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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Jeanneth Cervantes Pesantes

“Quisieron enterrarnos sin saber que éramos semilla”

20 de febrero de 2013. En el barrio comentaban que una chica había desaparecido después de que sus amigos la dejaran para que tomara un taxi en el centro de Quito. Unas personas habían escuchado la noticia en la radio, otras por el rumor que ya corría en el vecindario. 

Mi madre había fallecido años atrás y mis hermanas y yo vivíamos “solas”. Tres mujeres, dos jóvenes de 20 y una adolescente, “solas”. Nos daba escalofrío conversar del tema: podría ser cualquiera de nosotras —advertimos mis hermanas y yo. 

Pasaron los días y la noticia de la desaparición inundaba los medios de comunicación, continuaban buscando a “la joven modelo” y aunque no había noticias de su paradero, las medidas de seguridad no se hicieron esperar: no tomar taxis sola, no confiar en los a-m-i-g-o-s, avisar en donde estás todo el tiempo. Porque algo es claro, si una desaparece al menos que sepan donde encontrar un rastro…

Mamá era una mujer empobrecida, apenas llegó al tercer curso del colegio, pero aprendió a sobrevivir. Limpiaba casas, lavaba ajeno, vendía cosméticos… todo lo que fuera necesario: ser mujer y ser pobre –nos repetía. Estas palabras han estado presentes a lo largo de mi vida, porque no hay nada más cierto que, ser mujer y pobre, ser mujer y lesbiana, ser mujer y joven, ser mujer y… y… y… nos expone a mayores o menores vulnerabilidades en un país que desprecia la vida de las mujeres. 

En la conmoción de aquel febrero y por las características de la desaparecida, sabíamos que a cualquiera de nosotras nos podría pasar, unas más expuestas que otras, pero finalmente todas podíamos ser un cartel, una foto, una búsqueda, un caso o una estadística.

28 de febrero de 2013. Habían pasado ocho días y la noticia fue que encontraron el cuerpo de la joven en estado de descomposición en el sector de Llano Chico, al extremo norte de Quito: estrangulada y golpeada con una piedra en la cabeza. Irreconocible por la magnitud de la herida. Había sido torturada y probablemente violada antes de ser asesinada. Heridas en su cabeza de 15 x 12 centímetros, fractura del cráneo en distintas zonas, ausencia del 80% de la masa cerebral resultado de los repetidos golpes fueron la causa de su muerte, sin contar las otras lesiones que presentaba el cuerpo.

¿Qué hay detrás de un golpe reiterado con una piedra en el cráneo hasta matar y destrozar de tal manera? Saña, una perversidad y odio hacia la vida de las mujeres y un mensaje claro: con nuestros cuerpos, con el cuerpo de las mujeres, pueden hacer lo que quieran y luego, enterrarlo bajo un penco en una quebrada. Olvidarnos así, de manera literal y simbólica. 

A pesar de que las versiones iniciales apuntaban a que ella se fue en un taxi, se supo al poco tiempo que fueron tres amigos, personas que la conocían, que permanecieron con ella durante una fiesta, quienes la secuestraron, la violaron y después la asesinaron. Su nombre era Karina del Pozo.

Nuestro temor, el de mis hermanas y mío, fue cada vez mayor, las personas que te matan, están más cerca de lo que imaginamos. En una de las declaraciones que dio Manuel Salazar, uno de los tres implicados en el asesinato de Karina, este afirmó que David Piña, en medio de su saña, mientras sometía a la víctima pronunció estas palabras: “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”. Una invitación a formar parte de un pacto patriarcal, el del silencio, de la complicidad e impunidad.

Han pasado diez años desde este feminicidio, diez años en los que la memoria frágil de este país ha dejado de lado el nombre de Karina y el de muchas otras que llenan las páginas de los extensos expedientes de investigación. Pasó la conmoción, un instante, un sacudón, un ahogo inmediato y después, nada.

En estos diez años también hemos atestiguado cómo es fácil olvidar el nombre y la memoria de las víctimas y poner en el centro a los agresores, violentadores y feminicidas. Para uno de los sentenciados como autor del asesinato a Karina, David Piña, se ha montado una gran movilización con campañas de comunicación, pseudo documentales, e incluso abogadas que se dicen “feministas” increpando su inocencia, abogadas que después toman casos de otras violencias de género: violencia sexual, especialmente. ¿Cuál es la finalidad de defender culpables como si fueran víctimas en casos de violencia machista? ¿Acaso la intención radica en colocar a un feminicida sentenciado como una víctima más? ¿No hay una ética feminista que se piense desde el derecho sobre este tipo de prácticas? Pues sí, el discurso y la maquinaria de comunicación han hecho eso, hablar de dos víctimas: Karina del Pozo (la joven de 20 años que salió de fiesta, como muchas de nosotras y terminó en un barranco estrangulada y con un golpe del tamaño de un puño en su cráneo) y David Piña (quien tiene una sentencia de 25 años de prisión como el autor del asesinato de Karina).

Así es la impunidad y falta de reparación integral a la que se enfrentan las familias de las incontables víctimas de feminicidio que se registran en este país, los trámites dilatados, la búsqueda de pruebas para intentar demostrar que hay un culpable. “Justicia que tarda no es justicia”, es una de las frases que se escuchan en plantones, vigilias y marchas de familiares que día a día siguen el peregrinaje de la justicia por sus muertas, que son también las nuestras. Casos como el de Juliana Campoverde (desaparecida el 07 de julio de 2012) es la muestra de ello. Ella fue desaparecida y asesinada por uno de los pastores de su iglesia. Sobre este caso también se ha montado una campaña de desprestigio hacia su madre, Elizabeth Rodríguez y hacia Juliana, poniendo en duda su dignidad y las causas de su búsqueda de justicia. Pronto se cumplirán 11 años de su desaparición y Elizabeth sigue exigiendo que se continúe la búsqueda del cuerpo de Juliana. Y ni hablar de Elizabeth Otavalo, madre de la abogada María Belén Bernal, víctima de feminicidio dentro de la Escuela Superior de Policía en septiembre del 2022 a manos de su esposo Germán Cáceres, quien era teniente de Policía. A ella, en medio de los plantones durante la audiencia de juicio, los familiares de uno de los procesados por omisión, el teniente de policía Alfonso Camacho, le gritaban que estaba interesada por la posible reparación económica que recibiría. Reparación económica que es muy frecuente que nunca llegue a las víctimas de violencias, menos aún de feminicidio.

La estrategia de mostrar como inocentes a los culpables en casos que resultan emblemáticos es maliciosa, una estrategia terriblemente maquiavélica. El feminicidio de Karina del Pozo marcó un precedente para la investigación en casos de violencia de género. A partir de este caso se tipificó el femicidio en Ecuador en el año 2014 y además, se creó a finales de 2013 la Dirección Nacional de Investigación de Delitos Contra la Vida, Muertes Violentas, Desapariciones, Secuestro y Extorsión (Dinased).

Recientemente David Piña, volvió a ser noticia, pues se conoció que está usando el recurso de la prelibertad, que es un beneficio que se les concede a ciertos privados de libertad que reúnen algunos requisitos y a través de los cuales se permite que las personas puedan cumplir su sentencia en libertad (de manera controlada), o para que sus penas sean rebajadas. Este recurso está contenido en el reglamento del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y a Adolescentes Infractores (SNAI). Este régimen no define su “inocencia” como reiterativamente los interesados han intentado hacernos creer. En el marco de la Ley cualquier persona con sentencia en firme, declarada culpable, que haya cumplido al menos las dos quintas partes de su condena puede acogerse a este régimen, si su comportamiento dentro de la cárcel ha sido “adecuado” y esto está acreditado a través de informes favorables del SNAI. Sin embargo, debemos tener en cuenta que, a veces, estos informes no revelan la realidad sino que demuestran errores y corrupción de un sistema donde la libertad puede comprarse.

José Sevilla y Manuel Salazar, quienes también fueron sentenciados como coautores del asesinato de Karina, igualmente podrían acceder a este beneficio sin que ello implique desconocer sus condenas y responsabilidades declaradas judicialmente, como lo he mencionado.

Hay muchos David Piña que caminan libres intentando eludir las consecuencias de sus actos machistas y aún peor, mostrándose como víctimas. ¿Cuesta tanto poner en el centro la vida de las mujeres? Este es un Estado fallido que no ha hecho lo que le corresponde para evitar que estas muertes violentas se repitan. Los feminicidios se incrementan día a día. 1503 mujeres han sido víctimas de feminicidio desde el año 2014 hasta abril de 2023, según la Alianza Feminista para el mapeo de los femi(ni)cidios en Ecuador. Cada 23 horas sumamos una mujer más a las estadísticas y cada vez las formas son más perversas, con más sevicia y violencia, en un intento de disciplinamiento de nuestros cuerpos y nuestras vidas, donde la sociedad sigue legitimando la violencia, preguntándose: ¿qué habrá hecho para merecerlo?, poniendo en duda la moral de las víctimas, escarbando en el pasado de cada una, cuestionando desde el sitio, la compañía y ropa que llevaban puestas al momento de ser violentamente asesinadas. 

El asesinato de Karina permitió poner bajo la lupa el funcionamiento del sistema de justicia y dar una comprensión desde un enfoque de género a la violencia. Porque algo es cierto, en la frase “¿quieres ver cómo se mata a una putita?”, se encierra la misoginia, el machismo y la violencia. Que el propio sistema de justicia sigue inobservando, minimizando y anulando. 

Los medios de comunicación, tanto tradicionales como independientes, —de manera responsable y comprendiendo lo que significa este momento—, en lugar de abonar a la narrativa de inocencia de agresores machistas, (que ni con todo el aparato mediático, ni de otros tipos han logrado ser declarados inocentes) debemos apostar por incomodar y no ser serviles a los intereses de turno de la hegemonía machista que ahora está tan de moda. Como medios hacernos preguntas incómodas es una tarea ética, más aún en el contexto en el que vivimos actualmente: ¿por qué el interés en este caso en particular? ¿Qué estrategia se aglutina al interior de algunos consorcios de abogados penalistas para reclamar la inocencia de este sentenciado? ¿De dónde vienen los recursos para estas campañas? 

Hay mujeres que han denunciado en redes sociales que fueron víctimas de violencia por parte de David Piña antes del feminicidio de Karina del Pozo. Una de ellas incluso denunció en esos mismos medios que recibió amenazas. ¿Sus voces no cuentan?

Vivimos en tiempos de violencia social exacerbada. El crimen organizado y un Estado ausente, incapaz de resolver la situación social son el foco de atención, y poco se habla de lo que ocurre con los derechos de las mujeres en estos contextos. Las mujeres somos botines de guerra; la violencia de género, la violencia machista se vuelve aún más perversa. 

La justicia por nuestras muertas tiene como condición mantener viva la memoria. Y sí, ahora, en esta fragilidad de la memoria, Karina no está para defenderse. Ella no puede elevar su voz, denunciar a los responsables, y decir qué significa que a los culpables se los intente pasar por inocentes. Aquí seguramente las organizaciones feministas tienen también que hacer lo suyo. Hacer que esa voz que fue silenciada de manera violenta no se pierda nuevamente, porque es claro que se intenta promover un mensaje de impunidad ante  quienes claman por justicia. Y la memoria de todas merece más que eso.

Mamá siempre nos sentaba a mis hermanas y a mí en un sillón de tres puestos en la sala, ahí entre regaños y afecto nos contaba historias de otras mujeres, de cómo sus vidas fueron marcadas por el machismo. Para ella, la mayor sobrevivencia siempre fue esa: escapar cuando sintió que la vida de sus hijas y la suya estaba en riesgo justamente por esa misoginia que se impregna en todas partes y que cuesta observar y aún más cuestionar. Ella no tuvo una organización social, apenas la Comisaría de la Mujer en los años 90 y a pesar de ello, mamá, en más de una ocasión intervino y amenazó a agresores, sí, a esos que no fueron denunciados pero que a ojos de todo el barrio sabíamos que tras las puertas golpeaban y agredían a sus parejas. Esa fue en parte, su reparación: que no le pase a ninguna otra una situación de violencia o al menos que sepa que no está sola y que si hace falta, otra intervendrá. Quizás esto nos permita recobrar esa capacidad de indignación y volver a organizarnos por la memoria de Karina y de todas las que fueron asesinadas por el machismo, antes de la tipificación del femicidio y después. Que al grito de: si tocan a una respondemos todas, mantengamos viva la memoria de Karina y de todas las que se pierden en las largas listas…

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Autoras

Jeanneth Cervantes Pesantes

Editora de la revista digital feminista: La Periódica. Asesora de comunicación con enfoque en violencia, género, derechos sexuales y reproductivos. Feminista apasionada por la encrucijada digital.