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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Maria Belén Moncayo

Lo cortés no quita lo violento

Michel Foucault abusando sexualmente de niños menores de 15 años en un cementerio de Túnez, Fernando Moncayo cometiendo delitos de violencia psicológica y sexual contra mujeres ecuatorianas y de otras latitudes, en Quito, y Andrew Cuomo acosando a decenas de mujeres en los Estados Unidos; son episodios de la historia patriarcal de occidente acaecida entre los siglos XX y XXI, que atraviesan la academia, las artes escénicas y la política; respectivamente. Lo que estos tres depredadores sexuales tienen en común no es otra cosa que el Pacto Patriarcal, sobre cuyos alcances ofrezco a continuación algunas reflexiones.

El poder blanco

En los años 60, las manos de niños tunecinos pauperizados recogían el dinero que “el Tío Lucas” (Foucault) echaba al piso, mientras a viva voz los citaba para que luego de las diez de la noche lo esperaran en el camposanto; sobre cuyas lápidas saciaba su voraz apetito pederasta. Entrado ya el siglo XX, en 2011, Fernando Moncayo (fundador de la Corporación Cultural La Rana Sabia) fue escalando su acoso sexual hacia Bernarda Robles Morocho —con quien entonces sostenía una relación laboral— hasta que una noche aciaga del 2012 irrumpió en su habitación y la violó. El 10 de agosto del año en curso el exgobernador del Estado de Nueva York, Andrew Cuomo, dimitió de su cargo tras las acusaciones de conductas lascivas realizadas por 11 mujeres en su contra.

Susana y los viejos. Cuadro de la pintora italiana Artemisia Gentileschi. Año 1610.

Y es que el poder blanco —entendido en toda su dimensión machista— ha estado y sigue estando tan naturalizado, que su imposición sobre las vidas y los cuerpos de las mujeres es todavía la plataforma fundacional sobra la que se yergue el Pacto Patriarcal: en el caso de Foucault —ese niño mimado de la academia francesa— llegó en 1977 al punto de solicitar que la cero vigilancia y el nulo control que proponía en sus ensayos, se extendiese hasta alcanzar la legalización de la pedofilia. En lo que se refiere a Moncayo, su ardid fue siempre el de procurar la cercanía física de mujeres muy jóvenes, a través de estrategias de apadrinamiento, prestación de servicios o intercambio de saberes; que sucedían en un territorio donde él funge —hasta la fecha— como dueño y señor del espacio de vivienda y del teatrino, donde se han llevado a cabo las funciones de títeres por décadas. Cuomo no se queda corto. En su favor declara en ruedas de prensa que no tenía idea de que lo que hacía era inapropiado. Es decir, entre estas prácticas impresentables y la de los conquistadores españoles tomando como trofeos las vidas y los cuerpos de las mujeres aborígenes, subyace una idéntica relación de poder.

¿Todo es relativo?

“Hay que entenderlo en su contexto y en su tiempo”, “A viejitos verdes como Maradona y Jeffrey Epstein hay que leerlos desde la perspectiva del Marqués de Sade”, “Separemos la obra del artista”, “La historia del mundo no se puede leer como algo de buenos y malos porque pierdes los matices”. Estos son entre muchos más los argumentos que se leen o se escuchan cuando de relativizar los delitos sexuales de un amigo, pariente, colega o famoso admirado se trata; y son proferidos por gente que articula aguerridamente sobre la lucha de clases, dicta talleres de nuevas masculinidades, hace política pública en temas sociales; entre otras actividades propias de quienes persiguen ser favorecidxs por becas de ONGs con nombres de iconos del feminismo; y desde la autoproclamación como aliadxs de la lucha de las mujeres cuando no abiertamente “feministas”. Gouche divine criolla que lo mismo pondera a Foucault como su gurú teórico, como llora la muerte de Maradona porque “El Pelusa vino de abajo y es pueblo”, que presume dentro de sus films favoritos a “El discreto encanto de la burguesía” (Luis Buñuel, 1972); pero que no tiene el menor empacho de seguir cantando en las guitarreadas: “…Y sus hombres son bravos/sí señor/y muy celosos”. Esa fauna pseudoinformada a través de Google, que lo primero que dice ante un caso de violencia sexual perpetrada por un hombre con amplia y visible trayectoria laboral es lo siguiente: “¿Pero sí será verdad?, porque yo vi una película sobre denuncias falsas”. Y es así como las teorías que predican que todo es una construcción social, relativizan las voces ya de por sí calladas de las víctimas. ¿Hemos visto alguna vez a un académico de la Flacso —experto en fútbol— haciendo una investigación de campo que nos diga si las niñas abusadas por Maradona habían leído al Marqués de Sade? Lo cierto es que sobran los dedos de una mano para contar las excepciones de músicos ecuatorianos varones que no salieron a defender los delitos sexuales de Mateo Kingman a capa y espada; como sobran los dedos de la otra mano para contar personas dentro del mundo de las artes escénicas del contexto, que pasan de los 55 años de edad; y que han hecho pronunciamientos contundentes e incondicionales a favor de las sobrevivientes del Caso Rana Sabia. Abunda, por el contrario, en todo el planeta; gente con poder y privilegios que afirma sin el menor pudor que las mujeres detrás de las denuncias de acoso y abuso buscan réditos económicos, fama o posicionar algún tipo de agenda en los medios de comunicación. A la sazón, estas sentencias vaciadas de sentido son también una contravención de la ley, si consideramos que la Constitución de la República del Ecuador consagra el derecho de todas las mujeres a una vida digna y libre de violencia.

“Tocó pagar piso”

Como todo poder, el hegemónico en ciernes se encarga de volverse aspiracional; de tal suerte que sus pares masculinos subalternos se propongan como meta emular sus formas de relación con el mundo. De este modo, aquellos líderes de organizaciones socio-político-culturales, situadas en las periferias de las grandes ciudades, que trabajan en las empresas de la plana mayor del corporativismo salvaje; se manifiestan aquí y allá en contra de la explotación laboral capitalista, pero al mismo tiempo no hacen el menor esfuerzo para diferenciarse del machismo que imprimen en la relación con las mujeres de su entorno más próximo. Así, el alfa proleta —desde su lugar en la fábrica— es testigo de cómo el alfa patrón arrastra de los cabellos a su esposa por el parqueadero; conducta similar que el primero ha visto en su barrio desde que nació y que el segundo aprendió de su abuelo. En ambos casos estas formas de dominación se disfrazan en los espacios sociales con máscaras de buenas intenciones, que derivan en mujeres de estratos altos, adictas a los fármacos, utilizando su fortuna para evadirse de estos malos tratos; y quinceañeras de los estratos bajos siendo escopolaminadas por sus “amigos”, en fiestas de las que despiertan con claras evidencias de haber sido violadas. Ambas saben que luchar contra el monstruo les puede literalmente costar la vida. Casi siempre callan. Viven el resto de su vida con esa pesadumbre dentro de sí, la que de cuando en cuando comparten con alguna amiga, a la que le cuenta que: “Tocó pagar piso”.

Cancelar… tal vez, espectacularizar… nunca, educar… siempre

El efecto globalizante de las redes sociales pinta paisajes ambivalentes en el ámbito de la violencia de género: la tendencia generalizada es reaccionar sobre una denuncia sin proveerse de la información necesaria y contrastarla. Aún cuando estos comentarios partan de creer en la palabra de la sobreviviente de violencia, podrían a la larga ser contraproducentes si no son expresados con inteligencia y sensibilidad. De hecho, es precisamente porque un ataque de cualquier tipo va a marcar de por vida a la víctima, que para ella no solo se pide justicia, sino también reparación. Es muy frecuente que las mujeres atenten contra su vida tras haber sido abusadas sexualmente. Es para ellas motivo de autodestrucción ver ante sus ojos homenajes a su agresor.

Dicho esto, es preciso hacer un trabajo orgánico en el tejido social que se replantee la relación entre los derechos humanos de las víctimas y el derecho de las instituciones públicas y privadas de rendir culto a personajes públicos sobre los que pesan acusaciones legales en firme.

La espectacularización de un delito solamente revictimiza: cuando se comparten imágenes y/o videos de los agresores, capturas de pantalla de sus adláteres y se hacen amenazas beligerantes; lejos de ayudar en el proceso jurídico a la sobreviviente, estamos haciendo publicidad gratuita a un agresor y permitiendo que las nuevas generaciones consuman estos contenidos sin filtro alguno. Malcriada Total Producciones apuesta, más bien, por esgrimir en nuestros espacios virtuales una política de publicación e interacción; que se compadezca con nuestra realidad fuera de los píxeles. De esa manera poco a poco vamos dejando al patriarcado hablando solo… hasta que se calle, se canse y muera. Esa, una forma de cancelación más equitativa y menos visceral.

Incompleto será todo estudio de las Ciencias Sociales que excluya a Michel Foucault de su malla curricular, como lo sería una antología del teatro ecuatoriano sin revisar la trayectoria de La Rana Sabia. Jamás una tesis de cómo el mundo afrontó la pandemia del Covid podría evadirse de la mención de la política pública establecida por el gobernador Cuomo en Nueva York. Completa —por el contrario— se escribe ahora en el espacio público físico y virtual, la vida de quien fuera 15 veces campeón mundial de boxeo: Carlos Monzón, el argentino que en 1988 asesinó a su esposa y madre de sus hijos. En 2018, la placa que reposaba en su monumento en Santa Fe decía: “Carlos Monzón: Campeón Mundial”, fue intervenida por un colectivo de artistas feministas; hoy la insignia exhibe: “Carlos Monzón: Campeón Mundial y FEMICIDA”. En Wikipedia suscriben en su biografía el subtítulo: “Femicidio de su pareja”. Y es así como idealmente deberían contarse las vidas de estos agresores: com-ple-tas. Y solamente así —con ese ejemplo adulto consciente— podremos reclamar que en las nuevas generaciones haya hombres buenos; hombres que comprendan con el cuerpo que no hay una sola manera de pasar a la historia. Seres humanos que sepan aproximarse críticamente a una película enorme como “El nombre de la rosa” (Jean-Jacques Annaud, 1986), sabiendo que Sean Connery —su protagonista— incitaba al sometimiento de las mujeres a través del maltrato físico; y que sean capaces, también, de tolerancia cero hacia propuestas culturales con guiones sobre “valores humanos”, performadas por artistas cuyas vidas son la apología de la doble moral; como la de Fernando Moncayo y su esposa Claudia Monsalve… vaya.

En 2018, la placa que reposaba en el monumento a Carlos Monzón fue intervenida por un colectivo de artistas feministas; hoy la insignia exhibe: “Carlos Monzón: Campeón Mundial y FEMICIDA”

Las estadísticas hablan de que en los últimos 12 meses el 55.6% de la población total del Ecuador utilizó el internet. Si consideramos que la edad promedio del país es 15 años (dada la elevadísima cifra de embarazos adolescentes); estamos ante un panorama en que una gran mayoría de la población adulta tiene acceso a información. De ese porcentaje, aquel que además ha tenido estudios superiores, estaría en la obligación moral de investigar sobre potenciales pasados delictivos, antes de incurrir en exaltaciones exacerbadas de hombres carismáticos, pero agresores; porque lo cortés… no quita lo violento.

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Nota:

Sobre la foto, Susana y los viejos es un cuadro de la pintora italiana Artemisia Gentileschi. Fue ejecutado en 1610.​ Se trata de una pintura al óleo sobre lienzo, que mide 170 cm de alto y 121 cm de ancho. Actualmente se conserva en el Castillo de Weissenstein de Pommersfelden.​

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Autoras

Maria Belén Moncayo

Activista feminista de la expansión de la consciencia. Directora del Archivo AANME. Presidenta Vitalicia de Malcriada Total Producciones El algoritmo OMG dice que la aman por su carisma, pero la odian por su belleza; mientras que el Nametest dice que durmió al calor de las masas. Tiene un Maestría en Terapia Trash-Pershonal, otorgada por Plaza Sésamo.