Unos días antes del anuncio de la pandemia por Covid-19 me cambié de casa. Encontré un lugar al que le entraba buen sol en la mañana, con una habitación desde la que podía contemplar las montañas con solo levantar la cabeza del computador. Recuerdo el día en que empecé a armar el estudio como si fuera otra vida.
Por varios días abrí cajas, acomodé libros y finalmente monté un corcho con cosas que consideraba importantes: mensajes de quienes me visitaron en los últimos años en Ecuador, la foto de mi papá y mi mamá, postales, separadores y otros regalos de las amigas, post its con proyectos, un calendario ilustrado de 2020 y mi pañuelo, traído desde la misma marea verde argentina. Ese pañuelo había estado destinado a salir en las marchas y volver al cajón de los pañuelos feministas que he ido guardando. Pero ese día lo colgué.
Por un año, el pañuelo estuvo ahí, haciendo parte de videoconferencias, videollamadas de trabajo, reuniones familiares y fiestas en línea. Fue el fondo que nunca oculté detrás de ningún filtro digital. Hasta ese momento, en la vida que llevaba fuera de pantalla, si había considerado que alguien podría agredirme por llevar el pañuelo amarrado al cuello, en la mano o la mochila; también si se desacreditaría mi trabajo como periodista por adherir públicamente a la causa de la despenalización del aborto o si un día iba a recibir el cuestionamiento de algún familiar. Nunca pasó pero lo pensé y sé que no he sido la única. Alguna vez conversé con una colega que hizo un reportaje sobre el aborto en su país y se preguntaba si debía usar o no su pañuelo para participar en un certamen en el que había sido seleccionada como finalista.
Hablo de esto porque creo que las ideas de la neutralidad y la objetividad en el periodismo y la comunicación nos han escindido de nuestras vidas para encajar en una profesión que busca contar “la realidad” obviando las voces y los hechos que afectan a la mitad de las personas que vivimos en el mundo: las mujeres. Cuestionar esta visión siempre ha tenido consecuencias.
Hace unos días me enteré de que Gloria Steinem, además de ser un ícono feminista de los años 60, es una periodista que en esa época se refería al aborto como “el Vietnam de las mujeres”. Steinem fundó la revista feminista Ms, el Women Media Center y también dedicó el libro Mi vida en la carretera al médico que le interrumpió un embarazo en Inglaterra cuando tenía 22 años. A comienzos del 2021 ganó el Premio Princesa de Asturias y sin embargo, yo nunca supe de ella en la Facultad de Comunicaciones donde estudié. En cambio, leí con mucho interés a Gay Talese, al que hemos considerado un maestro –no digo que no lo sea– y que, según un artículo del diario.es se refería a ella como «la chica guapa de la temporada».
Ese borramiento del canon periodístico de Steinem y de tantas otras, debió estar precedido de múltiples formas de violencia que hoy seguimos viviendo dentro y fuera de las redacciones por parte de colegas, jefes y audiencias cuando nos identificamos como mujeres y se intensifica cuando nos declaramos periodistas feministas. Ya lo dijo Rebecca Solnit en Los hombres me explican cosas que “cada mujer que aparece debe enfrentarse a las fuerzas que querrían hacerla desaparecer”.
Nombrar las violencias
Según la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión, los actos de violencia más reportados por las periodistas incluyen el maltrato verbal (63%), el ciberacoso (44%), el maltrato psicológico (41%), la explotación económica (21%) y la violencia física (11%). Estas formas de violencia son ejercidas tanto por personas fuera del lugar de trabajo (fuentes, políticos, lectores, u otros oyentes) como por jefes o superiores.
En una encuesta mundial publicada recientemente por Unesco se destaca que las periodistas reciben más ataques en línea que sus colegas hombres y que las amenazas “son altamente sexualizadas, centradas en sus características físicas y el origen étnico o cultural, más que en el contenido de su trabajo”. También en 2020 realizamos con Chicas Poderosas la investigación Así hacemos Periodismo en la que recolectamos datos y testimonios sobre cómo la violencia está presente a lo largo de toda la carrera profesional de las mujeres en Ecuador pero se ensaña contra las mujeres jóvenes, las indígenas, las afroecuatorianas y también contra quienes han decidido identificarse como periodistas feministas o incluir una perspectiva de género en su trabajo.
Fui convocada por La Periódica, uno de los primeros medios digitales que en Ecuador se nombró como feminista, a un espacio de confianza con otras periodistas y mujeres que hacen comunicación en el país para conversar sobre las violencias a lo largo de nuestra carrera profesional. Todo esto a raíz de la controversia generada en redes sociales luego de que se cuestionara la aparición del pañuelo verde en el video de una marca en el que se destacaba el trabajo de Pepa Ilustradora.
En un gesto de profunda intimidad, quienes asistieron –Alondra, Pepa, Suerte, Daría, Jeanneth y Catalina (nombre protegido)– describieron qué tipos de violencia han vivido, pero también cómo se han sentido. Y lo destaco porque por muchos años guardamos el llanto, el grito, la ansiedad y el desconcierto en ambientes laborales hipermasculinizados en los que expresar las emociones era demostrar que no servías para el oficio.
Retomo aquí algunos testimonios para nombrar esas violencias, pero, especialmente, para reconocer la potencia de escucharnos, acompañarnos, de decir a mí también me pasó y de saber que al nombrarnos feministas recogemos los procesos de cada una: las vivencias, las lecturas, la confusión, los abandonos y las deserciones; las redes que nos han acogido y las que hemos construido. Todo aquello de lo que hemos agarrado la fuerza para aparecer y ser nosotras mismas, para tener una voz y decidir usarla para contar la “realidad” sin obviarnos a nosotras:
“Me gusta estar en este círculo de confianza porque en realidad por mucho tiempo no he tenido el chance. Cuando uno trabaja en un medio grande es como que está casado con él, para todo tienes que pedir permiso y siempre te lo niegan”.
“Yo no tenía ninguna lucha, o sea, yo trabajaba (…). Cuando comienzo a buscar círculos de mujeres feministas mi mundo completamente cambió (…). Cuando hablan de deconstruirse, la gente lo usa así normal, pero realmente para mí es como que te abran los ojos (…). Tu trabajo va cambiando. Yo soy feminista a pesar del ataque, a pesar de lo que te digan, a pesar del patriarcado”.
“Está bien el compromiso pero también de eso se abusan”.
“La lucha también es desde los medios tradicionales donde te encuentras un montón de hombres que dirigen, que te gritan y yo creo que también ahí hay que hacer algo”.
“Llega a ser un poco doloroso a ratos, tampoco puedo decir que (…) el feminismo es lo máximo, a veces duele y cuesta muchas cosas”.
“El feminismo me ha transformado y es como que el rato que te pones de esos lentes, no te puedes sacar, pero prefiero ponerles una especie de camuflaje a los lentes a veces, que quizás no suena bien, pero me ha servido en el trabajo”.
El periodismo de nosotras
Nombrarse periodista, ilustradora o artista feminista y portar o colgar un pañuelo verde son decisiones que nos cambian y que, inevitablemente, tienen efectos en el trabajo que hacemos y en la forma en que lo hacemos. Por supuesto, también en la percepción de ese trabajo y en las formas que alguna gente usa para señalar sus desacuerdos.
Hasta hace poco ponerle “feminista” como apellido al trabajo que hacías no solo era poco común sino “excesivo”. Aún hay quienes así lo consideran. Fue en Zarelia, el primer Festival de Periodismo Feminista, que reunió en 2019 a más de 500 periodistas feministas de la región, que yo personalmente comprendí que se estaba produciendo un cambio en la forma de hacer periodismo en toda América Latina y que ese cambio venía de la mano de la innegable fuerza de un feminismo internacional que ha extendido por todos los países los pañuelos verdes y morados junto a las demandas de Aborto libre, legal y seguro y Ni una menos.
En ese momento me parecía estar saliendo de un clóset junto a muchas otras colegas y amigas. En adelante, he seguido con interés el surgimiento de medios feministas, coberturas colaborativas, directorios de mujeres expertas, encuentros, conferencias y círculos para hablar de cómo, por qué y para qué hacer periodismo feminista.
Hay retos y preguntas sobre como encontrar formas creativas para hacerle frente a las violencias en todas sus formas y en todos los espacios: la explotación laboral, el trolleo, el acoso, los disensos entre nosotras, el síndrome de impostora que nos persigue a todas. También sobre cómo seguir contando una región en la que la vida y los derechos de las mujeres están en vilo cada día. Las periodistas Montserrat Domínguez, Josefina Licitra y Gabriela Wiener dijeron en el acta de la Beca Oxfam en 2019 que hay una forma de cubrir los temas de desigualdad en el periodismo, donde ya no se habla de “las otras”, sino que existe un “nosotras”.
Ahora que aparecimos, que somos nosotras, los pañuelos verdes no se ocultan.