Skip to main content
Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Karol E. Noroña

La huella de la violencia contra las mujeres en empresas ecuatorianas produce pérdidas de hasta USD 1,8 billones cada año

Ilustración: Monse Navas

Había días en los que Carla (nombre protegido) no podía levantarse. Lo intentaba, pero estaba cansada casi todo el tiempo: su agotamiento era físico y, sobre todo, emocional. Años después supo que lo que vivió era un cuadro grave de depresión, mientras era golpeada y agredida a diario por su expareja. Sin embargo, no había espacio de descanso. Desde 2014, Carla lideró la gerencia de contabilidad de una empresa privada en Guayaquil. “La carga laboral era muy intensa, trabajaba casi diez horas diarias, a veces más. Yo era muy buena y me pagaban bien. Nunca tuve problemas. Pero cuando comenzó a maltratarme, realmente me apagué y, aunque de alguna forma mi oficina era mi refugio, no podía pensar bien. Me dolía el corazón, el cuerpo. No sé cómo aguanté esa situación por tanto tiempo”, relata.

El ex esposo de Carla empezó a agredirla cuando ella recibió el ascenso. “Él ganaba menos que yo, decía que yo le sacaba en cara mi sueldo. Era muy machista. Al principio eran insultos, hacerme de menos, pero luego no le bastó. Yo me levantaba a maquillarme para que no se note”, recuerda. Carla no tenía una relación cercana con su familia, que vivía en Quito; tampoco tenía redes de apoyo. La única persona a quien le contó que estaba siendo violentada fue su asistente. “Me daba mucho miedo que ahí [en la empresa] supieran lo que estaba pasando porque pensé que podían despedirme. Yo quería ahorrar para irme de mi casa. Ella fue quien me ayudó durante todo ese tiempo. A veces me suplía hasta que ya fue insostenible y comenzaron a darse cuenta. Entonces, tuve problemas y quejas. Cuando conté lo que estaba viviendo, me dijeron que mejor renuncie”, cuenta.

A Carla su exjefe le dijo que “no era su problema”. Fue revictimizada y vivió una doble violencia: en su casa –que se supone debía ser un lugar seguro– y en su trabajo, donde, cuando decidió romper el silencio, la culparon por “no cumplir con la empresa”. La violencia contra las mujeres está presente en todos los espacios, tanto públicos como privados, y su huella no solo resquebraja la salud y la vida de las sobrevivientes, sino que su impacto se extiende a una esfera en la que poco han sido explorados los efectos de la violencia: el campo empresarial.

En Ecuador, 31 de cada 100 trabajadoras y trabajadores de las grandes y medianas empresas nacionales han estado directamente involucradas e involucrados en situaciones de violencia contra las mujeres, ya sea como sobrevivientes o como agresores. Aunque al exjefe de Carla le parecía que nada tenía que hacer la empresa ante su situación, el impacto de la violencia contra las mujeres en la productividad y fuerza laboral perdida les representa un perjuicio de casi USD 1,8 billones anuales a las compañías, equivalente al 1,65% del Producto Interno Bruto (PIB) del país durante 2018. Además, afecta directamente a la salud y al bienestar de las y los trabajadores. La cifra tiene tres costos invisibles que son generados, sobre todo, por los agresores que no llegan a su rendimiento óptimo (USD 814 millones), por las sobrevivientes (USD 410 millones) y por el personal que atestigua la violencia (USD 561 millones).

Esas cifras alarmantes –que encienden las alertas sobre la importancia de prevenir la violencia en el campo económico– son las principales conclusiones del estudio “Los costos empresariales de la violencia contra las mujeres en Ecuador”, elaborado por el Programa Prevenir la Violencia contra las Mujeres (PreViMujer, implementado por la Cooperación Alemana-GIZ), y la Universidad San Martín de Porres de Perú.

El investigador Arístides A. Vara-Horna, autor del estudio, lo desarrolló a partir del análisis de una muestra de 12.101 personas que forman parte del equipo de 35 empresas distribuidas en diversas zonas del país. Ellas y ellos respondieron un cuestionario confidencial que reveló que ninguna de las compañías está libre de violencia.

La exploración despunta a partir de un contexto que es importante comprender: las empresas han desarrollado planes de acción para frenar, por ejemplo, la violencia ejercida por personas externas que han lastimado al personal mientras sustraen recursos, cuando la clientela ataca al equipo aduciendo un mal servicio o cuando existen ataques entre miembros del propio personal. Sin embargo, poca atención se le ha dado a la erradicación de la violencia intrafamiliar como ocurrió en el caso de Carla, a quien no le ofrecieron opciones, apoyo o contención.

Vara-Horna estableció en su análisis que la violencia psicológica, ejercida por la pareja, es la más frecuente en relación con las mujeres agredidas que laboran en las empresas (32%); le sigue la física (14,5%); después está la violencia sexual (5,5%) y la económica –o patrimonial– (4,8%). Si se trata de violencia en contexto laboral, la más frecuente, según se determina en el estudio, se manifiesta con amenazas de la pareja por teléfono o a través de correo electrónico.

Los porcentajes de violencia de agresores, que forman parte de las empresas, son altos. Por ejemplo, la investigación establece que el 23% de los hombres ejercen violencia psicológica; mientras que el 11%, física; el 4,2%, sexual; el 3,8%, económica. El 8,1% de agresores amenazan a sus parejas a través de mensajes o llamadas o por medio de su correo.

Fuente: Estudio “Los costos empresariales de la violencia contra las mujeres en Ecuador”

En la institución pública en la que trabaja Estefanía (nombre protegido) desde hace varios años, el 90% del personal lo conforman mujeres, quienes tienen una hora de entrada, aunque no una de salida. Cada día es un reto, pero también un reflejo de lo que significa ser mujer en estructuras que aún mantienen el designio patriarcal como regla. “Te llaman a reclamarte o van directamente a tu puesto a gritarte: ‘eres incompetente’, ‘eres irresponsable’, ‘no te pones la camiseta’, ‘no me sirven’. Lo hacen incluso cuando hay usuarias presentes. No les importa. Nos han pedido que hagamos cosas que están fuera de lo legal. Y te dicen: ‘A mí no me importa si quieres o no, tienes que hacerlo’. Nosotras necesitamos trabajo, muchas somos madres solteras”, relata indignada.

Pero no solo viven esa violencia en su espacio laboral, sino que, cuenta Estefanía, muchas de sus compañeras son violentadas en casa, varias por sus parejas, otras, en cambio, incluso hasta por sus propios hijos e hijas. “Ellas te lo cuentan con confianza. Muchas de mis compañeras son golpeadas, llegan al trabajo y aquí también nos tratan mal. Pero no tenemos otra opción”, reclama.

—¿Han denunciado la violencia que están viviendo tanto en casa como en la institución?

—La verdad es que dentro de la institución esas prácticas ya están naturalizadas. Lo hemos hablado entre compañeras, pero pensamos, ¿quién va a ayudarnos? Lo intentamos. Pero sabemos que lo que ocurre es que o salen personas [renuncian o son despedidas las personas que tienen alguna voluntad política de hacer algo], desde arriba no terminan haciendo nada, o causa repercusiones para quien denuncia.

—¿No hay protocolos para cuando se generan ese tipo de denuncias?

—Sí, hay protocolos, pero se aplican para personas externas. Es decir, si le ocurre a una usuaria, se activa. Pero para nosotras no. Hace pocos días también tuve un problema con mi jefe, pero no me atrevo a ir [a denunciarlo]. Los protocolos son muy administrativos, no son humanos. Es un sentir colectivo.

Presenciar la violencia, como ha contado Estefanía, se ha convertido en la cotidianidad laboral de ella y sus compañeras. El estudio lo ratifica: el 22,9% de trabajadoras y el 21% de trabajadores ha atestiguado un episodio de violencia contra las mujeres. El 8,2% de mujeres vieron a sus colegas amenazadas o golpeadas por sus parejas, el 8,9%, en cambio, sí ha visto el acoso contra sus compañeras. Y los efectos son desoladores: el 70,4% de mujeres y el 61,6% de hombres reportaron que los casos tienen impacto en el desempleo o rendimiento laboral: perdieron su trabajo, hubo retrasos, afectó a la producción de servicio y produjo despidos.

Fuente: Estudio “Los costos empresariales de la violencia contra las mujeres en Ecuador”

Productividad quebrada: las mujeres sufren más los efectos de la violencia, los agresores generan más pérdidas

Cuando los episodios de violencia eran más fuertes, Carla faltaba un día a su trabajo por semana. “Estaba tan decaída a nivel emocional, pero también físicamente. Me golpeaba mucho las piernas y para mí era difícil caminar con normalidad”, recuerda. Pero esa ausencia se replica en las ciento de mujeres víctimas, y el porcentaje es mayor en los agresores. Vara-Horna determinó que las empresas pierden anualmente 12,8 días por trabajador agresor, 10,5 días hábiles laborales por trabajadora agredida, 7,8 días por las mujeres que atestiguan violencia, y 11,4 días por trabajador testigo.

El estudio, además, explora los niveles de ausentismo y establece que mujeres agredidas, como lo fue ella mientras era gerente contable, asciende al 20%, mientras que los agresores faltan aún más, con el 24%. El presentismo –es decir, cuando una persona acude a su jornada laboral, pero no es productiva– también es mayor en las personas que ejercen violencia, sin embargo, suele ser poco detectada por las gerencias, escribe el autor.

La pérdida en los salarios es alta, incluso en el escenario más conservador. El costo de la violencia contra las mujeres para las empresas ecuatorianas es de USD 574.076 millones por año. Son los agresores quienes más generan esa reducción con un 45,6%.

Por eso, dice Xavier Romero, asesor técnico del Programa PreViMujer de GIZ en Ecuador, el foco principal es la prevención y la construcción de una política de cero tolerancia a la violencia contra las mujeres, no solo porque representa una vulneración a los derechos humanos, sino porque, como revela la investigación, incide directamente en la productividad de la empresa. El objetivo del estudio, explica, es la visibilización de los costos ocultos, pero también crear una ruta de cambio en las empresas.

Él, quien formó parte del acercamiento a las empresas que participaron en el estudio, recuerda que fueron varios los esfuerzos para “tocar puertas” y lograr que se vincularan al proceso. “La apertura fue interesante, antes de la pandemia. Sirvió mucho la experiencia que tuvo el Programa ComVoMujer de GIZ en países como Perú y Paraguay, pero, además, la normativa en Ecuador va dando pasos positivos. El marco normativo sí ubica a las empresas poniéndolas en un marco de exigibilidad para tomarse con más seriedad el trabajar en la prevención y la atención de la violencia contra las mujeres”, relata. Además, señala, conceptos como la responsabilidad social corporativa y su alineación con los Objetivos de Desarrollo Sostenible han creado un camino de impulso para que las empresas generen conciencia en torno a la problemática. Y ha tenido resultados.

El grupo empresarial CID, que abarca siete empresas con diferentes campos de producción con presencia en territorio nacional, aplica, desde hace tres años, una política que rechaza categóricamente la violencia contra las mujeres. Nydian Rodríguez, gerente corporativa de responsabilidad social y relaciones públicas del grupo CID, lo explica: “Fuimos parte del estudio que implementó PreViMujer/GIZ y lo experimentamos. Cuando vimos los resultados, la investigación visibilizó la problemática. Nos dimos cuenta de que teníamos a la violencia en nuestra cara, pero era invisible. Entonces, comenzamos a actuar de inmediato”, cuenta.

Para Nydian, la posición corporativa es clara: cero tolerancia. Han emprendido programas de sensibilización y capacitación de prevención, han establecido puntos de referencia para denunciar y recibir acompañamiento, sistema de estadísticas para el registro de casos, además de la creación de nuevas estrategias. Por ejemplo, relata, desarrollaron “Desaprendol”, un producto ficticio y simbólico ingenioso: una caja que, en su interior, tenía un “medicamento” con un inserto que detallaba los diferentes tipos de violencia (psicológica, física, sexual y económica). “La reacción fue positiva. Fuimos de puesto en puesto entregándolo, hicimos una activación y luego realizamos un testeo para ver cuál era la respuesta. Nos emocionamos mucho porque decían: ‘ojalá existiera una medicina en contra de la violencia’”, cuenta.

Nydian afirma que los niveles de ausentismo se han reducido desde que aplican una política institucional frente a la violencia contra las mujeres y desde que acompañaron dos casos que ahora son considerados de éxito. Uno de ellos, dice, es del de María (nombre protegido). “Ella era el sostén de su hogar y el esposo tenía esa frustración de no generar ingresos económicos. Se estaba generando una situación de violencia. Lo identificamos a tiempo y lo que realizamos fue una incorporación laboral. Ahora él también es parte del grupo y trabajan juntos. No lo hicimos como un premio, sino que nuestro enfoque fue propiciar también la armonía de su familia. Continúan con acompañamiento y ha mejorado”, asegura.

Ella, como mujer, también comprende los efectos de la violencia. Es una sobreviviente que ahora, desde su propio campo, lucha no solo para erradicarla, sino para empoderar a las mujeres. Con emoción relata que, en septiembre de 2021, grupo CID y las mil personas que conforman el equipo laboral tomarán la certificación “Empresa Segura – Líder en tolerancia cero frente a la violencia hacia las mujeres” del Programa PreViMujer/GIZ. Ella dice que “es una inversión de tiempo”, pero necesaria para promover espacios seguros.

Esta nota fue realizada con el apoyo del Programa PreViMujer, implementado por la Cooperación Alemana GIZ.

Equipo de trabajo para esta nota:

  • Jeanneth Cervantes Pesantes
  • Daría
  • Samantha Garrido
  • Karen Toro
  • Monse Navas
Compartir

Autoras

Karol E. Noroña

(Ecuador, 1994). Periodista andina. Cuenta historias sobre los derechos de las mujeres, las familias que reclaman justicia, los delitos vinculados al crimen organizado en el país y la lucha de quienes no dejan de buscar a sus desaparecidos ante la inoperancia estatal.