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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Natalia Angulo Moncayo

Sobre el showbusiness mediático ¿cómo funcionan los dispositivos de la no verdad?

Análisis de la campaña electoral 2021 en Ecuador

Ni tecnofílica[i] ni tecnofóbica.

Luego del primer debate presidencial fui invitada, por una institución gubernamental de Ecuador, a un foro que llevaba por nombre “violencia política y comunicación, un análisis de la primera vuelta electoral”. Mientras preparaba la ponencia iba recuperando varios de los resultados de mi investigación doctoral en la que ya me había aproximado al estudio de los objetos técnicos, con los que se ejerce un tipo especial de dominio y control social en la era de la digitalización y mediatización de la política.

Hannah Arendt (1973) señaló la faz instrumental de la violencia política; violencia que siempre parte de una justificación (finalmente en el capitalismo cibernético, más que nunca, el fin justifica los medios); y sobre eso remarcaba que el grado o intensidad de la violencia política depende únicamente de los artefactos que se van perfeccionando conforme se desarrolla la tecnología, y la clase política (en este caso) va perdiendo legitimidad y autoridad.

James Ballard en Crash, que sería su libro más recordado -para bien y para mal-, gestado a la luz de La exhibición de Atrocidades, decía que “el matrimonio de la razón y la pesadilla que dominó el siglo XX ha engendrado un mundo cada vez más ambiguo. Los espectros de siniestras tecnologías y los sueños que el dinero puede comprar se mueven en un paisaje de comunicaciones” (1973, p. 4).

Por eso lo que se vio, sobre todo en la campaña en medios sociales digitales[ii] de la primera vuelta electoral, no solo dejó en varios sectores de la sociedad una sensación de vergüenza ajena, sino también una preocupación latente sobre la forma en que candidatas y candidatos optaron por estrategias de personalidad, diseñadas para entretener y divertir, y con ello posicionarse en la mente de sus votantes, al precio que fuera. Pero esto no es gratuito y peor aún novedoso. El divertimento, decía Pascal y recogido por Alain Badiou (2016), se erige como signo de nuestras sociedades en donde prima la máscara, una metáfora interesante para entrar al concepto de real. La máscara, desde una apuesta política, nos invita a pensar en lo engañoso, lo fútil y lo fugaz como deriva de estrategia y táctica para la sobrevivencia en tiempos electorales.

Con una crisis sanitaria, económica, política mundial en marcha, pero además en medio de la vorágine en la que las redes sociales, sus narrativas y dispositivos lo envuelven todo con la estela de su verdad, se vuelve complejo saber cuál es el “impase” del divertimento (Badiou, 2016), es decir cuál es la grieta por donde ver lo real. Casi imposible. De ahí que el concepto de no verdad, alude a un tipo especial de lo enmascarado, una verdad construida, situada y flexible, por lo general fácil de metabolizar y viralizarse (a propósito de virus y pandemias). La no verdad es un síntoma de violencia porque no deja ver, porque obstaculiza, porque ciega, e incapacita. La no verdad es un síntoma de violencia y como tal, ejerce su poder a través de dispositivos.

Uno de éstos, el discurso determinista y tecnofílico bajo el cual se defiende la idea que los medios sociales digitales como Facebook o Twitter son espacios para una mayor y mejor democracia y para una mayor participación ciudadana, social y política. Esto porque desde su modelo comunicativo, los medios digitales promoverían la conversación y ¿qué puede ser mejor que conversar directamente con las autoridades de turno o los personajes públicos de moda? Las no verdades son percepciones, percepciones de poder y por eso es fundamental diferenciar el modelo comunicativo del modelo comercial de los medios sociales en donde la conversación y la identidad no son más que productos mercadeables.

La no verdad es ese espacio ambiguo de certezas, de fórmulas, de modelos, de experiencias, de testimonios, de teorías y, lógicamente en campaña electoral, de promesas. Todo esto basado en la producción de satisfacción individual, donde el conflicto y el disenso son sancionados desde una dimensión moral, porque éstos no son rasgos compatibles con el proyecto político moderno, feliz, productivo, robusto y rebosante en donde un signo de triunfo es la aceptación social.

En el foro del que hablaba al inicio me preguntaron, qué pasa entonces con la censura en los medios sociales digitales por pensar distinto y las distintas formas violentas a causa de aquello. Yo hacía referencia a un término que ya se ha abordado y que tiene que ver con “las burbujas o cámaras de eco” que son espacios homogéneos y homogeneizantes en relación a las formas de ver la vida o experimentar la vida cotidiana. Por eso las no verdades son placenteras, porque se adaptan y circulan libremente y sin problemas por el complejo ecosistema de medios trayendo a su paso cada vez más followers.

En esa medida, lo que se vio como estrategias de campaña tuvo que ver más con el show mediático y la gran industria del entretenimiento instagramero tiktokero, que con invitaciones a analizar y a debatir los problemas nacionales, porque eso sería considerado como aburrido y poco digno de una era moderna y tecnologizada. No hay espacio para el debate y la crítica, no hay gestión del disenso. Solo existen percepciones, y producciones subjetivas de lo real. Sherry Turkle (2011) hablaba del mundo conectado como “talleres de identidad” en los que la presentación del “yo” tiene que ver con satisfacciones personales de los públicos que, para Michel Foucault, son las personas y sus opiniones.

Claro, muchas de esas opiniones toman forma de discursos de odio y de repudio. Se pasa en un segundo del amor al odio, porque en este tipo de medios digitales el odio suele circular rápidamente ganando cada vez más adeptos. Cuando las organizaciones y colectivas feministas han exigido (como es su derecho) pronunciamientos claros, específicos sobre la agenda en materia de derechos de las mujeres y las personas LGBTIQ, basta revisar como todas y todos los candidatos tienen ya sus maniobras semánticas y sus mapas de mensajes para desviar los temas, porque son considerados “sensibles” y objeto de sanción moral por parte de los públicos para los cuales la clase política diseña escenarios, personajes e historias. Como dijo por ahí un típico asesor de nombre rimbombante “esos temas polémicos no venden”.

Por eso, para Maurizio Lazzarato “el concepto de vida y de vivo cambia completamente si se parte de esta definición de la población como público, como opinión. Moviliza en efecto el cerebro, la memoria, el lenguaje y las técnicas que actúan sobre estos elementos” (2006, p. 10). Por eso, la opinión se valora tanto y es la base del modelo comercial de los medios sociales digitales.

De hecho, en la segunda vuelta electoral, los dos candidatos, que curiosamente fueron quienes trabajaron estrategias más solapadas en los medios sociales digitales desplegaron toda la maquinaria posible de marketing y propaganda. Ambos dijeron que lamentan no haberse conectado con los públicos más jóvenes, afirmaciones que caen en esa especie de nativismo digital que no es sino un lugar común. De todas formas, saben que el escenario está ahí con sus reglas propias y para entrar necesitan otras credenciales y no verdades estratégicas.

Cantan, bailan, bromean, se burlan unos de otros, actúan. Satisfacen a sus públicos. Desde allí se construyeron los discursos de campaña en relación a la estrategia de personalidad y movilización de emociones en donde la identidad del/a candidato/a es un producto elaborado a partir de una receta. Todos los candidatos que han modelado por la pasarela mediática saben que lo que se consume son estereotipos provenientes de esas masculinidades hegemónicas tradicionales: el soldado, el guerrero buen peleador, el padre de la familia clásica heterosexual, el buen administrador, el buen proveedor, el deportista, el gran bailarín. El ganador. Esa estrategia se conoce como “sensación de victoria permanente” porque les han dicho que ni offline ni online la gente quiere estar con “perdedores”.

De la primera vuelta quedó un vacío generalizado y de la segunda vuelta una angustia permanente. Propuestas simplificadas para públicos lead (que gustan informarse solo por titulares) y más que nunca en esta vuelta final, la construcción de enemigos personales, más que ideológicos, precisamente en esa dimensión de la que hablaba George Orwell, en 1984: la construcción permanente del pasado. Ambos candidatos escriben el pasado una y otra vez, borran y van de nuevo porque en la lógica de medios y redes sociales populares, la memoria y la historia son también productos fácilmente mercadeables.

Ni tecnofílica ni tecnofóbica. El ciberespacio es un territorio que habitamos, los objetos técnicos se han construido socialmente desde siempre y las plataformas digitales no son la excepción. Por eso, es necesario sumar elementos a un debate que ya se ha planteado en la agenda feminista y que nos habla de la necesaria transformación de estos espacios online por los que transitamos y diseñar colectivamente estrategias con perspectiva de género, que nos permitan abordar la violencia política desde el acceso a información de calidad para tomar decisiones y ejercer nuestros derechos.


[i] La apuesta tecnofílica es una postura entusiasta sobre el lugar de la tecnología en la experiencia de la vida cotidiana. Se trata de una posición felicista y determinista, que ve una relación directa y solamente positiva entre las tecnologías y el desarrollo o el progreso de las sociedades.

[ii] No todas las plataformas digitales, pensadas para la sociabilidad puede considerarse redes sociales, en términos específicos del concepto “red”.

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Autoras

Natalia Angulo Moncayo

Feminista, comunicadora social, profesora universitaria e investigadora en temas de cibercultura y comunicación política. Máster en Desarrollo Local y Doctora en Ciencias Sociales con mención en comunicación