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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alba Crespo Rubio

Amparo

9am

Amparo Eraso se sienta en su butaca, espalda recta. Uniforme impecable, como su peinado que le semi-recoge el pelo negro con una pinza. Uñas bien cortadas y labios rojo carmín discreto. Parece una oficinista delante de su mesa de trabajo, pero su despacho está en un bus urbano de Quito. El escritorio no es más que una caja donde va guardando la plata recolectada de los pasajes que cada pasajero o pasajera le abona al subir. Amparo es la cobradora de la unidad 17 de la compañía de buses Trans Alfa.

Tiene la ventana abierta, por la que va anunciando el recorrido. Esta semana el trayecto es el de Balcón del Valle-Primavera. “¡La 12, Plaza Artigas, toda la Colón, Seminario, La Gasca!” Desde fuera, se ve una cabeza que grita; cuando la cabeza entra de nuevo en el bus, se dulcifica la voz de la controladora: “buenos días”, recibe los 0.25 centavos de cada viajerx, los pone cuidadosamente encima de una toalla que le sirve para llevar los sueltos, y responde las preguntas de algun(a) despistadx que no ha atendido a su cántico antes de subir.

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A las 9 de la mañana la unidad 17 está a punto de terminar la primera vuelta al recorrido. Para muchas personas que se han subido al autobús, el día ha empezado en ese momento, el de ir a trabajar, y apenas hace una hora que se han levantado. Todavía desperezándose, suben las escaleras agarrándose a la barra para no caerse con el traqueteo, rebuscan en sus bolsillos los centavos para entregarle a la cobradora —a pesar que ella pide que “tengan el pasaje en la mano”-, y se sientan, dejando caer su peso en los asientos, que a esa hora todavía están vacíos.

Amparo, pero, ya lleva unas cinco horas despierta; su jornada empezó a las 4 de la mañana. Se levanta a esa hora, antes que el sol, en Ciudadela Ibarra, donde vive, bien al sur de Quito. A las 5 le recoge un taxi –“de confianza”, dice, porque le deja un buen precio- y la lleva al punto inicial del recorrido. Quienes se levantan con el sol no se dan cuenta que antes ya hay gente moviéndose para poner en marcha la ciudad.

6.30am

En el cruce de calles del barrio Balcón del Valle que funciona como terminal hay unos 3 autobuses más. Motores encendidos rebotando en el asfalto. Los conductores alistan su puesto, las cobradoras barren el suelo de los vehículos y limpian los asientos antes de partir. Al llegar, Amparo les saluda alegremente y entra a su bus para preparar todo, donde ya está Ángel, el conductor, su “pareja” de oficio.

Hoy se ponen en marcha a las 6.40, son uno de los últimos turnos. Hay veces que les toca salir lxs primerxs, a las 5.30. Eso para Amparo quiere decir salir a las 4 de casa, y levantarse a las 3. En un día hacen cinco recorridos diarios, de tres horas aproximadamente cada uno. La jornada laboral puede ser de 14 horas. 14 horas regidas por el reloj: salir puntuales, llegar a los puestos de control sin retrasarse ni un minuto es imprescindible.

Cada segundo cuenta

Por eso sus ojos están puestos no sólo en que todo el mundo pague el pasaje, y no equivocarse en el vuelto (tareas que hace mecánicamente), sino en cumplir con los tiempos. “No estamos llenando el bus porque el compañero de delante se está quedando atrás”, y además “ya tenemos al que viene después pegado a nosotrxs”, comenta echando un vistazo a la vía. Entre eso y el trancón de cada mañana quiteña, pueden hacer que les caiga multa: un dólar por cada minuto de retraso respecto al bus anterior, que salió 6 minutos antes. Cada vez que ficha, cuenta los segundos; si hace falta, se saltan algunas paradas.

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El dinero recaudado también les aprieta: “debemos hacer un mínimo de 25$ por vuelta”. Normalmente hacen una media de 50, pero ¿qué pasa si al final del día no llegan? Pues se quedan sin cobrar. Suena fuerte; pero es algo “normal”, y Amparo lo asume con naturalidad. La última media vuelta casi nunca se la pagan, porque en la tarde poca gente toma el autobús, y no se alcanza al mínimo.

Por “suerte”, aparte de eso, cobran por horas trabajadas, y no en función de lo recaudado; eso es una de las características del sistema de “caja común”, cuenta. Esta manera de funcionar distribuye el dinero entre lxs trabajadoras y lxs socixs accionistas, e implica la presencia de fiscalizadores que pueden subirse en cualquier momento al vehículo para verificar que se entregaron los tiquetes numerados que permitirán comprobar después que se cobró cada pasaje.

Mujeres controlando

Hay alrededor de unas 50 unidades en la empresa. En ellas, unas 30 cobradoras —o controladoras, porque “cobrar” es lo más simple de su trabajo— son mujeres. “Mujeres trabajadoras, muchas con hijxs”, puntualiza Amparo, que quiere enfatizar lo duro de su trabajo, y la importancia de que tantas mujeres lo hagan. En cambio los conductores son todos hombres. Amparo podría ser la primera: quiere sacarse la licencia D, la que le permitiría manejar el autobús. “Don Ángel, el conductor, está dispuesto a enseñarme”. Eso implicaría un sueldo mejor, y para ella, una aspiración realizada. Ser conductora de autobús la hace sonreír.

Se nota una camaradería entre ellas, una complicidad que disuena en la aparente competitividad que se respira en otras compañías de buses, en las que conseguir más o menos usuarios condiciona el sueldo de lxs trabajadorxs, y convierte Quito en una suerte de pista de rally.

En cierto modo, a Amparo le gusta el trabajo. El ambiente en la empresa es fresco, y necesita la plata: acaba de comprarse un carro, y tiene que saldar esa deuda. Además, su hijo de 23 años, está estudiando en la Universidad de Israel, demasiado cara para su economía. Por suerte, el padre —de quien se divorció— es quien le paga la carrera de diseño gráfico al chico. “Yo con lo que gano aquí no podría sola”, dice.

Amparo vive en Ciudadela Ibarra, en el sur de Quito, con dos de sus tres hijos: Tania de 17 y el de 23. La mayor, Tatiana, de 26, vive en el mismo edificio, pero con su pareja y sus dos hijxs. “Los fines de semana, en la mañana, vienen a llamarme —”¡abuelitaaaaa!”, les imita. “Son unos amores”. Sonríe. Sus nietxs le hacen sonreír. El resto de la semana, apenas ve a su familia. Sale de madrugada y vuelve a las 11 o 12 de la noche. Dice que ya se ha acostumbró Sus hijxs todavía no se acostumbran a que llegue tan tarde a la casa, y cuando se demora más de lo normal, la llaman preocupadxs; y la van a recoger a la parada. El suyo “es un barrio peligroso de noche”.

Aspiraciones

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Amparo es en realidad taxista. Muestra orgullosa su licencia profesional que lleva en el bolsillo del uniforme: “tengo un taxi, yo sabía trabajar en el taxi.” Tuvo que dejarlo porque la artritis en una vértebra le mataba cuando tenía que estar todo el día sentada en el vehículo. Pasar una jornada entera sin moverse hacía que la espalda le doliera demasiado, y como suele decirle a sus hijos, no sabe si “por suerte o por mala suerte”, siempre empalmaba las carreras y no tenía tiempo para descansar.

Durante 12 años complementaba el taxi con suplencias y fines de semana en Trans Alfa. Ya hace cinco meses que entró como “fija” en la empresa. Cuando le ofrecieron el puesto fijo de cobradora aceptó agradecida: le permite moverse, pararse, no estar todo el rato sentada. A pesar de trabajar esas 14 horas diarias. Que sale de madrugada y llega de noche a su casa. A pesar que el sueldo no es gran cosa.

9.30 am

Se nota un cierto orden en el autobús. Quizás por su manera de sentarse en su asiento, de cobrar las monedas con tranquilidad, de ordenarlas sobre un trapito blanco que extiende sobre la caja. Las ordena en filas: de 1 centavo, de 5, de 10, de 25. Y cuando llega mucha gente en una parada, cobra, da el vuelto, las amontona y de nuevo las empieza a ordenar. Hasta parece que los frenazos y arranques del vehículo son más suaves, y los tiempos más calmados que en otros buses. Ella se baja en el semáforo antes del lugar donde debe fichar, caminando, o corriendo si hay apuro. “Quieren implantar un sistema de GPS, para que no tengamos que bajar cada vez corriendo a fichar”. Eso sería un gran aporte a su seguridad, lo de echarse carreras en medio de carros apresurados y furiosos le da miedo, sobretodo en la Gasca, cuando tiene que ir en contravía y no hay semáforo.

Fin de la primera vuelta. 8 minutos para desayunar. Ni un segundo más. Amparo se sienta en la mesa del pequeño comedor que hay al lado de la parada, donde le sirven el plato de estofado. “Sin arroz, por favor”, no alcanzaría a terminárselo. “A veces no tenemos tiempo de parar porque nos hemos atrasado, y no podemos descansar ni comer en todo el día”.

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Mientras come apresuradamente, la chica que les sirve la carne a ella y a Don Ángel, el conductor, le dice que ayer estaba preocupada por ella. “¡¿Dónde está Amparito?!” fue preguntando a todos. Amparo se quedó atrasada para entregar el pago en la sede de la empresa (cada día pagan lo recaudado el día anterior en las oficinas), y no le dio tiempo a almorzar en la huequita donde ahora se sienta mirando el reloj. Después de los primeros bocados, alerta: “seis minutos”. Cuenta que tuvo que almorzar en otro lugar, a las 4 de la tarde, y “no estaba tan rico…”.

La piña

Mientras recoge sus cosas para regresar al bus, la mesera le da una bolsita con unos pedazos de piña. No sabe cuándo va a poder comer algo. “Eso sí nos dejan comer en el bus: fruta, o algo chiquito, pero no almorzar ni nada”, comenta Amparo. La piña y la generosidad de la chica le hacen sonreír. Toca subir a la unidad 17 de nuevo. “¡La Marín, toda la 12, Universidades, Plaza Artigas!”.

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Autoras

Alba Crespo Rubio

Feminista y Periodista.