Hay contagios afortunados en nuestras formas de ver el mundo cuando las vidas no se cierran sobre sí mismas. El que hubo entre Carlos y yo fue uno de esos contagios. Conozco hace años su trabajo dentro del movimiento rockero. Nos unen la escritura y la amistad, lo que hace posible esta conversación. Desde el afecto se abre una escucha que, esta vez, trae el testimonio de un hombre sobre el aborto.
El aborto siempre será una situación límite en la vida de una mujer. Ninguna mujer quiere abortar, pero la inenarrable violencia sexual, la pobreza, el riesgo de la salud física y emocional o el mero deseo de no querer llevar un embarazo a término hacen necesario el aborto. Ni la pobreza, ni la violencia, ni la responsabilidad de los embarazos son problemas exclusivos del mundo de las mujeres.
La pobreza golpea a sociedades enteras. La violencia ha sido históricamente ejercida por los hombres y ha destruido a muchos de ellos, los sin poder, los oprimidos, los hombres que han roto con su macho interior o que no logran hacerlo. En esa violencia, las mujeres serán siempre más golpeadas y, en esa pobreza, más pobres. Un hombre hablando de aborto debe ser un hombre reconociendo esto: no para protagonizar ni antagonizar, sino para aliarse con las mujeres y situarse a la retaguardia de sus luchas, incluso con su propio dolor o el peso de sus decisiones. Después de todo, hemos sido nosotras quienes hemos luchado por siglos para seguir vivas.
Carlos necesita contar esta historia. Ha estado asistiendo a las marchas de las mujeres con su hija para aprender de la multitud reclamante. Sabe que en el movimiento rockero hay que ser un hombre duro, eso es lo que se cuestiona hoy. “La mayoría de rockeros son papás privados, no les conviene. Yo soy un papá público. De chiquitos, en los festivales, les ponía a mis hijos algodón en las orejas para tenerles conmigo.” Hacerse hombre es de vida o muerte: “Mi papá era distante, era policía y me enseñaba a pelear. Nunca pude….y me costaba levantarme peladas.” Tampoco es fácil verse confrontado como hombre en ningún mundo, pero hay quien se deja interpelar: “Yo les tenía bronca a las feministas. Ahora voy viendo, pero tampoco comparto todo.” Compartir algo ya es bastante porque eso abre un camino, por lo menos, un camino de empatía.
En el 2009, Carlos y su pareja se enteran de su tercer embarazo. “Nos comíamos la camisa. Yo he hecho de todo, fui mensajero, me pagaban con zapatos. He pegado parquet y me he trepado andamios con el vértigo que tengo.” Lo primero que dice Carlos tras la noticia del embarazo es que económicamente no van a poder, la precariedad les genera una enorme angustia. Hoy, el estado y la iglesia defienden más que nunca la familia tradicional, como si ésta no existiera en condiciones materiales concretas y como si la pobreza no condicionara los afectos. “Como proveedor, me sentía solo en medio de esa pobreza, y sentía la hostilidad de mi pareja. Ella quería quedarse en la casa, tuvo problemas de alcoholismo, yo también.” La familia tradicional descrita por el estado en sus documentos no existe, es abstracta y no tiene anclas. La penuria es un ancla que lo define todo. Algo que ni el estado ni la iglesia consideran es que el aborto sirve también para mantener a flote a muchas familias: “Si teníamos nuestro tercer hijo nos destruíamos. Yo quiero cuidar bien a los dos que tengo.”
Carlos quiere hablar también de su propia violencia. No es fácil escucharlo. Del otro lado, imagino a Soledad, su pareja, debilitada anímicamente por la estrechez y por la hostilidad que recibe de Carlos. Será ella quien viva en su cuerpo las decisiones que están a punto de tomar. “Nos hicieron un examen. Había 80% de probabilidad de que el bebé tuviera hidrocefalia. No podíamos costear eso. ¿Cómo iba a vivir así un hijo mío? Yo fui el que empezó a pensar en el aborto.” Soledad sabe mejor que nadie, como saben las mujeres que administran sus hogares, que la escasez será una razón decisiva para abortar. Nadie tiene que explicárselo. Carlos sostiene los ingresos, ella sostiene todo lo demás.
Para Soledad, hay otras cosas en que pensar porque es católica. “Ella hablaba mucho con su hermana, son creyentes. Fue durísimo plantearnos las cosas, pero llegamos a un acuerdo en un momento de lucidez. Ella fue capaz de creer en dios y de tomar decisiones al mismo tiempo. Yo sé que dios no hizo ese acto, lo hice yo. Dios no estuvo, yo fui quien creó esa vida, y no queríamos traerla al mundo para verla sufrir.” Si Soledad hubiera querido continuar con el embarazo, sólo el privilegio económico les habría dado esa posibilidad. En nuestros países, la mayoría de la población está lejos de dicho privilegio: manejar el diagnóstico fetal, la evolución de la malformación, vivir con la probabilidad de mortalidad del feto, los cuidados posnatales, una vida de tratamientos, todo eso está muy lejos de las familias que no tienen acceso pleno a la salud.
Fotografía: Anais Córdova-Páez
Por otro lado, el solo riesgo de la estabilidad psicológica de la mujer embarazada debería ser un factor que posibilitara el aborto. El sufrimiento de Soledad. Varios países incluyen en su legislación la causal de riesgo de vida de la mujer, pero no siempre se especifica sobre su salud mental. El sufrimiento de una mujer con un embarazo deseado o no deseado ante la decisión de abortar se ha ignorado históricamente y esto se ha sustituido con afirmaciones tan graves para nuestra salud emocional como “la capacidad de sacrificio” o, en casos de embarazos con malformación fetal o de niños que nacen con discapacidades, “la suerte de traer ángeles al mundo y purgar nuestras culpas cuidándolos.” Es obligación de los estados pensar en las relaciones entre embarazo, aborto y salud emocional. No por azar ONU concibe el embarazo forzado como tortura.
En la historia de Carlos, como en muchas, se presentan dos hechos: la búsqueda de un aborto seguro para Soledad y el miedo de pensar en su hijo que, de nacer, demandaría cuidados imposibles de cumplir. “Yo no dejaba de pensar en él. Me imaginaba la compasión de la gente, el hostigamiento al que esa criatura iba a estar expuesta…Me acosaba la imagen de esa cabecita llena de agua explotando. No queríamos caridad. También me di cuenta de que si los hombres en el aborto estamos muy solos, cómo se sentirán las mujeres, es mucho peor. Yo también soy producto del machismo, también me jodió a mí.”
Pablo Neruda tuvo una hija con hidrocefalia a quien mantuvo oculta toda su vida. Se llamaba Malva, fue hija de Antonieta Hagenaar, “Maruca”. No podía ser embajador de la justicia y tener una hija enferma al mismo tiempo. Cuando Malva murió en 1942 a los 8 años, Neruda no reaccionó. Mientras la niña vivió, se refirió a ella como “punto y coma” por la forma de su cabecita, que parecía divertirle. Ante el sufrimiento de Soledad y Carlos, la inhumanidad de Neruda frente a Malva es aún más lacerante. Pero después de todo se trata del mismo Neruda que sí narró, en cambio, otro evento que le pareció relevante en Confieso que he vivido: el día en que violó a una mujer en Ceilán. No solo de esos hombres rockeros está hecho Carlos. También de estos otros, emblemáticos, cuyos pedestales hay que empezar a derribar.
“Para el aborto también tuvimos que buscar plata. Un man x me dio la dirección de un lugar. Era un consultorio en el sur, un cuarto de cemento gris, escalofriante. El tipo era una especie de carnicero. Me contó del proceso con la mayor frialdad. Me enseñó los instrumentos y me dijo: ‘No hay ninguna garantía de mi parte. Si al organismo de la señora no responde, yo no me responsabilizo’. Solo de imaginarme a mi pareja ahí, en ese corredor, a mi hija, o a otras jovencitas…qué impotencia no poder ir al hospital. Seguimos buscando y Soledad y su hermana ubicaron a otro médico. Las mujeres se ayudan mucho más. Todo iba a ser con medicación. Yo no sé qué nos dio, pero fue una sola dosis con una buena explicación: ‘Vamos a terminar un proceso de vida que se gesta paulatinamente. Si nace, estamos de acuerdo en que sería cruel’. Fue un alivio. Hasta ese momento, yo pensaba en cómo se iba a ver afectada la vida de mis otros dos hijos, que iban a quedar relegados.”
Fotografía: Karen Toro
Soledad ha decidido vivir con su decisión y hacer su duelo, derecho que le corresponde plenamente y que es negado por la postura provida, que afirma que las mujeres no somos capaces de vivir con la culpa. Soledad ha sido atendida en buenas condiciones, condiciones similares a las que existirían si el aborto fuera garantizado por el estado. Los abortos se siguen practicando y hay tecnología disponible para hacerlo, esto no va a desaparecer. Si el estado incluyera en sus protocolos esa tecnología al ampliar las causales que tenemos, Soledad no habría tenido que escuchar que “el médico no respondía” si algo le pasaba. Tampoco habría tenido que someterse a un proceso clandestino.
En Bolivia, una de las causales por las que está luchando el movimiento de mujeres es de pobreza: si la mujer tiene más de tres hijos o vive en pobreza extrema, podría abortar. Esta es la aceptación no solo de la feminización de la pobreza en nuestros países, sino de que la pobreza ha abierto brechas inmanejables entre la población, su derecho a la educación laica y el acceso a la salud. Si esta causal existe es por el hambre y por problemas relacionados como el hacinamiento, las dificultades de aprendizaje en los niños relacionadas con la desnutrición, la imposibilidad para las mujeres de tener un proyecto de vida, la obligación de quedarse en casa cuando tienen hijos con discapacidad que nadie más puede cuidar.
Aunque con estrechez, Soledad y Carlos no vivían en extrema pobreza, y de todas maneras tuvieron que tomar una serie de decisiones definidas por la escasez, la incertidumbre y la desprotección. Imaginemos una situación similar en un hogar más precario. La pobreza también es el cerco que ponen el estado, la industria médica y la iglesia a los más vulnerables: no hay aborto legal, la medicina privada es para los privilegiados y la iglesia no interviene sino para señalar la culpa y defender la vida del feto más que la de las personas ya nacidas que tienen que vivir en este mundo en esas condiciones. A esos cercos se suma el del machismo, que nos encierra en roles que parecen sempiternos pero que deben desnaturalizarse: desmontar a Neruda, la figura del rockero duro, romper la relación entre maternidad y culpa, desmontarnos a nosotros mismos para atravesar, por lo menos, algunos cercos.