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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| María Fernanda Porras

Por las que acompañan a las víctimas y sobrevivientes de violencia sexual

Llevo más de 15 años acompañando a niñas, adolescentes y mujeres víctimas de violencia sexual. Lo he hecho desde que inicié mi profesión como psicóloga y, hasta el día de hoy, me pregunto ¿por qué decidí abordar estos casos?

Ha sido un camino en el que muchas veces he sentido dolor, rabia, miedo, indignación por toda la piel y una sensación de asco frente a las injusticias que han sufrido las mujeres a quienes he acompañado, las cuales, lamentablemente, son muchas; pero también he sentido solidaridad, amor desinteresado, empatía, admiración y mucha, pero mucha, convicción de que lo hago de corazón. Ha sido una de las lecciones más importantes de mi vida profesional y personal, y, definitivamente, la que me ha enfrentado a las situaciones más admirables. Por ello, reflexiono ahora, junto a todas las personas que nos leen, el motivo por el cual decidí acompañar.

La violencia sexual es una de las formas más extremas de la violencia, pues en estos actos se expresa, de manera abrumadora, el poder que se ha atribuido a unos frente a otras; se consolida esa cultura de la violación definida por Rita Segato desde hace muchos años ya, como un acto que es casi lo esperado en la vida de las mujeres. Se podría decir de otra manera que es para lo que nos preparan y, por otro lado, donde se perpetúa la desigualdad, esa que no te permite hablar, gritar, decir lo que está pasando ni parar.

Las niñas, adolescentes y mujeres que he acompañado me han dejado sentir junto a ellas el desamparo, el abandono, la soledad y esa “pérdida de la inocencia” que hace que miren a la vida de una forma distinta a la que imaginaban, en la que esos sentimientos están presentes de manera cotidiana y no ayudan, sino que van minando el corazón y la cabeza. Me han limpiado con sus lágrimas, me han llenado los oídos de recuerdos seguros, pero también me han dejado oler el miedo a no poder avanzar por ese momento en el que se siente que todo se detiene y lo único que se quiere es regresar y no recordar jamás.

Existen víctimas porque no tenemos la valentía suficiente para evitar la violencia sexual, porque seguimos creyendo que es un inri[1] que las mujeres debemos llevar, porque se ha enseñado que parar no es lo adecuado, porque resulta ser más fácil violar que creer en la palabra de las víctimas y sobrevivientes. Existen víctimas porque somos una sociedad que no le gusta hablar de estos temas, que piensa que la culpa la tiene quien ha sido agredida, porque no se quiere cambiar los privilegios que han tenido los unos frente a las otras y porque existen varios discursos, que no se quieren cambiar, que legitiman la victimización.

Pero también tenemos víctimas porque no queremos oír, ni ver, ni oler; mucho menos sentir, porque les pasa a muchas más de las que creemos, porque una violación no es un acto privado sino público, lleno de malicia, premeditación y validación social; se sabe pero no se hace nada para evitarlo, y cuenta con una aprobación silenciosa, que no dice nada, que sostiene estos actos de manera perversa.

Es por esto que comparto mis sentires, para volver a pensar mi práctica, mi acercamiento a las mujeres sobrevivientes y mi mirada sobre este tema, también mis ganas de continuar en este acompañamiento y cuestionar, de manera colectiva, por qué nos cuesta tanto parar esta compulsión a la violación de las mujeres en nuestra sociedad.

En 2019, según datos de la Fiscalía General del Estado, cada día se registró un promedio de 38 denuncias de violaciones y abusos sexuales, es decir que en un año se habla de al menos 13 870 víctimas, número que se queda corto, puesto que no toma en cuenta a todos los casos, ya que hay mujeres que nunca han presentado denuncias a esta instancia por miedo, vergüenza, soledad o resignación. Esta situación empeoró con la pandemia y el confinamiento obligado, cuando las mujeres víctimas de violencia sexual no podían denunciar porque convivían con los agresores, y hacerlo les significaba un riesgo más.

Según el Registro de casos de Violencia del Ministerio de Educación (Redevi), a nivel nacional, en 2020 se reportaron 891 denuncias por violencia sexual en contra de niñas y adolescentes, siendo, en el 98% de los casos, hombres miembros de sus familias, de manera prioritaria, los agresores. Estos datos evidencian que la violencia sexual no cesa, en ninguna circunstancia y que es fundamental continuar develándola, para no permitir que se siga perpetuando. La violencia sexual deja huellas por todos lados, desestructura y desarma todo lo andado, por tanto, hay que ir marcando caminos diferentes.

Es por este motivo que acompaño a las sobrevivientes de violencia, porque puedo estar a su lado para escuchar de verdad, para no poner en duda su palabra y para pensarnos juntas en los procesos de enfrentamiento de este hecho tan doloroso. Acompaño desde una perspectiva feminista, y este acto se vuelve fundamental, pues permite que se puedan comprender los factores contextuales y la aprobación social de la violencia sexual cuando una mujer es víctima de un hecho tan aberrante, como lo es la violación o cualquier otra manifestación de violencia.

Acompaño porque, en el proceso, yo también voy sanando las heridas, porque me permite poner en el centro sus deseos y su voz. Acompañar desde el feminismo me permite ir junto a la otra, no adelantarse para arrastrarla ni tampoco empujarla por estar detrás, es ir al mismo ritmo, en sus tiempos, respetando sus prioridades y necesidades. Implica que se ponga en primer lugar la historia vivida y sentida por la otra persona. Es apoyar para “volver a empezar”, para re-armarse y re-amarse. Es también respetar su proceso, el de la sobreviviente, donde yo estoy a su lado, sin empujar, sin pedir.

Muchas veces puedo sentir el mismo miedo que todas ellas cuando las imagino durmiendo con el agresor, cuando escucho chistes que hablan de la violencia sin ningún reparo, cuando camino por la calle y tengo que regresar a ver si alguien me sigue o me quiere hacer daño. Siento también el miedo de no estar a su lado cuando más lo necesitan y de no tener la palabra adecuada, pero, por suerte, esto último me ha enseñado que hay miles de maneras de estar, de apoyar y, sobre todo, de acompañar.

No existen formas estandarizadas de enfrentar una situación de violencia sexual. Debemos dejar de ubicar como únicas a esas imágenes de víctimas desgarrándose y llorando por los rincones de cuartos oscuros, pues el dolor se vive de miles de formas y también se cura de otras miles de maneras. No siempre la denuncia es una respuesta, tampoco la revelación, eso llega cuando sea importante para cada mujer, cuando se sienta lista y si ella lo considera pertinente. La judicialización no es la única forma de reparación y, en ese proceso, el acompañamiento es vital, pues existen muchas formas de hacer justicia, las cuales pueden ser mucho más reparadoras que enfrentarse a una sistema donde prima la impunidad.

Así contesto a mi pregunta inicial, sigo acompañando porque me hace sentir viva, porque me cura y me permite ir sanando colectivamente y porque creo que nunca olvidaré todas esas historias que fueron contadas para sanar.

Ilustración: Pepa ilustradora

Referencia:

[1] La autora se refiere al estigma, a la cruz del destino de la violencia sexual que se impone como destino a las niñas, adolescentes y mujeres.

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Autoras

María Fernanda Porras

Psicóloga Clínica, con estudios superiores en Género, Desarrollo y Educación Integral de la Sexualidad. Feminista, Acompañante a mujeres víctimas de violencia sexual.