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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Mujeres de Frente

«Me he quedado siempre en este puesto, peleando duro con los chapas»

Este texto fue publicado originalmente en el portal: desinformémonos.org

Me llamo Marianita Collaguazo y soy la segunda generación de vendedoras ambulantes.

Me acuerdo que mi mamá trabajaba vendiendo en la calle, más o menos por el año de 1973, yo tenía apenas 6 años y me acuerdo que la policía metropolitana de Quito le arrebataba las cosas a mi mamá, dejándole sin nada. Después pasó el tiempo y cogí la profesión de mi mamá, seguí su ejemplo, me puse a vender por uno de los sectores donde más ventas ambulantes y comercio informal hay en Quito: La Marín, en el Centro Histórico. Eso fue por el año 1980, para ese entonces yo tenía 13 años. También sufrí el mismo maltrato que años antes sufrió mi mamá. Por estar vendiendo en la calle sin permiso, los policías metropolitanos me requisaban la mercadería y me llevaban presa, y si no tenía para pagar la multa nos hacían pasar la noche ahí, en ese calabozo frío. Este maltrato hacia las vendedoras ambulantes e informales no es de ahora, viene de tiempo atrás. Hoy, en la actualidad, también somos perseguidas por los policías metropolitanos quienes nos quitan los productos, dejándonos aún más en la pobreza. Esa violencia policial contra las trabajadoras en las calles es de generación en generación, mis hijas, que también venden, también la viven.

Nosotras para poder comprar los productos para la venta pedimos plata a los chulqueros, endeudándonos por fuera de los bancos y la institucionalidad, ya que a nosotras, a las comerciantes informales y ambulantes ninguna entidad financiera nos presta dinero porque no cumplimos con los requisitos, que no somos sujetas de créditos nos dicen. Entonces nos toca acudir al chulco, a este dinero que se escapa de la legalidad y del control del Estado. Ahí nos prestan al 20% de interés, y a veces hasta más, y sea como sea nos toca pagar. ¡Imagínate lo que es para nuestra economía los correteos y requisas de mercadería que nos hacen los policías! ¡De adrede no nos dejan prosperar! ¡Todo esto indigna!

Cuando a mi madre le quitaban sus productos, yo en mi corta edad les jalaba las piernas a los chapas para impedirlo. Habían unos tenientes que eran malos, se llamaban Buitrón el uno y Salcedo el otro; cuando venían ellos, sentíamos miedo porque todas las vendedoras que estaban por ahí, incluyendo mi madre, salían corriendo y a las que avanzaban a coger les pateaban las cosas, les pegaban; pero mi mamá era brava, ella no se dejaba quitar fácilmente, era peleona. Se pegaba duro con los chapas, entonces a empujones y golpes le lograban subir a la carcelera de la patrulla y la llevaban presa. De ahí creo que yo heredé su carácter de no dejarnos oprimir fácilmente.

Los policías y toda la institucionalidad que está al servicio del Municipio de Quito y del Estado, cuida y protege a los llamados “buenos ciudadanos” mientras a nosotras nos persigue, nos ataca. No saben cómo se sufre para poder ganarse unos centavos o unos cuántos dólares, o sí saben, pero deciden no dejarnos prosperar.

Antes de la dolarización, mi madre ganaba en sucres, era poco lo que ganaba. Ella tenía que madrugar a las tres de la mañana para poder comprar en el mercado de San Roque las cosas como tomate, cebolla paiteña, limón, un poco más baratas. Yo madrugaba con ella y le acompañaba, me gustaba que me lleve porque ahí las vendedoras del mercado le daban de tomar café con pan de agua y un plato de mote.

Mi madre era una mujer bien trabajadora y muy humilde que nos enseñó muchas cosas, sobre todo a ser fuertes y trabajadoras. Siempre me acuerdo de ella como la mejor madre, con sus buenos ejemplos y valores, aunque era dura con sus hijas. Cuando ella murió me dediqué al mismo negocio. Me casé a muy temprana edad, tenía apenas 14 años, desde ahí me vine a vender en La Marín. Antes en La Marín las calles eran pura tierra. Yo vendía de todo, caramelos, frutas; a la final de todo vendía. Acá ya no venían los chapas sino los inspectores del municipio, quienes nos quitaban la venta. Me he quedado siempre en este puesto, peleando duro con los chapas.

En la actualidad ya no nos llevan presas, pero sí nos quitan la venta, ¿y qué más queda? Seguir endeudándonos con los chulqueros para poder comprar de nuevo la mercadería. Bueno, al menos yo hago eso, otras personas en cambio se cansan de todo el abuso y se dedican al robo, a vender las drogas al menudeo, entonces lo hacen por necesidad, y es muy triste porque son familias enteras que se destruyen en el redondel de La Marín.

En mis inicios yo vendía frutas, igual madrugaba para coger la venta en San Roque, también para coger más barato y poder vender dando la “yapita”, como decían las clientes, pero siempre venían los chapas a quitar las cosas. Igual que mi madre, porque aprendía de ella, yo me peleaba duro con ellos. Igual que a mi madre, a mí también me llevaban presa por el delito de vender en la calle. ¡Uy, ya ni me acuerdo cuántas veces habré estado en el calabozo!

Eso no es todo, habían unos chapas que se dejaban sobornar entonces yo me acercaba y les decía: “jefecito deje trabajar, tenga para unas colitas”, y recogíamos entre todas mil sucres, yo era jovencita, recién empezaba a trabajar sola, y ya les dábamos. A los chapas les gustaba la plata. Al medio día ya pasaban y yo ya tenía que tener recogida la plata en una funda. Fue pasando el tiempo y esto de darles dinero a los policías para que nos dejen trabajar se convirtió en el pan de cada día; ya no eran los mismos chapas, estaban otros más y así. Hasta que fuimos desalojadas de La Marín, entonces tuve que buscar otro sitio de trabajo y encontré la parada de los buses de Llano Grande, en el sector de la Santa Prisca por el arco de La Alameda, ahí me puse a vender pero ya no frutas sino películas.

Creo que no ha cambiado mucho el antes y hoy en la actualidad. Mi madre tuvo 14 hijos. En el mercado solíamos estar todos con mamá en su puesto. Igual ella tenía que endeudarse al chulco para poder comprar la mercadería, y si no pagaba le quitaban sus cosas.

Igual cuando yo vendía en La Marín tenía un puesto con unos muebles de fierro, ahí mis primeros hijos ya estaban estudiando. Con mis hijos pequeños, la escuela de ellos, la venta, los quehaceres de la casa, en fin, ¡eran muchas tareas de que tenía que hacer! Cuando llegaban de la escuela, les armaba una mesa improvisada para que coman debajo del mueble que ocupaba para la venta; almorzaban y se iban a dormir ahí mismo. Cuando los chapas se alocaban, pasaban mirando uno a uno los puestos y nuestros hijos lo que hacían era llorar, porque eran pequeños y no entendían qué pasaba.

En la calle, como vendedora informal se sufre mucho. Una vez le pegaron a uno de mis hijos, ahí fue cuando me enfurecí y les pegué a los chapas. Eso fue lo que más me dolió, que no respetaron a mi hijo. Le di duro y me llevaron detenida, y según el coronel, me iba a mandar a la cárcel para que me juzguen, pero vinieron todas mis compañeras a defenderme, entonces no me mandó a la cárcel pero tuvimos que pagar 100 dólares y solo así quedé libre.

¿Por qué es delito vender en las calles? ¿Por qué molesta tanto la venta informal, al punto de perseguirnos, quitarnos todo y llevarnos presas? ¿Por qué les molesta tanto vernos con nuestros productos y nuestros hijos e hijas a cuestas? ¿Será acaso porque nuestra presencia les recuerda a “los buenos ciudadanos” de esta ciudad andina blanqueada que existimos y que estamos resistiendo por fuera de este sistema que nos expulsa y nos condena a nosotros y a nuestros hijos e hijas a la pobreza y la exclusión? ¿Será que somos competencia para los ricos que controlan los mercados de esta ciudad a los que la policía no les impide crecer? Pero aunque traten, no nos iremos; aquí seguiremos incomodándoles con nuestra presencia.

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Autoras

Mujeres de Frente

Comunidad feminista popular quiteña de cooperación contra el castigo y cuidado entre mujeres, niñas, niños y adolescentes.