocasiones, en un hospital en Quito. Las dinámicas de captura eran muy parecidas: un grupo de hombres la interceptaban, la sedaban y la metían en un carro. Cuando ella se despertaba, no tenía idea de dónde estaba. Pero sabía que su papá y su mamá eran quienes la habían enviado allá porque los psicólogos que la atendían le decían cosas como: “Bueno, tú no estás loco. Aquí tu familia te ha traído por tu preferencia sexual”. También le decían que mensualmente recibían una paga por retenerla en esos lugares.
En esos primeros encierros forzados, Karlina solo se identificaba como gay porque no sentía que podía identificarse libremente como mujer. “Imagínate si yo me transformaba, mi familia me quemaba”, dice. “Yo nunca pude hacer mi transición como mujer porque, siempre que quería, era golpeada y encerrada”.
En el hospital en Quito, allá por 1985, Karlina se enfrentó a la violencia psicológica por parte de un cura que la visitaba. Le decía que “eso estaba mal ante Dios, era un pecado y que tenía que dejarlo”, recuerda. “A veces sí le creía porque de tantas cosas que me habían pasado, terminas pensando que realmente era algo malo”.
Karlina rondaba los 15 o 16 años y ya había sido encerrada una semana en un psiquiátrico en Guayaquil y casi un año en otro psiquiátrico en Quito. Ella siempre lograba escapar, pero su familia la volvía a capturar. En una ocasión incluso la llevaron a un lugar dedicado al encierro de adolescentes que han cometido algún delito. Su madre y su padre la metieron ahí por un supuesto “trastorno de conducta”.
“Me llevaron ahí porque el cura les aconsejó que no me dejaran en libertad porque iba a ir al mundo a pecar, a desbaratarme en la homosexualidad. Que me pusieran freno, que ya me habían encadenado y todo, y yo no quería parar”, dice Karlina. “Pero yo solo quería ser libre”.
Karlina estuvo 45 días ahí, hasta que cumplió la mayoría de edad. Después la pasaron a otro lugar y desde el primer día le hicieron trapear el piso, la obligaban a rodar por las escaleras y la regañaban si no tendía bien la cama. Estuvo ahí por siete meses, hasta que una de sus hermanas, María, fue a visitarla.
“Le rogaba que me sacara de ahí”, cuenta Karlina. Su hermana no necesitó escuchar más y al regresar a Chone le dijo a su mamá que la dejara libre, que no podían encerrarla más. Discutieron, pero al final su mamá decidió sacarla. Fue a Quito a recogerla y cuando Karlina la vio, no podía más de la felicidad.
Su madre sabía que su hija no podía regresar a Chone porque volvería a vivir violencia. Es así que la dejó a cargo de su hermano –tío de Karlina– en Quito para que continuara sus estudios. La familia materna quería mucho a Karlina y siempre respetó su identidad. Un año más tarde, ella volvería a Chone y finalmente terminaría el colegio ahí.
Karlina finalmente se graduó del colegio en el año 1992, cuando tenía 22 años. Y ahí comenzó una parte importante de su emancipación. Nuevamente, un amigo de Chone le dijo que se fuera con él a vivir a Manta. Como ella ya era mayor de edad, nadie podía decirle que no, así que empacó sus maletas y se fue.
Cuando llegó, se sentía rebelde, porque por fin podía disfrutar de su vida. “En mi adolescencia estuve encerrado, encadenado”, cuenta Karlina. Cuando salía los fines de semana, se ponía vestidos, puperas, tacones y se maquillaba. “Me transformaba”, dice mientras mueve sus manos imitando los gestos que hacía al prepararse para salir. “[Antes] había como esponjas que [usabas] para hacerte un cuerpo artificial [y ponerte] caderas o nalgas. Entonces yo tenía en mi clóset un cuerpo entero para la noche”.
Ya en Manta y con la ayuda económica de su mamá, se inscribió para estudiar administración y turismo en la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí. Ahí le gustaban las clases de protocolo y etiqueta, y también las de cocina. Finalmente podía incursionar libremente en ese arte que tanto le llamaba la atención desde pequeña y empezó a experimentar con sabores, ingredientes y platos que le enseñaban sus amigos. Ahí también nació oficialmente su nombre: Karlina.
“Yo me presentaba como Carlos, pero mis amigos me decían Karlina. Al principio como que no me gustaba que me digan así frente a la gente porque no te olvides de dónde yo venía”, dice, refiriéndose a Chone, a la represión de su familia, a todo lo que vivió cuando era joven. Pero poco a poco fue identificándose más con ese nombre. Le hacía sentido llamarse así.
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“Carlos es una persona reprimida, es alguien que ha estado encerrado en un clóset. Karlina ya es alguien que ha estado afuera, sin nada que ocultar porque no hago nada que me avergüence. Y esa es mi vida, es mi cuerpo y yo decido”, dice.
Después de que Karlina nos contara esto, nos detuvimos un momento para descansar. Fue una de las tantas pausas que hicimos durante horas de entrevista. Pausas en las que nos cocinó su plato favorito, arroz con atún, y donde bromeamos sobre la popular frase “en casa de herrero, cuchillo de palo”. Pausas en las que mi compañera, Karen Toro, fotografió a Karlina en la terraza del lugar donde se estaba quedando. Imágenes en las que aparece con los brazos abiertos, apuntando hacia el cielo, extendiendo sus alas.
Pausas en las que, con su mirada risueña, su actitud bromista y su risa incontenible le dijo a un amigo suyo que le estaban sacando fotos porque ahora era modelo, para luego soltar una carcajada. Pausas en las que nos hizo escuchar sus canciones favoritas de Gloria Trevi, Ana Belén y Víctor Manuel.
Y es que no podía ser de otra forma. No se puede escuchar una historia como la de Karlina sin esas pausas que nos recuerdan quién es ella, más allá de la violencia a la que ha sobrevivido. Quién es Karlina cuando solo es eso: Karlina.
Cuando terminó sus estudios en Manta, Karlina regresó a Chone. Para ese entonces sus hermanos habían vendido las camaroneras de su mamá, le quitaron la casa de campo y ella pasó de ser una mujer adinerada a ser una empobrecida. Karlina comenzó a vivir con ella, a cuidarla y abrió un restaurante que se llamaba “Rincón de Arjona”. Le puso ese nombre porque al novio que tenía en esa época, con quien ya iba cinco años, le encantaba ese cantante. “Fue un éxito total. Todo Chone buscaba ese lugar para comer porque la comida era espectacular, tenía mucha acogida”, cuenta Karlina. “No había un lugar así en Chone, era súper nice y a full”. Solo ponían música de Arjona y tenían una pantalla gigante con sus videoclips.
Cinco años más tarde, su novio terminó con ella. Él había decidido tener una familia tradicional. Karlina cerró su restaurante y entró en depresión. Así pasaron cinco años más, hasta que la hipertensión, la diabetes y la artrosis en la rodilla de su madre empeoraron. Karlina se dedicó completamente a cuidarla y pospuso su vida. Con la finalidad de cuidar de su madre, hizo un curso de auxiliar de enfermería donde aprendió a limpiarla, administrarle medicamentos y más tareas de cuidado. En ese tiempo se hicieron más unidas que nunca porque solo se tenían la una a la otra. Dice que nunca guardó resentimiento por lo que le pasó en la adolescencia. “No soy el tipo de persona que alberga rencor dentro de uno porque eso me ata, me hace daño y me haría igual a ellos”, dice.
Por diez años, Karlina cuidó de su madre hasta el último de sus días. En julio de 2018, un día antes de su muerte, cuando tenía 82 años, su madre le dijo: “Quiero que me prometas que no te vas a detener, ahora puedes irte a cualquier lado y no permitas que tus hermanos te hagan daño ni te quiten la casa”.
Cuando su mamá murió, Karlina se quedó sola, viviendo el duelo. Así estuvo por siete meses, hasta que las últimas palabras de su madre se cumplieron. “Mis hermanos aprovecharon ese momento para despedazarme, destruirme, que era lo que más querían”, dice.
Un día, a finales de octubre de 2019, Karlina se estaba preparando para ir a lavar ropa donde su hermana Jessenia. Un conocido tocó su puerta y le dijo que quería que le preparara una comida. Karlina aceptó, pero cuando salió de la casa se encontró con cuatro hombres interrumpiendo su paso. “Y ellos se me tiraron encima, me comenzaron a pegar puñetes, patadas, me pusieron una capucha y me comenzaron a arrastrar”, cuenta. La esposaron, la subieron en un carro y se la llevaron. Era más o menos el mediodía y nadie vio lo que pasó.
Cuando la bajaron del auto, le sacaron la capucha y Karlina vio que estaba en una clínica de recuperación de narcóticos anónimos llamada “Centro Especializado en Tratamiento de Adicciones Masculino Libertad sin Límites”, ubicado en San Antonio, en la zona rural de Chone. Justamente, la libertad que tanto añoraba y buscaba Karlina era lo que le quitarían en ese centro de tortura.
Como explica un informe realizado por la organización Taller de Comunicación Mujer, “Terapias de Deshomosexualización en Ecuador”, el discurso que les dan los dueños de estos centros a las familias es que así como una persona puede admitir que tiene una “adicción” a una sustancia, puede admitir que la atracción a una persona de su mismo género o sexo también lo es. Involucran a entidades religiosas conservadoras y fundamentalistas del cristianismo y el catolicismo como parte de su “tratamiento”, como curas o pastores para que vayan a realizar las denominadas “terapias de deshomosexualización”. Lo disfrazan bajo la figura de consejería o acompañamiento espiritual, que es lo mismo que vivió Karlina cuando estuvo en el psiquiátrico en Quito durante su adolescencia.
La gente que contacta a estos centros paga altas sumas de dinero para mantener a sus familiares en encierro, para que les den esos supuestos tratamientos. Y a pesar de todo el dinero que reciben, los centros clandestinos operan bajo condiciones precarias. No tienen permisos del Ministerio de Salud Pública (MSP) ni cuentan con el aforo ni las instalaciones mínimas. Ni siquiera tienen personal capacitado, como les aseguran a las familias, y utilizan métodos violentos y coercitivos para que las personas cedan a sus “terapias”. En otras palabras: son centros de tortura.
Es importante dejar claro que la forma en la que operan es un delito, un negocio y una estafa por donde se lo mire. La Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades y otros problemas de salud en 1990. Esto fue un logro de los colectivos de personas LGBTIQ+, quienes, tras una larga lucha, también habían logrado que la Asociación Norteamericana de Psiquiatría retirara la homosexualidad del listado de “desviaciones sexuales” en 1973.
Ofertar terapias que no tienen asidero científico, como la deshomosexualización, es un engaño, una vulneración a los derechos humanos. La homosexualidad y la experiencia trans no son una enfermedad y no hay nada que curar. Sin embargo, estos lugares siguen ofertando la “terapia” y funcionan en Ecuador.
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El centro al que llevaron a Karlina, en 2019, consistía en una casa blanca de dos pisos, con pósters de los fundadores de narcóticos anónimos: Bob Smith y Bill Wilson. Las ventanas tenían rejas y en una de las paredes exteriores había un dibujo de una hoja de marihuana tapada con un símbolo de “prohibido”.
En el centro estaban internadas cerca de 25 personas más. Karlina recuerda que las primeras palabras que escuchó allí fueron: “Aquí todos tus derechos y tu voluntad no valen, aquí no eres nadie y tienes que hacer todo lo que te digamos”. Karlina estaba en shock.
Cuando el personal del centro vio que ella estaba sentada con la pierna cruzada, se le acercaron y uno de ellos le dijo “¡Siéntate bien! Esa no es manera de sentarte pues aquí te vamos a quitar la mariconada. Aquí vienes a hablar como hombre y a portarte como hombre”. Karlina ya tenía 50 años, había sobrevivido a muchas otras violencias y no iba a dejar que la obligaran a ser alguien que no era. Le respondió: “Yo me siento como a mí me dé la regalada gana. A estas alturas de mi vida, ni tú ni nadie me va a cambiar”.
La golpearon, la botaron de la silla y le dijeron que se sentara otra vez, pero “como hombre”. Karlina no les hizo caso y volvió a cruzar la pierna. “Yo decía, si voy a morir que sea en mi ley”, recuerda. Cruzar las piernas era su acto de rebeldía. Cuando Karlina les preguntó por qué estaba ahí, le respondieron que sus hermanos creían que ella andaba en “malos pasos”, pero la verdadera razón era otra: sus hermanos acudieron al centro porque querían las llaves de la casa que su madre le había heredado para quedársela ellos. Tal y como le había dicho su mamá un día antes de morir.
“Me decían es que tú estás mal, tú estás enfermo, tú necesitas ayuda”, dice Karlina. La golpeaban y le decían cosas como que debía avergonzarse de su sexualidad, que debía cambiar su manera de hablar, de comportarse y que ser homosexual era “lo peor que había en la vida”. Pero Karlina, firme y llena de fortaleza, les respondía: “[Yo] me podía avergonzar de tomar un trago quizás, pero yo no me voy a avergonzar de mi sexualidad porque eso es parte de mí y así nací y así voy a morir”.
Karlina también recuerda que si alguien se dormía o no prestaba atención durante las supuestas “terapias”, les hacían algo llamado “despertar espiritual”. Pero de espiritual no tenía nada: les golpeaban con tablas gruesas hasta que estas se quebraran. A pesar de todo, ella no cedía ante la violencia. “Como me rebelé muchas veces, muchas veces me encadenaron”, cuenta. La dejaban uno o dos días sin comer ni tomar agua.
Según recuerda, ella era la única que estaba allí por su orientación sexual, pero otros pacientes vivían el encierro por ser “infieles”, o porque tenían “adicción” a sustancias. Todas las personas estaban ahí en contra de su voluntad. Karlina calcula que los dueños cobraban entre 600 y 700 USD mensuales por “paciente”. Mientras tanto, su hermana Jessenia la buscaba por todos lados y, aunque llegó a saber dónde estaba, no podía verla ni sacarla. Los hermanos habían dado instrucciones de que no la dejaran entrar.
Tras 90 días de encierro, Karlina escuchó que su hermano la trasladaría a otro centro de tortura en Machala. Se escapó por una de las ventanas del centro y corrió. Pero los del centro se dieron cuenta enseguida y la capturaron otra vez. Karlina estaba herida en el brazo, pues se había lastimado con la mariposa de una licuadora. Dice que prefería morir a regresar. Pero volvió al encierro, le pusieron limón sobre las heridas y de nuevo fue encadenada y golpeada.
Finalmente María, hermana de Karlina, intervino y decidió sacarla de aquel centro. Esta vez, este encierro forzado tendría otras consecuencias, pues Karlina decidió denunciar a sus hermanos. Fue a la Defensoría del Pueblo y presentó su denuncia por violencia intrafamiliar. Le hicieron un examen psicológico, se comprobó que había sido víctima de un delito y se informó a Fiscalía. Le dieron una boleta de alejamiento para que sus hermanos no se acercaran. Se suponía que debían sancionarlos, pero eso no pasó.
Como sucede en varios casos, esas boletas de alejamiento, en la práctica, no sirven de mucho. Un día, uno de sus hermanos se metió a su casa e intentó asesinarla con un martillo. Karlina tenía un botón de pánico y la Policía llegó y se lo llevó preso a Bahía de Caráquez. Al día siguiente, lo liberaron porque padecía de diabetes e hipertensión. Después de eso, Karlina pidió nuevamente una boleta de alejamiento.
Pero, una vez más, la boleta no funcionó. Sus hermanos volvieron a encerrarla en una clínica de “recuperación” en El Carmen. Karlina tenía en esa época heridas sin cicatrizar por completo, causadas por una expareja con quien mantuvo una relación violenta. No podía defenderse de nadie. “Te vamos a llevar a un lugar, Carlitos, donde vas a ser un hombre, vas a tener que hablar como hombre y comportarte como hombre”, recuerda que le dijeron los tipos que la capturaron en las calles de Chone.
Ella, una vez más, les dijo que no la iban a cambiar. Los hombres la arrastraron, la esposaron y la encerraron en el centro. La obligaron a desnudarse y a bañarse “como hombre” frente a todos. A ella no le quedó más que hacerlo. No podía aguantar una paliza más. Mientras se bañaba, todos la miraban, le hacían ponerse frente a ellos, alzar las piernas, darse la vuelta para verla por detrás. “Eso es una tortura, que tú estés enseñando así tu cuerpo, desnudarte frente a alguien que no tienes confianza”, dice.
Sus hermanos y un sobrino habían acordado pagarle 6.000 USD al centro para que la tuvieran un año encerrada. Así que, a fin de recibir parte del pago, la obligaron a grabar un video para enviárselo a ellos como confirmación de que ya la tenían capturada. Le dijeron que, si no lo grababa, la golpearían otra vez. Ese video ha circulado ampliamente por Internet. En él se ve a Karlina, delgada, con los ojos cansados, débil, aguantando las lágrimas.
Karlina no estuvo más de un día en esta clínica. Como ella había quedado en encontrarse con su sobrina, la hija de Jessenia, la noche que la secuestraron, su sobrina se dio cuenta de su ausencia enseguida. “Yo la llamaba al teléfono y no me contestaba. Le dije a mi hija que algo me olía mal, que se la habían llevado a esas clínicas”, cuenta Jessenia. “Yo no dormí en toda la santa noche. Lo presentía porque en mi mente se me venían tantas cosas: se la habrán llevado a algún terreno baldío, la habrán dejado amarrada, la habrán matado. Se me venían tantas cosas a la mente”.
Al día siguiente, Jessenia averiguó por todas partes dónde estaba Karlina. Nadie le daba razón hasta que una persona la llamó y le contó que había visto cómo los de la clínica se la habían llevado, y le dio el nombre de uno de ellos. En ese momento, Jessenia se fue a hablar con él. “Yo, la verdad, perdí el control, estaba fúrica”, recuerda. Le pidió decirle dónde estaba Karlina porque si no volvería con la Policía. Cuando el hombre le dijo dónde estaba, Jessenia fue a buscar a su hija y a María, la otra hermana de Karlina, y fueron a sacarla de este centro que quedaba a dos horas y media de Chone.
“Yo no estaba asustada, yo estaba con coraje. Porque, cómo le digo, eso es algo que no tiene perdón de Dios, coger a una persona así, en estas condiciones y llevarla a un lugar donde va a ser maltratada”, dice Jessenia.
Cuando llegaron, el portón estaba abierto. Era una casa grande, al borde de la carretera. Los recibió un trabajador de la supuesta clínica. Jessenia y María exigieron que soltaran a Karlina y le mostraron la boleta de alejamiento que ella tenía en contra de sus hermanos. “De aquí no nos vamos hasta que no nos la llevemos”, le dijo Jessenia al hombre. Al verse presionados, los hombres les pidieron que firmaran unos documentos antes de sacarla, pero ellas exigieron que primero la soltaran. Cuando Karlina salió, Jessenia la abrazó fortísimo y le dijo: “Dale gracias a Dios que estamos con vida porque así sea al infierno que te lleven, ahí te hemos de buscar”.
“Yo me sentía alegre porque habíamos triunfado en ese momento, pero no sabíamos qué más nos podía esperar por acá y nos enteramos [de] que el hermano [de Karlina] había dicho que le iba [a] hacer coger otra vez”, dice Jessenia.
Al día siguiente, ya un poco recuperada de los golpes, Karlina fue a denunciar lo que le había pasado. Pero como antes ya lo había hecho y no había recibido una respuesta del sistema de justicia o protección por parte de la Defensoría del Pueblo en Chone, una compañera trans la asesoró para que su caso llegara a la dirección técnica del Consejo Nacional para la Igualdad de Género (CNIG), la institución encargada de garantizar la igualdad real y la no discriminación hacia las personas LGBTIQ+ en Ecuador.
Agosto de 2021, la abogada Carmen García Zambrano conoció la historia de Karlina. Ella trabaja como analista en el CNIG y enseguida puso manos a la obra.
“La resistencia en Chone es muy terrible porque Karlina tiene miedo de estar en su propia ciudad”, recuerda García. “Ella nos dijo que había puesto denuncias en Chone pero que no hacían nada a su favor y que no veía respuesta del Estado. Ella se sentía sola y nos dijo que esta institución [el CNIG] era su última oportunidad, su última esperanza”.
Desde el CNIG activaron el sistema de protección para su caso. Primero contactaron a la Fiscalía en Chone para que pusiera atención a la denuncia de Karlina en contra de sus hermanos por el incumplimiento de la medida de protección que tenía a su favor. Una denuncia que, según García, estaba estancada hasta ese momento por prejuicios de las personas a cargo. Es así que contactaron a la Defensoría del Pueblo para que vigilara el caso. Adicionalmente, pidieron al Gobierno autónomo descentralizado de Chone que les informaran sobre cuáles eran las políticas de protección que efectivamente se estaban ejecutando para eliminar la discriminación y violencia contra las personas LGBTIQ+ en el cantón. Pero hasta la fecha de la entrevista con García, no habían recibido ninguna respuesta.
También contactaron al MSP para que Karlina tuviera acompañamiento psicológico y físico, y para que iniciaran el proceso de investigación de los centros en los que fue encerrada. Esto, porque es el Ministerio el que, a través de la ACESS, debe regular a las clínicas de rehabilitación por alcohol y drogas en Ecuador.
“Para nosotras era muy importante el hecho de clausurar esas clínicas porque eso también es una parte de la reparación”, dice García. Fue gracias a estas medidas que clausuraron los dos últimos centros donde Karlina estuvo internada contra su voluntad, los mismos centros sobre los que tuiteó la Fiscalía General del Estado en septiembre de 2021.
“En este caso, acudió la Fiscalía porque existía una denuncia por delito de odio y de secuestro”, explica el director zonal 4 de ACESS, Francisco Villota, que estuvo en ambos operativos. Él cuenta que junto al MSP, el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) y la Policía Nacional llegaron a la ubicación para inspeccionar el lugar. Cuando llegaron a la clínica en Chone, en la que Karlina estuvo casi noventa días encerrada, les atendió un director quien les entregó las historias clínicas y todos los documentos que le pidieron. El MSP hizo una evaluación psicológica a todas las personas que estaban internadas allí, para detectar si habían sido víctimas de violencia.
La Periódica solicitó información al MSP sobre los resultados de esta evaluación, pero nos informaron que no podían entregarnos los datos porque sigue abierta la investigación.
Sin embargo, parte de los hallazgos fueron que estos centros en realidad no tenían permiso de funcionamiento, que estaban prestando un servicio de salud clandestinamente y que existía hacinamiento. “Encontramos a personas encerradas en contra de su voluntad [cuando] todas estas personas que quieren un tratamiento para alcohol y otras drogas tienen que entrar voluntariamente a estos centros, si no, pues, se estaría configurando algún delito”, dice Villota.
El lugar era insalubre y había mal manejo de desechos comunes e infecciosos. En la planta baja había una oficina, un baño sin puerta, una habitación con un colchón en el piso y con una cocina. Ahí también había una habitación para subir al segundo piso que tenía un candado grande. Cuando la Policía les pidió que abrieran la puerta, los del centro trataron de evitarlo porque el dueño del centro todavía no llegaba. Pero la Fiscalía insistió y no les quedó más.
“Ahí estaban los muchachos, recibiendo un tratamiento vivencial, me imagino”, dice Villota. “Todos con camisetas rojas y los que iban de un día a tres meses [se sintieron] aliviados”.
En el segundo piso había al menos cuatro habitaciones con colchones sucios y viejos, y una de ellas tenía, en lugar de una puerta, un colchón. Había un baño sucio, donde la puerta era una sábana, y la salida de emergencia estaba con candado. “Era feo, la verdad, muy feo. Era una casa sucia”, dice Villota.
El ACESS, además, comprobó que ese centro no contaba con psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales ni personal adecuado para dar cualquier tipo de servicio de salud.
El procedimiento de clausura en el centro de El Carmen –el último lugar en el que estuvo encerrada Karlina– fue parecido. También fue suspendido porque no tenían permiso de funcionamiento, había hacinamiento, personas con discapacidad, adultos mayores que no sabían dónde estaban, y otras que estaban en contra de su voluntad. Era un lugar que había funcionado por más de diez años. Al igual que el centro en Chone, este tampoco contaba con personal de salud inscrito en el ACESS. Ahora, Villota dice, el dueño de ese centro en El Carmen solicitó una capacitación técnica, presentaron un reglamento interno y un plan terapéutico para obtener los permisos de funcionamiento.
Villota explicó que el ACESS no pone tarifas para cobrar a los familiares por las “terapias”, pero que en El Carmen vio “unas tarifas exorbitantes” de 2.400 USD por tres meses y 4.800 USD por seis meses de encierro.
Cuando le pregunté sobre las mal llamadas “terapias de deshomosexualización” que ofertan estos centros, me respondió que en las capacitaciones que hace el ACESS hacen hincapié en este tema. “Somos claros: esto no es una enfermedad y no tienen que prestar este tipo de terapias o tratamientos”, dice Villota. “La homosexualidad no es una enfermedad”. Cuando le mencioné que muchas veces el motivo para ingresarlas se disfraza como “trastornos de conducta”, como pasó con Karlina, me dijo que la institución está al tanto de esto, pero que no pueden controlarlo porque su competencia es simplemente vigilar que tengan permisos de funcionamiento, que cumplan con la matriz y la normativa legal.
Estos no son los primeros ni los únicos centros de tortura que se han clausurado en Ecuador. Según el informe de Taller Comunicación Mujer, en 2013 “se intervinieron cuatro clínicas y rescataron a aproximadamente 349 personas, se clausuraron temporalmente cinco centros, se clausuraron definitivamente 19 centros y un caso ha sido judicializado”. Y, en 2017, el Estado cerró 25 centros que ofertaban y practicaban “terapias de deshomosexualización”.
El problema con estos centros clandestinos es que cuando se corta la cabeza de uno, le crecen dos más: los dueños se relocalizan, pretenden suspender sus actividades o le cambian el nombre al centro en funcionamiento. Como pasó con el “Centro Especializado en Tratamiento de Adicciones Masculino Libertad sin Límites” en Chone, donde Karlina estuvo encerrada, por ejemplo.
Villota me explicó que este centro ya había sido clausurado antes, en diciembre de 2020, porque no tenía permisos. El dueño de la clínica realizó una declaración juramentada en la que se comprometió a no abrirla hasta que obtuviera los permisos necesarios, pero, claro, eso no pasó. «Pensamos, de buena fe, que esta persona ya no iba a prestar estos servicios.”, dice Villota.
Visitamos en Chone el “Centro Especializado en Tratamiento de Adicciones Masculino Libertad sin Límites”, quince días después de su clausura, para hacer fotos. Queríamos ver cómo era, en qué condiciones estaba. Ese día ya no tenía los sellos de “clausurado” ni signos de haber sido inspeccionado por el ACESS. No teníamos planificado parar porque, al estar cerrada, no pensábamos que habría alguien ahí dentro. Pero no, allí estaba Juan Carlos Solórzano, un hombre grande, alto, con una cicatriz larga y pronunciada en un lado de su cara, de facciones duras. Mientras hablaba, hacía gestos dominantes con su mano derecha en la que llevaba una manopla gruesa.
Comenzó la entrevista contando que él tuvo problemas por el consumo del alcohol y drogas y que fue ingresado en una clínica como la suya. Que gracias a esa terapia se «curó”.
Y esto no es casualidad. Se detecta un patrón: muchas personas que han sido encerradas en estos centros clandestinos, al salir se ponen sus propias clínicas y reproducen la violencia aprendida con otras personas.
“Lamentablemente, se piensa que cuando se trae a los chicos acá se los secuestra o se los trae en contra de su voluntad y en muchos casos puede ser una realidad”, me dijo Solórzano sin que yo le preguntara. “Pero el punto básico es que ninguno de esos chicos quiere venir por su propia voluntad porque están enfermos con las drogas”.
Solórzano es un hombre que habla rápido, sin parar y que se excusa constantemente. Cuando hablamos de la clausura de su centro, se quejó de que las autoridades no le notificaron con tiempo y que aparecieron intempestivamente para cerrar las puertas.
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En estos momentos, la ubicación de Karlina está protegida por su seguridad. La familia de su mamá la ha apoyado y la relación con su hermana Jessenia está más fuerte que nunca. Se hablan con frecuencia. Se cuidan a la distancia. Karlina le compra plantas para el jardín, como un árbol de mangos grande que nos mostró Jessenia cuando la visitamos en su casa. Ella afirma que nunca la va a abandonar, y mira feliz cómo su hermana ha comenzado a volar.
Empezando porque ahora tiene una página en Facebook que se llama “Karlina rompiendo cadenas” donde cuenta su historia con la esperanza de que no se repita. Eligió ese nombre para su página porque ella ha estado encadenada durante su vida, física y metafóricamente. “Y mira que siempre me han seguido las cadenas”, dice.
Publicar su historia en Facebook, dar entrevistas y compartir videos con su rostro le ha dado cierta seguridad de que, si algo le llegara a pasar, por lo menos ya no sería invisible. Su historia no quedaría impune y la gente sabría exactamente quién le hizo daño. Pero es mucho más que eso.
“Ahora que dije públicamente que soy Karlina, me siento libre. No está mamá que por ella me aguantaba para que no se incomodara, no se molestara, pero ahora sí me siento libre”, dice.
Karlina ahora ha convertido en uno de sus proyectos de vida ser activista por los derechos humanos, apoyar y buscar que estas supuestas clínicas y centros de tortura desaparezcan. Ella está libre, pero sabe que hay muchas personas más dentro que están pasando por el calvario que ella tuvo que vivir tantas veces. Por eso también Karlina quiere estudiar derecho: para poder defender a otras personas como ella y ayudar. “No voy a abandonar mi lucha, esto será parte de mí de ahora en adelante”, afirma.
También tiene planes de ponerse un restaurante con una amiga en una ciudad grande de Ecuador. Quiere finalmente dedicarse a la cocina, como siempre ha soñado, como siempre le ha gustado. Cuando la visitamos para esta historia, nos hizo probar un dulce de coco y otro de cereza que ella había hecho. Su plan es crear diferentes platos y vivir de lo que más le gusta hacer.
“Lo que yo quiero es ser Karlina y eso no tiene por qué afectar a nadie. Yo soy Karlina y lo voy a seguir siendo hasta el día en que muera”, nos dijo finalmente, terminando nuestra conversación. “Es ahora que me he liberado. Yo pongo ahora una foto de Karlina y me siento liberada, ya no tengo que mentir, ya no tengo que callar”.
“Si tantos años sufrí de encadenamiento y la gente y esos dogmas, hoy por hoy soy libre en ese aspecto, como esa canción que te dije”. Se refería a Vuelo blanco de gaviota de Ana Belén, su favorita.
“Si no abrimos las ventanas, todo seguirá igual”, dice la canción.
“¿Quién será el sagrado fuego que dará un impulso nuevo que nos lleve hacia aquel alto viento de libertad?”.
En la historia de Karlina, ese fuego ha sido ella misma. Ella ha sido quien ha conseguido ese vuelo alto. Ese vuelo blanco de gaviota hacia su libertad.
Equipo de trabajo para esta historia:
- Jeanneth Cervantes
Coordinación y edición general
- Karen Toro
Fotografía, registros en video y curaduría
- Lisette Arévalo
Reportería e investigación
- Samantha Garrido
Producción audiovisual y webmaster
- Daria #LaMaracx
Diseño gráfico y gestión de medios sociales
- Cristina Mancero
Corrección de estilo
Especial realizado con el apoyo de: