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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Gabriela Toro Aguilar

Cecilia

Son las ocho de la mañana y más de ocho mujeres y tres hombres ya han comprado sus paquetes de periódicos para venderlos en distintos puntos del Centro Histórico, mientras tanto, Cecilia Jauregui Ramírez viene desde el popular barrio de Solanda, al sur de Quito. En el bulevar de la avenida 24 de Mayo pocos negocios como el punto de distribución de periódicos y un par de restaurantes costeños ya reciben a su clientela, otros empiezan a abrirse, y vendedores autónomos de ropa, utensilios de cocina, frutas, verduras, empanadas, jugos de coco, tamarindo y naranja ocupan las calles. Esas mujeres y hombres, al igual que Cecilia, que por lo general empiezan su jornada laboral antes de las seis de la mañana, dan vida a ese punto de la ciudad; son su sistema muscular, sin ellas ni ellos el movimiento en el Centro sería otro.

Cecilia Jauregui al empezar su jornada. Foto: Gabriela Toro

Doña Cecilia Jauregui Ramírez lleva puesto su delantal, así sale todos los días de trabajo, que son todos los días, “llueva, truene o relampaguee”, como lo dice ella misma. Aunque ese día las nubes de abril no tapan al sol. Discute y negocia jocosa con las mujeres que distribuyen los periódicos y al terminar la pequeña carga pone algunos diarios en la mochila que tenía casi vacía y empieza a subir por la avenida en dirección hacia San Roque, popular e histórico barrio capitalino.

Esta mujer que trabaja desde los siete años es conocida por donde va. Sus pasos son seguros, firmes y cuando es necesario apresurados. Saluda cálida con una trabajadora sexual, ríen y se hablan del horario “oficial” de inicio de la jornada y se despiden rápido, pues las dos ya están en sus labores. Se desvía de la avenida esquivando el ruido intenso y repetitivo de la maquinaria que construye el metro de Quito y que molesta y llama la atención de los transeúntes. La geografía urbana del lugar está cambiando, hay casas enormes que están a la venta, algunos locales están cerrados y los quioscos de flores y los pulgueros de ropa ya no están. Sortea con agilidad los autos y los bultos de comerciantes autónomos y para en la esquina de la calle Cuenca. Cariñosa, saluda a una vendedora de helados, la mujer que pasa de los setenta años le obsequia uno de sus dulces fríos. A pocos pasos, en la Cuenca y Bolívar, doña Cecilia regala el helado a una niña que está cerca de una clienta, quizá es su hija.

Cecilia Jauregui. Foto: Karen Toro

“- ¿Ya cogió el Extra o está trabajando? – No ve que estoy trabajando. – Ya, trabaje mi amor.”

En voz alta, sacándola desde su estómago, sin un hilo de temblor, para que todos la escuchen, dice de un tirón: “Comercio, El Extra” y en seguida con su modulación regular “buenos días veci”. Otra vez, mientras camina, conversa, observa atenta y vocea: “Amor de mi vida, Comercio, La Hora, El Extra, ¿la negra? Ya ¡chao! Comercio, La Hora, El Extra, Comercio, El Diario”.

A su llegada a San Roque, el barrio ya está despierto pero faltan un par de horas para que esté en el pico más alto de movimiento. En la esquina de las calles Bolívar y Chimborazo doña Cecilia deja la mochila, va por los asientos –que son chancletas de jabas de cerveza más cartón y tabla triplex–, retira el parasol y el coche exhibidor de la casa de una vecina. Ella arma su puesto de trabajo todos los días que va al barrio del centro.

Cuando quedan periódicos al final de la jornada, a eso de las cuatro o cinco de la tarde, –dependiendo del día, el clima, si es de lunes a viernes o fin de semana– no hay manera de recuperar lo invertido, “se pierde la plata”, dice. Son dos meses que en los puntos de distribución no reciben devoluciones de los periódicos que la gente no compró. “Antes se vendía con carnet, solo los vendedores que éramos, ahora vende el que más puede, pero no debería ser así sino preferencial los que ya venden años”. Doña Cecilia, frente a la precarización que está a la orden del día, es una mujer resuelta y práctica. Tiene clientes fijos, le pagan semanalmente, le piden que guarde o lleve un periódico en especial –sobre todo los que tienen poquísimas ventas–, algunos le pagan por anticipado y otras personas le fían.

Foto: Karen Toro

“Esas son las circunstancias que se dan –Hola mijo–, todos los voceadores chillan y zapatean, como cuando nosotros éramos comerciantes en el tiempo de mi mamá, –Hola mi reina, ¿cómo está?– nosotros hacíamos huelga, nos botábamos a las camionetas, poníamos dobles candados, con qué finalidad: por conseguir, por lo menos, que nos reciban los periódicos… mi mamá casa nos hubiese dejado, con las pérdidas de los periódicos y todo, no hay nada, nada. El voceador es el menos tratado de todo el comerciante que hay. Porque lo que usted vende no se le daña; el periódico, hoy día no vendió, ya se le pasó, no le reciben, ni nada, ¿y qué hace usted? Pierde, ¿usted tendría otro capital para mañana?… Antes no nos devolvían la plata, perdíamos el dinero, no había nada; entonces ahora quieren volver al mismo tiempo y no estamos aptos para perder el dinero. Lo poquito que se vende acaso se gana un platal, de todos los días cinco centavos por periódico queda. Solo sábado y domingo usted ve por lo menos un dólar de ganancias que se culminó. Tres dólares en todo el día. Sin embargo, como yo le ofrecí a mi mami quedarme en el puesto, me quedé. Pero, ¿con tres dólares qué hace usted?”

El miércoles y el jueves fue al mercado Mayorista a vender implementos de aseo y utensilios de cocina, uno de esos días las lluvias sobrepasaron los límites regulares en el sur. “Ni del cero salí”. “No se pierde porque no se vende, pero tampoco se trata de eso. Todo eso es un proceso, si yo no vendiera eso mato de hambre a mi familia y me muero de hambre yo”. Doña Cecilia, como cientos de miles de mujeres en Quito, es parte importante del sostenimiento económico de su familia, ella también aporta de su trabajo para el cuidado de su nieta. La mamá de Erika Jauregui falleció después de dar a luz, por eso sus dos abuelas y su padre se organizan para cuidarla. “Dese cuenta. ¡Extra! Todo eso es un proceso, yo tengo que darle el estudio a la niña, vestuario, educación y todo. No se alcanza, por más que sea valiente.”

En los días ordinarios con lo poco que gana de los periódicos compra mercadería para vender en los mercados y las ferias de Cotocollao, el mercado Mayorista, Tumbaco y cerca de El Quinche. Todo ese recorrido lo termina a las siete u ocho de la noche, hora a la que parte al sur. Pero si tiene que vender la lotería se queda en la casa de su hermana o en la de la abuela de su nieta, que viven en el centro. Ese es otro negocio en el que doña Jauregui Ramírez se arriesga a la pérdida, así como con los periódicos si no compran los boletos ella pierde todo lo invertido; quienes siempre se quedan con los beneficios son quienes tienen los mayores privilegios, aunque baje el volumen de ventas.

Foto: Gabriela Toro

“No vendió, ¿qué hace usted? ¿va a dar de comer las letras a sus hijos? No. ¿Qué le quedó? El papel. ¿Por cuánto se vende y cuánto compran? Veinticinco centavos la libra, treinta centavos, y llorando… ¿Qué tenemos los voceadores? Solo tenemos las calles.”

A sus 63 años no piensa dejar sus actividades, porque jubilarse propiamente dicho no podría hacerlo. Las veces que se ha ausentado de sus labores ha sido cuando ha estado enferma. Por lo general, en invierno sus amígdalas se afectan y va a hacerse chequear con un doctor. Su mamá, doña Josefina Ramírez, reconocida vecina y voceadora del barrio que trabajó hasta los 90 años, edad a la que falleció, tuvo serias afecciones en su voz y sus ojos. De ella aprendió a auto emplearse. Con su hermana Genoveva recuerdan que vendían cosas para poder pagarse los dulces. Doña Josefina les repetía que debían aprender a trabajar para no depender de nadie, así sus maridos tampoco les pedirían cuentas. Se acerca el mediodía y doña Cecilia, con una sonrisa muy discreta, dice que almuerza cuando llega a casa, después de trabajar.

De entre todos los trabajos que ha hecho recuerda haber lavado y planchado ropa, hizo de “albañila”, se ocupaba de la limpieza y el cuidado de casas en Cumbayá, fue empleada doméstica y ayudante de cocina. Con todo eso crió y dio todo lo que pudo a sus ochos hijos e hijas. Doña Cecilia es jefa de hogar. “Nunca me afilié al seguro porque antes le tenían dos o tres meses trabajando y luego le decían ‘gracias’; entonces no tenía un trabajo fijo”. Ahora también vende papel, pasta dental, cepillos de dientes, jabón de baño, pilas y cortaúñas. “Se busca lo que más se pueda vender”.

Hubo un tiempo en que lo que más vendía era ropa interior y medias. Pero desde que los préstamos informales se tipificaron como delito de usura, doña Cecilia no pudo volver a tener un préstamo para invertir en mercadería más rentable. Los requisitos que piden las instituciones que forman parte del sistema financiero ecuatoriano son imposibles de cumplir para ella. Su experiencia con las prestamistas, más conocidas como “chulqueras”, fue distinta a la de otras personas; los intereses eran bajos mientras cumpliera el trato que se cerraba con su palabra, pagando a tiempo. A eso se sumó que se hizo cargo del puesto de su madre en la esquina de la Bolívar y Chimborazo, lo que le trajo muchas pérdidas. Otro tema que también le ha afectado ha sido los descuentos y el reparto gratuito de los periódicos en instituciones educativas. En efecto, a las dos de la tarde todavía quedan más de la mitad de los diarios que compró en la Veinticuatro de Mayo.

Quienes pasan por esa esquina de San Roque no pueden evitar verla. Ella da las coordenadas a la gente que está perdida, escucha las preocupaciones, quejas y propuestas laborales de otras mujeres que están en situaciones similares a la de ella. No pierde ni un detalle de lo que sucede en esa esquina. Está atenta cuando una niña o un niño muy pequeño van a cruzar la calle solos, si hace falta se levanta de su puesto y los toma del brazo para acompañarlos. Si pasan adolescentes fumando estupefacientes los mira alerta pero sin alterarse, de igual manera reacciona cuando están cerca jóvenes en estado etílico o si asoma algún carterista.

Esta mujer práctica, carismática y que también tiene sus reservas, recibe visitas de su hijo Ricardo, padre de Erika, y de su amiga doña Yolanda, otra mujer vendedora autónoma y vecina de San Roque. El ritmo en el barrio se ralentiza. Doña Cecilia cuenta que Ricardo es mecánico automotriz pero desde hace dos años no tiene empleo fijo, él trabaja en temporalmente como maestro plomero, electricista o de guardia. Este lunes primero de mayo tiene planeado retomar la búsqueda de trabajo.

Foto: Gabriela Toro

Se quedó viuda a los 35 años y no volvió a casarse. A sus 14 años sus abuelos la obligaron a contraer matrimonio con un hombre mucho mayor a ella, dice que si no hubiese sido así quizá no hubiese tenido hijos. “De dos manotazos me metieron al cuarto y al día siguiente a las cuatro de la tarde ya estaba casada por el civil, y el sábado por el eclesiástico, yo pensaba que estaba repitiendo la primera comunión” irónica dice, “qué bonito que ha sido”. “Cuando me separé de mi difunto marido le dije ustedes me hicieron casar pero yo me separo”. A doña Jauregui Ramírez le gusta hablar de las decisiones que ha tomado en su vida, cuando lo hace su mentón está arriba y su voz y su porte son de entereza y orgullo. Sin vacilaciones.

Sin embargo, un acto paradójico sucede cuando doña Cecilia vocea. A ella se la puede escuchar con claridad varios metros a la redonda, incluso dentro de las casas del barrio. Su voz es inconfundible. Sin embargo, casi nadie quiere tomar en cuenta las condiciones laborales, la falta de seguridad social, las inexistentes oportunidades de crédito y todas las otras circunstancias que impiden que ella tenga estabilidad económica y los mínimos beneficios de ley que deberían corresponderle por ser trabajadora. ¿En qué estadísticas entran las mujeres como doña Cecilia Jauregui Ramírez, las que aportan a la producción de la ciudad sin seguridad social, horarios fijos ni salarios? Vidas en cuerpo de mujer que sostienen a más de cuatro o cinco miembros de sus familias, mujeres que –literalmente– luchan todos los días por llegar a sus hogares y comer y saber que su gente y ellas mismas están bien.

A las tres y media de la tarde llega una de sus hijas y conversan algunos minutos mientras observan el juego de cartas de Ricardo y doña Yolanda. Después de un rato salen a “dar una vuelta”. Ricardo y doña Yolanda juegan con método y concentración, su objetivo es ganar la mayor cantidad veces. A las cuatro de la tarde se vende el último periódico del día, con la ayuda de Ricardo.

Foto: Karen Toro

Después de caminar con su hija por el barrio llega quince minutos antes de las cinco de la tarde y hay tiempo para ir a los mercados del norte. Ricardo dobla el parasol y lo guarda. En el exhibidor quedan ocho. Doña Cecilia guarda unos en su mochila, otros los deja en el exhibidor y guarda los asientos. Conversa con sus hijos y espera en la esquina a que llegue Erika. El primero de mayo no descansará ni saldrá a marchar. Quizá venda más periódicos que el sábado.

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Autoras

Gabriela Toro Aguilar

Apasionada de la locura de la vida. Antes que nada prefiere observar, escuchar y leer. Periodista, correctora de texto y estilo y encuadernadora artesanal. Actualmente es becaria de la maestría en literatura hispanoamericana de El Colegio de San Luis (México).