Había altares. Hubo velas, flores y cantos. Cantos que los hubiesen hecho bailar. Cantos para que los acompañen, velas para atravesar la oscuridad, flores porque embellecieron la vida de quienes los amaron. Nehemías Saúl Arboleda, Steven Medina, Josué e Ismael Arroyo, ayer fue un mes de que dieciséis hombres los detuvieran por su color de piel; un mes de que los arrebataron de sus hogares, sus escuelas y su barrio. Ustedes no saben lo que los encubridores de esos militares han dicho todo este tiempo. Por ahora, mejor, les vamos a contar lo que sus miradas brillantes nos provocan. Queremos imaginar el amor infinito que fue su llegada a la vida de sus familias y sus amigos. Ese brío de niños soñadores, el ímpetu transparente de sus gritos con los goles, la emoción de imaginar construir sus casas, la ilusión de un auto, la fantasía de ser cantante, la necesidad de que las paredes no sean de caña. Porque, sí, a veces qué importa, soñar también nos deja despertar.
Los imaginamos riéndose de los goles que pudieron hacer y resentidos por las malas jugadas, será para la próxima, quizá pensaron. Los imaginamos darse palmadas en la espalda, darse ánimos para otro encuentro, saborear ese pan que sus papás saben que les gustaba. Ay, si la cancha quedara en el barrio, si no fuese lejos de casa. Pensábamos eso. Con la ingenuidad de quien no quiere creer que el horror tiene un plan (discúlpennos, chicos, ahora insistiremos más para que no toquen a otros).
¿Eso que el mundo llama inocencia qué es? Vemos sus rostros bellos de niños negros y ahí está. Sonriendo a sus mamás, riendo con sus papás, la complicidad con sus hermanos y hermanas, con todo el barrio, sus amigos y amigas. Es el rezo fervoroso que pide paz y en secreto más pan, otros zapatos para ir a jugar (los que la abuela tenía listos para la navidad). La inocencia tal vez es la mirada abierta a la vida, la ilusión que se desentiende de los límites, las fantasías que crecen porque sí, ya tenían medallas. ¿Qué es el mundo sin su inocencia? Este vacío que se siente como un eco que no para, pero que las voces de miles abrazan. Y todo eso no se borrará. Ni sus vidas, ni sus sueños ni sus risas. No las matarán. Es tan efímera la alegría, tan rápida; como el agua que se tiene en las manos, refresca y se va. Es cierto. Lo que no sabe el poder es que la huella de sus vidas es profunda, el eco de su alegría retumba y llega, quién lo diría, lejos, más allá del horizonte, contra toda previsión.
Josué e Ismael Arroyo, Nehemías Saúl Arboleda y Steven Medina, ustedes no sabían que las voces de sus madres y padres harían temblar a los hombres que se decidieron por la muerte, la saña, la rapiña, cobijados por el poder. Todavía nos les podemos decir si ellos se harán responsables de lo que les hicieron, si es que lo que les queda de conciencia y remordimiento los llevará a decir toda la verdad. Todavía no les podemos decir si los que los dejaron salir a la calle a esos militares, como perros bravos y hambrientos entrenados para matar; los que imponen el miedo que dicen combatir; los que la sed de dinero les hace violar toda Ley; ellos; todavía no les podemos decir si darán la cara y dejarán las máscaras. Pero tienen que saber que todos los días sus papás y sus mamás están pidiendo justicia, todos los días sus hermanas y sus hermanos los recuerdan, todos los días decenas de personas buscan, llaman, presionan, preguntan, denuncian, registran; porque todos los días piensan en ustedes, los sienten, los extrañan.
No hay pensamiento ni deseo ni anhelo que se exceda en ese pedido para que sus familias encuentren justicia. Sus vidas eran como son las de todos los niños y las niñas: la promesa, lo que viene, la ilusión; el mundo que renace en su carga de futuro. Por eso sus miradas calan hondo cuando los vemos. Sus vidas eran la vida posible, ahora lo será su memoria: recordarlos y no callar será la vida posible para las infancias negras, en esa sociedad en la que su mayoría cree que esto no le va a pasar (también le vamos a decir a esa mayoría que no es tarde para cambiar de opinión, que se vale no entender lo que pasa y haber caído en la desesperación, se vale dejar de ser cómplices). Su memoria será la vida posible, aunque el poderoso de turno les dé las espaldas y se burle de ustedes.
Si el manglar hablara, ustedes, que también son sus hijos, porque también son hijos del mar, de la tierra, y de una historia que muchos han querido callar, pero que resuena en cada arrullo desde el 8 de diciembre del 2024; si el manglar hablara, chicos, otra sería esta carta. El manglar diría una parte de la verdad. Como otra parte de la verdad también sería la del cielo de esa noche, si es que gritara, porque lo hubiese hecho cuando vio que los llevaron, cuando vio que los golpeaban, cuando vio todo, lejos de sus mamás, lejos de sus papás. Ahora nos toca no dar las espaldas a sus familias. Ahora nos toca decirles, chicos, que no los olvidamos. Nos toca dejar de ser cómplices de esa máquina de terror, en manos del Estado y ahora del gobierno de Daniel Noboa, llamada racismo.
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México.
9 de enero de 2024.
Para ustedes, chicos, para sus familias, amistades y la comunidad negra.
Esta publicación se ha realizado en colaboración con Fluxus Foto.
Fotografías: Johis Alarcón, Karen Toro, Vicho Gaibor, Ramiro Aguilar.