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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Silvana Tapia Tapia

Hacia una crítica feminista y descolonial de la penalidad

¿Es la expansión penal una herencia exclusiva del neoliberalismo conservardor? ¿Cómo le damos sentido al llamado a la expansión penal que surge también desde los discursos políticos progresistas, de izquierda y feministas? En el contexto de las recientes y repetidas masacres en los centros carcelarios ecuatorianos ¿podemos hacer más visible, como estrategia de resistencia, que el encarcelamiento inflige violencia y dolor a las personas más estigmatizadas y marginadas dentro y fuera de los muros de la prisión? En este texto propongo un lente feminista descolonial para entender mejor a la expansión penal y la crisis carcelaria contemporáneas.

Las masacres y nuestro “sentido común”

Alrededor de 80 personas fueron brutalmente asesinadas el 23 de febrero de 2021, en tres de los centros de «rehabilitación social” más grandes de Ecuador. Algunos videos (no todos auténticos) se volvieron virales en redes sociales y chats grupales, mostrando cuerpos mutilados, decapitados y desmembrados. Algunas voces del personal penitenciario informaron entonces que la policía tardó mucho en actuar. Después de una inspección minuciosa, se incautaron cuchillos, machetes y sierras. A la mañana siguiente se produjeron más disturbios, a pesar del despliegue de al menos 400 agentes de policía fuera de las cárceles. Por su parte, voces críticas hacia el gobierno denunciaron que días antes del motín habían llegado a las autoridades advertencias de inminente violencia, sin que se hubieran tomado acciones perceptibles.

Meses más tarde, en julio, vimos hechos similares en los centros de Guayaquil y Latacunga, con la muerte violenta de unas 22 personas y reportes de violencia sexual contra una interna y una agente de policía. Como consecuencia, de acuerdo con denuncias de familiares, las personas privadas de libertad dejaron de tener acceso a agua potable y comida suficiente, se restringieron las visitas, incluso las de asesoría jurídica, y se suspendió el acceso a implementos de limpieza, aseo personal, higiene menstrual y medicamentos.

Tras los hechos, muchas personas en redes sociales intentaron justificar lo sucedido, con una narrativa que implícita o explícitamente cataloga de “merecidas” a las muertes y violencias contra las personas en situación de encierro. Hay quienes incluso se burlan o agreden a activistas y organizaciones defensoras de los derechos humanos. Tales encuadres deshumanizantes han sido alimentados por los medios masivos y por el discurso oficialista (del anterior y el actual gobierno), que ha descrito a la población carcelaria en términos de “mafias” y redes de narcotraficantes, proyección que desdibuja la realidad de la criminalización de la pobreza y la ausencia de políticas de redistribución económica.

De hecho, la población penitenciaria es joven: el 40 % tiene entre 19 y 29 años de edad, seguido de un 30 % de entre 30 y 39 años. La población penitenciaria no ha tenido acceso a la educación: el 45% tiene sólo educación básica y el 42% es bachiller. Apenas el 2.7% tiene educación superior. En cuanto a las ofensas penales cometidas, la población penitenciaria en su mayoría está encarcelada por delitos relacionados con drogas (28%), delitos contra la propiedad (25%), delitos contra la libertad sexual (12 %) y delitos contra la vida (9.4 %). Cabe resaltar que sólo el 57% de las personas encerradas tienen sentencia: se estima que alrededor del 43% se encuentra bajo el régimen de prisión preventiva, es decir, sin condena. Pese a que estas cifras desenmascaran niveles injustificados de sobrepoblación carcelaria, el “populismo punitivo» (término que describe al discurso político que exige sanciones más severas para satisfacer las demandas de seguridad de la ciudadanía), sigue siendo la respuesta habitual de las autoridades ante el malestar social.

Los discursos dominantes tienden a retratar a la prisión como un espacio separado de la sociedad, de las calles, los hogares y de toda la vida pública y comunitaria, posicionando la idea de un enemigo interno y “ajeno” que debe ser vencido a toda costa. La realidad es que muchas personas encarceladas no cometieron delitos violentos, varias son madres jóvenes criando dentro de las prisiones o viviendo separadas de sus hijas e hijos; otras tantas son personas con enfermedades crónicas, y la mayoría son personas empobrecidas que han vivido generalmente marginadas de los servicios públicos. Aún así, se siguen promoviendo estrategias represivas de corte militar, por ejemplo, una alianza entre el Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores del Ecuador (SNAI) y las Fuerzas Armadas, para la formación de agentes penitenciarios. Estos cursos de acción sugieren más énfasis en el control y la “mano dura”, que en la formación en derechos humanos; además, las estrategias de intensificación de la vigilancia no atienden a las causas de fondo detrás de la violencia social, como el recrudecimiento de la pobreza, la salud integral y mental de las personas en situación de encierro, y su calidad de vida.

Aunque varios expertos en seguridad y autoridades penitenciarias ahora piden el “fortalecimiento” del sistema carcelario, la violencia dentro de las prisiones ecuatorianas está ligada a factores históricos que desbordan en gran medida a los conflictos de «pandillas» o “mafias”. Así, en los últimos años, Ecuador cuadruplicó su población carcelaria: las prisiones albergan a unos 38 000 detenidos según estimaciones recientes, con un hacinamiento de alrededor del 35%. Según la Policía Nacional, en 2018 hubo 15 muertes violentas en el sistema penitenciario; en 2019, el número aumentó a 32 y en 2020, a 51. Algunos informantes que han trabajado para agencias de seguridad del Estado en períodos previos me han dicho que esto seguramente es una subestimación.

A mi criterio, además de investigar la historia inmediata del sistema penitenciario, es necesario reconocer que la violencia penal tiene relación con el «sentido común» que como sociedad hemos construido por siglos acerca de la justicia. Es evidente que la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas del mundo occidental y occidentalizado consideramos a la pena privativa de la libertad como inseparable de lo justo y como una respuesta estatal necesaria ante el delito. Esto, a pesar de la ausencia casi absoluta de evidencia empírica de que el castigo penal pueda rehabilitar, neutralizar o disuadir. Y estos discursos no son patrimonio exclusivo de sectores conservadores; también en los sectores cuyas agendas apuntan a la redistribución económica (que llamaremos a grosso modo “progresistas”) es común el llamado a aplicar “todo el peso de la ley” y a endurecer las penas ante cada evento de violencia social. Entonces, si bien los antecedentes inmediatos de la crisis están relacionados con una deficiente política criminal y social, tenemos que reconocer una cuestión de fondo: como comunidades no cuestionamos el “alma” del sistema. Los supuestos centrales del discurso jurídico liberal sobre la ley, el castigo y la justicia son nuestro único lenguaje. Para desafiar el sentido común sobre la carceralidad, a mi criterio, necesitamos realizar una ruptura epistémica feminista descolonial.

Expansión carcelaria y “punitivismo progresista”

Un amplio sector de la academia crítica ha vinculado a la expansión penal y al aumento de las tasas de encarcelamiento con el declive del Estado de Bienestar, es decir, del Estado como proveedor de servicios que redistribuye recursos económicos. En principio y en términos más inmediatos, la crisis carcelaria en Ecuador sí está relacionada con las medidas de austeridad implementadas por el gobierno de Lenin Moreno (2017-2021), que potencialmente tendrán continuidad con el gobierno de Guillermo Lasso (2021-2025). Estas incluyeron la eliminación de los ministerios relacionados con el desarrollo social y los derechos humanos, en particular, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos y el Ministerio del Interior, que fueron reemplazados por secretarías más pequeñas. El presupuesto del SNAI, que tiene a su cargo el diseño de programas de reinserción social, se redujo en un 43% en 2020, mientras el número de trabajadoras sociales y guías penitenciarias es notablemente insuficiente. Por otra parte, aunque legalmente el sistema penitenciario debe ser administrado y financiado por el Estado, en la práctica, son las familias, principalmente las mujeres, las que aportan económicamente para la subsistencia y seguridad de las personas encarceladas.

Dicho esto, a diferencia del gobierno de Lenin Moreno, el régimen anterior —la Revolución Ciudadana— fue considerado por muchos “posneoliberal” y un ejemplo del llamado socialismo del siglo XXI. De hecho, la pobreza se redujo en Ecuador durante ese período, por lo que, en vista de los vínculos analíticos entre la política neoliberal pro-mercado y la expansión penal, se podría haber esperado una reducción de la carceralidad. No obstante, el gobierno de Correa en la práctica consolidó un Estado punitivo, por ejemplo, a través de un Código Penal (2014) que aumentó exponencialmente el número de delitos procesables y endureció las penas. Además, las tasas de encarcelamiento aumentaron dramáticamente. La Revolución Ciudadana diseñó y construyó grandes centros carcelarios aislados de las comunidades, lo que encareció su mantenimiento y dificultó el régimen de visitas. También se difundió una narrativa según la cual la inseguridad era en gran parte el resultado de que los jueces “blandos” estaban liberando a demasiadas personas con prisión preventiva, con la que se justificó una mayor permisividad para hacer uso extensivo de la misma. Esta paradoja, que yo he llamado “expansión penal posneoliberal”, no se ha suscitado solo en Ecuador; de hecho, la academia ha expuesto la expansión carcelaria en América Latina durante la época de varios de los gobiernos de izquierda de la llamada «marea rosa”.

Como vemos, la crisis carcelaria se gestó durante mucho tiempo, incluso a través de las medidas desplegadas por un régimen reconocido por realizar redistribución económica. En otras palabras, la penalidad prosperó a pesar de (o quizás a través de) un programa con componentes de redistribución social. En este texto no profundizaré en la discusión sobre los límites del programa redistributivo de la Revolución Ciudadana, ni pretendo decir que este haya superado al capitalismo o tenido un carácter radicalmente anti-neoliberal. Sin embargo, si bien no se puede dejar de reconocer que la política económica del capitalismo tardío ha desempeñado un papel crucial en la expansión penal, también es urgente preguntarse por qué, en todo el espectro político, rara vez se cuestiona a la penalidad. ¿Por qué prevalece ese sentido común en torno a la carceralidad? Una forma de pensar en esta cuestión es abordar la penalidad como un efecto de la colonización epistémica, sin dejar de cuestionar a todos los elementos que forman parte de nuestro imaginario legal, incluso al derecho constitucional y los derechos humanos, que también son herederos del legalismo liberal.

Colonización epistémica y legalismo liberal

Anibal Quijano describió a la colonialidad sobre todo como un fenómeno epistémico. Gayatri Spivak hablaba de “violencia epistémica” para describir cómo se silencian los conocimientos subalternos, esos saberes no europeos que incluyen formas de practicar la justicia y entender la vida en comunidad. María Lugones sostiene, en la misma línea, que la colonialidad (es decir, la continuidad de los imaginarios y divisiones sociales impuestas a través de la colonización), no puede comprenderse sin reconocer que el género, junto con la raza, se introdujeron como categorías jerarquizantes con la invasión europea. Dentro de los sistemas occidentales que han desplazado a los saberes de los conquistados, se encuentra, por supuesto, el sistema jurídico. En efecto, nuestro derecho, de herencia románica, europea continental y, más recientemente, con influencias angloamericanas, contiene pretensiones de verdad que privilegian a las ontologías y epistemologías occidentales, excluyendo del ámbito de lo jurídico aquello que no se ajusta a los paradigmas de la legalidad liberal. A su vez, el discurso liberal no enmarca al derecho como un dispositivo cómplice en la producción y continuidad de la desigualdad social, sino que presenta a la ley como un árbitro neutral para la resolución de conflictos. Entonces, discurso liberal, al no interrogar al derecho en sí como sistema y discurso coproductor de subordinaciones, contribuye a dejar sin cuestionar al aparato penal o, en el mejor de los casos, lo retrata como susceptible de optimización mediante reformas legislativas o mejoras en su aplicación; e insiste en estas técnicas pese a que se muestran infructuosas una y otra vez.

En el marco de la crítica al derecho liberal, también es necesario interrogar a aquellos elementos del sistema que nos parecen más benignos: por ejemplo, la academia crítica ha mostrado que los instrumentos internacionales de derechos humanos alientan e incluso obligan a los estados a movilizar al aparato penal como respuesta a las violaciones de derechos humanos. Tales críticas han acuñado la expresión “derechos humanos coercitivos”; yo he utilizado la fórmula “penalidad basada en derechos”, para englobar también a los principios constitucionales y del debido proceso que nos prometen un derecho penal “bueno”. En otras publicaciones he mostrado cómo los marcos penales basados ​​en derechos humanos han viajado ilesos a través de las distintas constituciones del Ecuador, incluso entre las que se han descrito como diametralmente opuestas. He argumentado que esto se debe, entre otros factores, al sentido común de la ciudadanía acerca del poder del derecho penal y a una tendencia amplia de la legislatura y la administración pública a considerar al derecho como políticamente neutral. Considero que mientras sigamos creyendo en un “derecho penal mínimo y constitucionalizado” seguiremos alimentando la idea de que puede existir un derecho penal inofensivo (no importa cuántas veces hayamos fracasado en la práctica); al tiempo que el alma del sistema, la pena privativa de la libertad, sigue sin interrogarse en su esencia.

Además, utilizando el ejemplo de las campañas feministas para contrarrestar la violencia contra las mujeres (VCM), he sostenido que el giro hacia el derecho penal en Ecuador y América Latina es sintomático de una serie de continuidades coloniales que incluyen la colonización epistémica de conocimientos sobre la vida comunitaria, los espacios domésticos, la sexualidad y la justicia. La continuidad de los discursos coloniales sobre la protección de la familia y de las mujeres como madres, por ejemplo, ha facilitado la aprobación de leyes carcelarias sobre la VCM, al tiempo que ha socavado el progreso de otras demandas feministas como la despenalización del aborto.

el campo amplio de la justicia penal, la legalidad liberal continúa produciendo políticas criminales que no reconocen complejidades como el pluralismo legal, la relación del género con la criminalidad, la vulnerabilidad de las mujeres (sobre todo las racializadas y empobrecidas) a sufrir abusos dentro del sistema penal y el sufrimiento, no sólo de quienes están en prisión, sino también también de sus seres queridos fuera de los muros carcelarios. Una óptica feminista descolonial, al permitirnos ver a la penalidad como una empresa colonial y patriarcal, ampliará nuestro marco de análisis y su alcance. Nos permitirá abordar críticamente a la expansión penal incluso cuando ocurra dentro de programas políticos que de algún modo han desafiado al neoliberalismo.

Horizontes en la academia y el activismo

En este texto he querido esbozar varias ideas: la historia de la crisis carcelaria se extiende más allá de sus antecedentes inmediatos y su continuidad se relaciona con nuestra inhabilidad para pensar por fuera de la penalidad liberal. He procurado explicar que la ubicuidad del castigo carcelario es un ejemplo de ocupación epistémica. El legalismo liberal, como herencia colonial, es hoy el marco dominante en todo el espectro político, de izquierda a derecha, con diversos matices pero con alma única. El liberalismo le permite al progresismo hablar de un derecho penal benigno, constitucional, mínimo, coherente con los derechos humanos; al tiempo que no hace mucho por desafiar a las narrativas sobre narcoempresarios, bandas mafiosas, enemigos internos y militarización que impulsan las derechas. Por eso es necesario reconocer que el derecho también es parte de la ocupación colonial que ha desplazado a las formas alternativas de entender la justicia. Este desplazamiento ha sido tan violento y absoluto que nos impide entender que lo que se está criminalizando en las cárceles es esencialmente la pobreza. La penalidad es tan invasiva que estamos gestionando casi todo conflicto social con la lógica del encierro. No le prestamos atención siquiera a la evidencia empírica que muestra el fracaso histórico de los sistemas carcelarios.

Una crítica feminista descolonial de la penalidad puede permitirnos reconocer la colonialidad del derecho, que incluye al género y a la racialización. Puede dejarnos ver a la violencia carcelaria como una violencia heteropatriarcal y racista: el derecho y las políticas criminales presentan desafíos particulares para la ética y las políticas de emancipación feministas, porque la penalidad despliega formas de coerción y sanción que son especialmente dañinas para las mujeres más desfavorecidas. El feminismo descolonial también puede ampliar nuestra comprensión de la vulnerabilidad de las mujeres expuestas al sistema penitenciario, así como de las personas racializadas y de la diversidad sexo-genérica. Las perspectivas feministas descoloniales son importantes, no solo porque necesitamos más género en la discusión sobre la penalidad y la securitización, sino también para considerar otras áreas poco exploradas, como la relación entre masculinidades hegemónicas y violencia social.

En la academia, una ética y metodología feminista descolonial podría traducirse en proyectos de investigación más horizontales que incluyan a las personas y grupos afectados por el aparato penal, desde la etapa de diseño de la investigación. En los movimientos sociales, la sociedad civil y el activismo, la mirada feminista descolonial puede dar origen a iniciativas como la Alianza Contra las Prisiones, que se formó tras las masacres de febrero y conecta a la sociedad civil, el activismo, la academia y el ejercicio profesional, para desafiar al discurso dominante sobre el crimen y el encarcelamiento. Entre los colectivos que forman parte de la Alianza se encuentra Mujeres de Frente, que lleva adelante investigación participativa feminista y trabajo de base para fortalecer redes de cuidado de personas privadas de libertad y sus familias. Así, Mujeres de Frente ha visibilizado las luchas de las mujeres encarceladas, que suelen ser ellas mismas sobrevivientes de violencia de género y cuyas infracciones son en su mayoría delitos de supervivencia. Este trabajo es un ejemplo de perspectiva que no solo es anticapitalista, sino también feminista y descolonial.

El esfuerzo de este y otros colectivos contrahegemónicos puede inspirarnos a seguir desarrollando una crítica de la penalidad que reconozca las raíces epistémicas de la legalidad liberal. Dicha crítica complicará los análisis que vinculan a la expansión penal casi exclusivamente con la neoliberalización y/o la cooptación de los feminismos y arrojará luz sobre los efectos complejos de juridificar y judicializar las luchas de las mujeres a través de los derechos humanos y el derecho penal. Si la colonialidad legal no se identifica e interroga, la penalidad continuará siendo descrita como compatible con (y hasta constitutiva de) un proyecto político redistributivo y un marco legal basado en derechos humanos.

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Autoras

Silvana Tapia Tapia

Doctora PhD en Estudios Socio-jurídicos. Becaria de investigación del Leverhulme Trust en la Escuela de Derecho de la Universidad de Birmingham, Reino Unido.