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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Karol E. Noroña

Sobrevivir, sostener y acompañar: ¿cuáles son los costos invisibles de la violencia contra las mujeres en Ecuador?

Ilustración: Monse Navas

Sus manos pequeñitas van bosquejando tres mujeres en la hoja de papel. En el centro, los rizos de su madre Cynthia (nombre protegido) que le caen hasta la cintura abrazan dos siluetas a su lado: su hermana Belén (nombre protegido), a la derecha, con un par de zapatos rojos y, a la izquierda, Adriana (nombre protegido), la autora, con un vestido rosado. Tiene 6 años y le encanta dibujar, pintar y crear. Se acerca y me muestra su “obra”: la familia de mujeres que su mamá intenta sostener. Desde abril de 2019 comenzaron una nueva vida, luego de escapar de las violencias psicológica y física a las que sobrevivieron, durante años, por parte de la expareja de Cynthia. Ahora están juntas, sin embargo, el camino es duro: los recursos no abastecen. “Perdí mi trabajo y hubo días en los que no tenía ni para comer. Como sea consigo para ellas. Estoy vendiendo varias cosas para generar dinero y mi mejor amiga me está ayudando a costear la terapia para mis hijas. Todo ha sido difícil, pero vamos saliendo”, relata.

Romper el círculo de violencia implica un largo recorrido de sanación, de acompañamiento, terapia y restitución en un país en el que 65 de cada 100 mujeres son violentadas de forma psicológica, económica, física o sexual al menos una vez a lo largo de su vida, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres (ENVIGMU) de 2019, desarrollada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC).

Si la violencia contra las mujeres ha sido silenciada históricamente, más aún lo han sido los efectos que genera. Uno de ellos es, precisamente, el impacto económico que, en el caso de Cynthia, ha implicado pasar días sin alimento y acudir a una amiga cercana para que sus niñas, quienes atestiguaron la violencia, puedan acceder a un acompañamiento psicológico. La violencia incide directamente en la autonomía y salud de las mujeres y también produce costos invisibles a nivel individual, en el interior del hogar, e incluso se extienden a la comunidad que las acompaña, las atiende y las apoya.

Historias como la de Cynthia se condensan en una cifra que dimensiona la problemática del impacto económico oculto: las mujeres, los hogares y las comunidades pierden USD 2.084,5 millones al año debido a la violencia en Ecuador, un costo alarmante que equivale al 1,92% del Producto Interno Bruto (PIB) del país. Ese es el principal resultado de “Los costos individuales, domésticos y comunitarios de la violencia contra las mujeres en Ecuador”, un estudio desarrollado por el Programa Prevención de Violencia contras las Mujeres (PreViMujer) –implementado por la Cooperación Alemana (Deutsche Gesellschaft für Internationale Zusammenarbeit | GIZ)– y por la Universidad San Martín de Porres (Perú).

Arístides A. Vara-Horna, autor del estudio, pone en evidencia los impactos ocultos a diferentes niveles y determina que son las mujeres agredidas quienes asumen más del 50% de la pérdida total (USD 1,2 mil millones en gastos de bolsillo e ingresos perdidos), mientras que en los hogares dicha pérdida es de USD 543 millones y en la comunidad –organizaciones, vecinas, amigas, acompañantes– es de USD 340 millones. Lo hace a través del análisis de una muestra de encuestas confidenciales de 2.501 mujeres de 18 a 65 años de las regiones Costa, Sierra y Amazonía, además de áreas rurales y urbanas, basándose en la información estadística del INEC.

Fuente: “Los costos individuales, domésticos y comunitarios de la violencia contra las mujeres en Ecuador”

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La violencia contra Cynthia comenzó de forma sutil y ascendió en escalada. “Al principio me decía: ‘Te verías mejor más delgada, ¿por qué sales así a la calle?, ¡te exijo que no vuelvas a salir sin mi permiso!’. Luego, comenzó a insultarme y con eso llegaron los golpes. Mis hijas vieron muchas de esas escenas horribles”, recuerda. Es esa violencia, la psicológica, la que viven la mayoría de mujeres en el país, con un 40,69% reportado por las sobrevivientes, seguida por la física con un 18,70%, la económica con 15,54% y la sexual con 6,77%.

El estudio, además, compara las encuestas ENVIGMU realizadas por el INEC, de 2011 y 2019, y determina que los niveles de violencia “se han mantenido estables”, sin embargo, sí existe una migración de las violencias más cruentas –física y sexual– hacia aquellas que son menos visibles, como la psicológica y la económica. El autor concluye que las “manifestaciones de la violencia contra la mujer se están volviendo más sofisticadas” y el riesgo es aún mayor cuando convergen. En el caso de Cynthia, ella sobrevivió a las agresiones físicas y psicológicas que su expareja y padre de sus hijas ejercía en su contra. Lo vivía en el silencio y su salud pronto se resquebrajó. “Caí en depresión, pero durante varios meses tuve problemas de movilidad y fatiga”. El estudio lo ratifica: las mujeres agredidas registran 83% más enfermedades que aquellas que no lo son.

Fuente: “Los costos individuales, domésticos y comunitarios de la violencia contra las mujeres en Ecuador”

En un principio, dice Cynthia, no pensaba que esos comentarios dolorosos fueran violencia, eran ya cotidianos en su convivencia. Pero ella no era la única mujer que lo percibía así. En el estudio se establece que el 15% de las mujeres que decían que “nunca” sufrieron violencia en realidad la estaban subestimando. Ellas reportaron 2,88 ataques durante el 2019. Aquello significa, de acuerdo con el autor, que en realidad 460 mil mujeres no veían a la violencia como una amenaza seria debido a la normalización histórica de la violencia. El efecto es grave e inmediato: “Si no se toman medidas de prevención para reconocerla desde sus estadios iniciales, cualquier acción posterior de empoderamiento económico o social de las mujeres puede generar un efecto ‘backlash’ (barra invertida) en las parejas, que verán amenazados su poder y ejercerán la violencia con más frecuencia e intensidad para restablecerlo”, escribe Arístides A. Vara-Horna.

El costo oculto de sobrevivir

A Cynthia le apasiona el estilismo. Desde los 19 años comenzó a trabajar en una peluquería. “No es por nada, pero era una de las mejores”, cuenta, mientras sonríe. Su proyecto de vida, confiesa, era construir su propio salón y su expareja le decía que juntos lo harían. No sucedió. Cuando la violencia en casa se recrudeció, había días en los que los moretones eran tan visibles que prefería no ir, a veces el dolor tampoco se lo permitía.

“Me iban descontando cuando faltaba, hasta que finalmente mi jefa me despidió en 2018, ahí fue cuando él comenzó a controlarme mucho más porque la única fuente económica en mi casa era él”, relata. El 20% de mujeres agredidas, según el estudio, reportan haber perdido, como Cynthia, 6,3 días productivos anualmente. No pueden dedicarse a sus jornadas laborales, actividades sociales, políticas o al cuidado en el hogar. El impacto de reducción de ingresos es alto: las mujeres que tienen un trabajo remunerado pierden el 16,6% del ingreso mensual por violencia. Ese porcentaje se traduce en una pérdida total de USD 984,6 millones al año.

Pero, además del quiebre en los ingresos que coarta la independencia económica de las mujeres, el 17,3% de aquellas que son agredidas ha dedicado, en promedio, 31 horas y gastado USD 50 en búsqueda de protección, asistencia médica, legal, policial. Cynthia, por ejemplo, recuerda: “mi mejor amiga, quien es psicóloga, me acompañó a poner la denuncia, pero no me la quisieron receptar. Se me iba mucho dinero en las idas y venidas, pese a que ella casi siempre pagaba las carreras. Quise entrar a terapia, pero solo me alcanzó para dos sesiones y lo dejé”. La historia no deja de replicarse. El estudio visibiliza que las mujeres violentadas gastaron USD 67,5 millones buscando ayuda.

—¿Por qué este tipo de costos son tan invisibilizados, por qué no se habla de ellos?, pregunto a Christin Schulze, asesora técnica junior del Programa PreViMujer de la Cooperación Alemana (GIZ) en Ecuador.

—Los costos para las mujeres sobrevivientes de violencia son muchas veces invisibles, pero no menos significativos. Las mujeres pierden ingresos porque no pueden ir a su trabajo o abrir sus negocios. Están con dolores y lesiones o el agresor no les permite salir de casa. Pensemos en que afecta también al hogar y a la comunidad. Las mujeres sobrevivientes tienen que gastar en atención médica y legal, y el dinero destinado a comprar la comida, a la salud, a la escolaridad de las niñas y niños, a las familias ya no alcanza, muchas veces las vecinas prestan dinero. Todo eso llega a un costo de más de 2 billones al año en Ecuador. La investigación es necesaria para hacer la magnitud del problema visible; son muy pocos los estudios realizados a escala nacional y regional sobre este tema. El investigador Dr. Arístides Vara-Horna, de hecho, justamente hace esto: mostrar el impacto económico de la violencia contra las mujeres y analizar qué hay detrás de estos costos.

Schulze, además, hace énfasis en un sector que casi siempre se olvida: la población de mujeres que ejercen las labores domésticas no remuneradas. El estudio revela que el 47,4% de ellas también intentan acceder a servicios de salud, justicia y protección; prestan dinero y acogen a otras mujeres agredidas.

Violencia en casa, el hambre y la ausencia educativa

Carolina (nombre protegido) aún recuerda los días en los que su hijo, Camilo (nombre protegido) se plantaba frente a su expareja para exigirle: “Papá, deja de gritarle a mi mami”. A sus 5 años ya identificaba la violencia contra su madre e intentaba frenarla. Las hijas de Cynthia también lo hacían y más de una vez fueron golpeadas por su propio padre. Estar en casa era atestiguar la violencia en un lugar que debía ser seguro. No es una realidad aislada.

El estudio de GIZ y la Universidad San Martín de Porres revela que 3 de cada 10 hijos e hijas presencian la violencia contra sus madres en un promedio de más de 4 veces por año; intentan, como Camilo, parar a los agresores y varias veces son castigados físicamente. El círculo de violencia tiene su impacto inmediato, pues puede causar faltas en los centros educativos y, en consecuencia, afectar sus procesos de aprendizaje. Sus madres, de acuerdo con el documento, reportaron que, debido a la violencia, sus niñas y niños perdieron 2,5 días en promedio de clases cada año escolar. Si se sitúa en contexto nacional, son 221,5 mil días con hijas e hijos ausentes en las aulas: 175.466 pequeños y pequeñas no lograron aprobar el año, mientras que 63.283 lo repitieron y 25.888 lo abandonaron como resultado de la violencia. Y el conflicto no termina allí, pues los efectos del fracaso escolar también duplican el monto que las madres direccionan para el tratamiento psicológico o pedagógico de sus niñas y niños.

En la casa de Cynthia había días en los que faltaba el alimento. “Siempre guardaba para mis hijas, pero sí hubo varias semanas en las que me tocaba restringir mis comidas. No tenía”, afirma. El investigador Vara-Horna establece que existe un puente directo entre la inseguridad alimentaria y la violencia. Los niveles son más altos entre mujeres violentadas frente a aquellas que no lo son: el 41% ha pasado hambre, mientras que al 70% le ha faltado dinero para comprar alimentos, y el 12,5% de ellas ha tenido que ver que sus niñas y niños pasen hambre debido a la escasez de recursos.

Cynthia recuerda que, cuando perdió su trabajo, su expareja le daba 5 dólares diarios para la alimentación de toda la familia. “Imagínate, mis niñas aún pequeñas necesitaban comer bien, pero no alcanzaba para mucho. No podía hacer compras mensuales, así que tenía que vivir al día. Era desesperante…”, recuerda. En contextos de violencia, el estudio demuestra que el 27% de las mujeres en Ecuador están condicionadas por sus parejas; ellos son quienes deciden cuánto gastar, pero además, son obligadas a priorizar la alimentación del agresor sobre la de sus niños o ellas mismas. Están solas y amenazadas.

El autor también demuestra que “las mujeres agredidas tienden a depender más del crédito y las donaciones y tienen menos acceso a la asistencia alimentaria del gobierno y a las ollas comunitarias, que aquellas que no lo son”.

“Las mujeres nos salvamos entre nosotras”, atestiguar la violencia y acompañar la restitución

El horizonte de Carolina son Camilo y Sofía (nombres protegidos), su hija e hijo. Es su futuro juntos, caminando fortalecidos. Pero es difícil hacerlo cuando se vive con 120 dólares al mes. No alcanza, el dinero hace falta. Aunque hay días en los que siente el desgaste, Carolina no se cansa y se las ingenia; es creativa: aprendió a hacer artesanías de diferentes diseños y prepara una variedad de tortillas de verde y yuca para generar ingresos. “Hay que seguir”, dice. Me recibe en su casa y, mientras cuida de su hija e hijo, cuenta su historia. Sonríe mientras lo hace, en su esencia hay una alegría innata que aparece para recordar pasados difíciles.

El 6 de enero de 2020 decidió separarse definitivamente de su expareja y padre de Camilo y Sofía. La violencia psicológica que vivió la desbordó y decidió no permitirlo más. Denunció al agresor y obtuvo una boleta de alejamiento, aunque, por pedido de su niña y niño, accede a que los vea para que no pierdan el vínculo. “Lo hago por ellos, porque lo necesitan, pero les he dejado claro que no hay una posibilidad de que yo regrese con él. Ni siquiera ha cumplido con las pensiones alimenticias pese a que ya enfrentó un juicio. La deuda que tiene, con tanto tiempo que ha dejado pasar, es de USD 2.000”, cuenta Carolina.

Es difícil imaginar cómo sostener un hogar de tres entre la escasez y las necesidades generadas en plena pandemia. No está sola; sus hermanas se han convertido en su apoyo más grande, el que consolidaron desde que eran pequeñas. Su madre les dijo que debían permanecer juntas y ha sido el designio que cumplen en cualquier circunstancia.

El apoyo, que es unión y solidaridad, también tiene un costo invisible. En Ecuador, según el estudio elaborado por PreViMujer/USMP, 2 de cada 10 mujeres agredidas recibieron soporte social de familiares, vecinas y conocidas, que significó un coste de USD 113,6 millones. En cambio, 6 de cada 10 solicitaron un préstamo y el endeudamiento, trasladado a todo el país, suma USD 40,8 millones al año. Además, revela que el tiempo que las acompañantes destinan para proteger y atender a las sobrevivientes es de 5.978.818 días cada año entre el cuidado, la atención de su hogar y el refugio, cuando las acogen en casa.

“Las mujeres nos salvamos entre nosotras”, dice Estefanía Chávez, abogada litigante del Centro de Apoyo y Promoción de Derechos Surkuna, una organización que trabaja por la justicia feminista pero que, además, lleva varios años apoyando y acompañando a sobrevivientes de violencia. Desde su experiencia, Estefanía dice que la precarización económica y laboral es un factor común en las víctimas. “Son mujeres de estratos socioeconómicos bastante humildes. Muchas de ellas, por ejemplo, trabajan de forma independiente o emprenden, pero son incipientes porque no tienen herramientas administrativas o financieras que les permitan sostener sus actividades”, lamenta.

Es frustrante, cuestiona, porque en las mujeres también recae el peso de los cuidados, “creo que cultural y socialmente la mujer es quien tiene que ser buena cuidadora, buena hija, buena hermana, buena madre. Tengo muchas amigas que son madres solteras y que han tenido que contener toda la carga emocional y económica de sostener una casa solas. Es un hecho. Los planes de vida se postergan porque el tiempo personal no es una prioridad. No sucede lo mismo con los hombres. Y a eso hay que sumarle la falta de oportunidades laborales y en cómo está configurado el mercado laboral. Las mujeres generalmente están en industrias donde se ha visto que pueden ser ‘mejores’, en la industria del calzado o la textil. Pero ese trabajo es muy mal pagado, subvalorado”.

Aunque las realidades son muchas veces demoledoras, para Estefanía también hay esperanza. Ella piensa en cómo las mujeres generan nuevas formas para ayudarse. Y se debe también a que la violencia no cesa.

En el estudio se establece que 1 de cada 3 mujeres tiene una familiar, vecina o conocida violentada por su pareja. De ese grupo, 71% las asistió ocho veces –6,6 horas durante el último episodio de violencia–, mientras que el 24,8% les prestó dinero y el 17,8% les dio refugio. Asimismo, el 4,2% de ellas ha faltado a su trabajo o ha pedido un permiso laboral dos veces para contener a las víctimas.

Los costos ocultos son altos: las mujeres prestaron USD 41,4 millones al año y dedicaron 7,6 millones de días productivos, que equivalen a USD 144,7 millones, para acompañarlas y ayudarlas.

Carolina dice que a veces se siente incómoda por pedir dinero prestado a sus hermanas, pero ellas llevan años haciéndolo para poder apoyarla, para no dejarla sola. Ella intenta reunir cada centavo para agotar toda instancia. “Cuando de verdad ya no tengo de dónde más, les pido 10 o 20 dólares. Me afecta también porque mis hijos son responsabilidad mía y de su padre. No de ellas, pero les agradezco por estar siempre…”, relata.

Para Estefanía, la creación de redes de apoyo es esencial. Ella recuerda que, en uno de los casos de violencia sexual que Surkuna acompañó, la madre de la víctima era una gran chef. Entonces, decidió emprender y vender alimentos. “Nosotras, entre abogadas y psicólogas, le ayudamos a vender y a consumir también. Creo que es algo que motiva a las mujeres a que encuentren que la justicia es la primera puerta de acceso, pero donde puedes tejer redes es cuando esa justicia es feminista. Sin embargo, no se pueden sostener sin que el Estado tenga políticas sociales para acompañar a las mujeres, sobre todo, en épocas de crisis”, explica.

Mientras este texto se va hilando, cientos de mujeres en el país continúan enfrentando la violencia contra sus vidas. Carolina y Cynthia lograron quebrarla, aunque los obstáculos aún son grandes y los costos todavía invisibles. Ahora, unen sus voces para llevar un mensaje esperanzador a las sobrevivientes, para devolverles las palabras, para también acompañarlas.

Eres una sobreviviente, Carolina. ¿Qué les dirías a las mujeres que están intentando quebrar el círculo de violencia?

— No tengan vergüenza. Sé que es muy duro aceptar que hemos sido violentadas. Lucho contra los prejuicios cuando me preguntan: “¿en serio, tú te dejaste?”. Son personas que no estuvieron ahí, que no saben lo sutil que pueden llegar a ser los agresores. Cuando me di cuenta, estaba embaucada y debía proteger a mis hijos. Quiero decirles que busquen ayuda, siempre hay alguien que las apoyará. Somos nosotras mismas quienes vamos recogiendo nuestros pedacitos con cucharitas, somos también nuestro propio apoyo.

Cynthia abraza a sus niñas. Su lucha es también el reflejo de la que Carolina enfrenta a diario. A veces, dice, no sabe cómo llegar a fin de mes. “Intento no desesperarme, pensando que poco a poco la situación va a mejorar. Pero ya no pasamos hambre. Antes me sentía sola, me daba pánico todo. No sé cómo agradecerle a mi mejor amiga ese apoyo que le ha dado a mis hijas, quiero que sepa que es mi hermana, que se ha convertido en mi familia, que la queremos mucho…”, cuenta, mientras una de ellas, generosa, me ofrece una galleta, de las únicas dos que tiene, para despedirme.

Entre mujeres hablamos, acompañamos el camino de sanación y convertimos la herida de una en el reclamo de todas, pero ¿hasta cuándo tendrán las sobrevivientes que asumir en el silencio los costos ocultos de las violencias ejercidas contra ellas?, ¿hasta cuándo la sororidad tendrá que suplir la falta de acción estatal para garantizar sus vidas?

Esta nota fue realizada con el apoyo del Programa PreViMujer, implementado por la Cooperación Alemana GIZ

Equipo de trabajo para esta nota:

Jeanneth Cervantes Pesantes

Daria Castro

Samantha Garrido

Karen Toro

Monse Navas

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Autoras

Karol E. Noroña

(Ecuador, 1994). Periodista andina. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, las familias que reclaman justicia, los delitos vinculados al crimen organizado en el país y la lucha de quienes no dejan de buscar a sus desaparecidos ante la inoperancia estatal.