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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Jeanneth Cervantes Pesantes

Ochenta y dos mujeres… Y seguimos contando

Portada: Tela bordada con algunos de los nombres de víctimas de feminicidio. Movilización por el 8 de marzo de 2025. Quito. Foto: Vanessa Terán

El 23 de marzo, durante el debate presidencial entre la candidata Luisa González y Daniel Noboa (el candidato-presidente), se dijeron muchas cosas. Parecía una riña donde no había argumentos sólidos, solo la urgencia de demostrar quién tenía la razón, aunque la razón no estuviera de su lado. Luisa intentó posicionarse como una mujer firme, que no permitía los ataques de un político que enfrenta acusaciones de violencia psicológica y vicaria contra su expareja, además de ejercer violencia política contra ex funcionarias de su gobierno, como la exministra de Energía, Andrea Arrobo y su exvicepresidenta electa, Verónica Abad, a quien le quitaron sus derechos políticos en un procedimiento dudoso y que no puede ejercer actualmente su cargo; y que al día de hoy no ofrece respuestas contundentes y clarificadoras sobre las conexiones entre sus empresas de exportación de banano y el tráfico de drogas. Ni ella ni él convencieron. Quienes vimos esta simulación de democracia sentimos que estábamos en el capítulo final de una novela en la que, aunque quisiéramos apoyar a alguno de los personajes, solo esperábamos un desenlace que al menos nos diera un poco de justicia. Pero no, esto no es una novela, aunque se sienta como una. Esto es la vida real.

Traigo a colación esta decepción que me recorre desde el debate porque ninguno de las dos candidaturas pudo posicionar un mensaje que permitiera ver alternativas para la situación de crisis que vive el país, que vaya más allá de la criminalización, las sanciones y la militarización. Y uno de los temas que brilló por su ausencia fue la violencia por razones de género: feminicidios, violaciones, acoso, violencia sexual, violencia física, violencia patrimonial, penalización del aborto, trata de personas… y más que se han incrementando y van mostrando sus téntaculos de manera aún más perversa frente al silencio y omisión estatal y electoral. 

Noboa, como es ya su costumbre, afirmó sin datos oficiales que los feminicidios han disminuido. Pero la realidad lo desmiente. El 31 de marzo, la Alianza Mapeo publicó las cifras de feminicidios de enero a marzo de 2025: 82 víctimas. Es decir, cada 21 horas, una mujer, niña o mujer trans es asesinada. Entre enero y mayo de 2024 la cifra fue de 150 víctimas, lo que significaba que cada 33 horas una de las nuestras era violentamente asesinada, es decir que en promedio los feminicidios no solo se han incrementado sino que ahora el tiempo entre cada uno ha disminuido. Y digo "una de las nuestras" porque cada vida arrebatada se siente cercana, porque nos han hecho creer que es normal que nos maten, porque en este contexto de crimen organizado y narcotráfico sobrevivir siendo niña, mujer, mujer trans parece imposible.

Veo con rabia e indignación cómo las instituciones estatales se lavan las manos. Se enfrascan en campañas electorales, en videos edulcorados para redes sociales, en entrevistas controladas que pintan un país que solo existe en su imaginación y que además abona a elevar el perfil del presidente candidato, cuando solo hace falta transitar por los barrios, por los hospitales, por las instituciones educativas para saber que asistimos a la debacle de esto llamado Ecuador. Quienes caminamos las calles sabemos lo que es sentir el miedo susurrando. Nosotras, las mujeres, lo sabemos mejor que nadie: si no estamos buscando justicia por nuestras familiares víctimas de violencia machista, de feminicidios, estamos buscando a nuestros desaparecidos, estamos exigiendo justicia por ejecuciones extrajudiciales o denunciando las muertes evitables en las cárceles, mientras el Estado sigue negando los fallecidos por tuberculosis a pesar de las partidas de defunción que lo desmienten.

En este contexto, donde los ataques armados y los sicariatos son el pan de cada día, la única alternativa es encerrarse en casa, cerrar los negocios más temprano, dejar de habitar la ciudad, aquellos espacios barriales que eran nuestros, que nos conmueven, que son memoria e historia —y ahora viven con el estigma y la zozobra— y a los que difícilmente volvemos a entrar. Es en este contexto donde una tienta a la suerte y reza por no ser parte de las estadísticas. O al menos, si llegamos a ser parte de ellas, que no nos culpen con la frase "algo habrá hecho". 

Como mujeres, lo hemos escuchado siempre: algo habremos hecho para que nos violen, nos violenten o nos maten. Siempre está en duda nuestra reputación. Y ahora, esa criminalización se ha extendido a otros cuerpos. Si no, miremos cómo las familias de Nehemías, Saúl, Steven e Ismael, y también de Dave, han tenido que desmontar las versiones divulgadas por el Estado de que sus hijos estaban cometiendo delitos y que merecían ser desaparecidos y en el caso de los cuatro de Malvinas que incluso, merecían ser asesinados.

Sí, nos encerramos porque las alternativas son pocas, pero, ¿las casas son refugios seguros? No. Ahí también nos matan. Desde los movimientos de mujeres y feministas se ha dicho por años que el hogar no es un espacio seguro. En nombre de la familia se toleran diversos tipos de violencias. Para muestra, los innumerables casos de incesto que se registran en el país.

Las mujeres son quienes asumen en gran medida las tareas de cuidado, son las que van resolviendo cómo sobrevivir en sus entornos familiares, no enfrentan solo la violencia directa, sino también la desprotección sistemática estatal que no garantiza ni siquiera viviendas seguras. Este abandono es aún más evidente ahora que asistimos pasivamente ante el primer desplazamiento forzoso interno por violencia tras la masacre del 6 de marzo en Socio Vivienda. Un desplazamiento que se da en medio de promesas de seguridad que no llegan y un plan Fénix opaco, con alcances y resultados que han sido manejados con hermetismo. Esto las obliga, en muchos casos, a huir abandonando todo —incluso sus redes de apoyo—, sin que exista políticas para protegerlas, ni siquiera una comprensión de esta realidad para aplicar planes emergentes que sostengan la vida. ¿Saben lo que es buscar un nuevo hogar para las mujeres? Vivir en entornos violentos ya es un riesgo, pero también lo es el desplazarse en esas condiciones. Y ¿cuál es la respuesta por parte del Estado?

El mandato de Daniel Noboa ha enfatizado en que mantiene una cuota de género, con mujeres visibles en cargos ministeriales. Uno de ellos , el  Ministerio de la Mujer, cuya creación fue celebrada por algunos sectores que confiaron en el Estado y apostaron a que esto pondría en el centro la vida de las mujeres y personas LGBTIQ+, pero que ha tenido una  gestión dudosa e ineficiente, convertido en un brazo del asistencialismo presidencial y del proselitismo electorero. En términos de prevención, detección y erradicación de la violencia, ha estado ausente, a pesar de las orientaciones claras que establece la Ley de Erradicación de la Violencia contra las Mujeres.

¿No sienten vergüenza ante esta crisis de violencia? ¿No son estas instituciones las que deberían disputar la inclusión de una perspectiva de género en las políticas públicas? ¿No deberían ser las primeras en hacerse preguntas incómodas sobre qué está pasando con las niñas, mujeres y personas LGBTIQ+ en este contexto de narco violencia? ¿De qué sirve estar ahí, ministras, si su presencia solo llena un vacío simbólico mientras afuera nos arrebatan la vida? No basta con ser nombradas: hay que disputar, hay que incomodar, hay que dolerse. ¿O también aprendieron a guardar silencio para congraciarse con el poder?

Ese número, 82, 82 mujeres víctimas de feminicidio debería pesarnos al repetirlo, al escribirlo, al nombrarlo. ¿Cuáles son las lecturas y las políticas públicas sobre la violencia en medio del crimen organizado? ¿Qué está pasando con las niñas que, en medio de violencias cotidianas, ven en la maternidad una forma de protegerse al vincularse con hombres de rango medio en el crimen organizado?  ¿Qué pasa con nosotras, con las mujeres, en medio de este cruce de balas?

Quizás es mucho pedir una respuesta estatal porque hemos agotado las denuncias y cada día despertamos con noticias más lacerantes y tristes que no nos dan tregua para acomodar la esperanza. Mi lectura de la situación es pesimista y no sé dónde buscar una respuesta que vaya sanando las heridas que nos deja respirar tanta violencia. ¿Cómo confiar en quienes borran nuestras muertes, manipulan las cifras y convierten nuestra desesperación en propaganda? Me queda la indignación profunda de saber que nos siguen matando, y que frente a eso, lo único que importa es ganar una elección. Sí, alguien ganará. Pero al día siguiente, volveremos a despertarnos en un país que nos obliga a sobrevivir, no a vivir. Y aunque el poder intente convencernos de que esto es normal, no lo es. No lo ha sido nunca. Y no nos callaremos. Porque cada mujer asesinada, cada niña forzada a la maternidad, cada madre desplazada, cada cuerpo violentado, es un grito que exige justicia. En algún momento este gobierno tendrá que rendir cuentas y se hará justicia no solo por las 82 víctimas de feminicidio sino también por cada persona desaparecida en nombre de la militarización. No merecemos las consecuencias de esta guerra impuesta por el Estado. No merecemos seguir contando muertas. No merecemos morir esperando que el Estado haga algo.

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Autoras

Jeanneth Cervantes Pesantes

Editora de la revista digital feminista: La Periódica. Asesora de comunicación con enfoque en violencia, género, derechos sexuales y reproductivos. Feminista apasionada por la encrucijada digital.