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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Gabriela Toro Aguilar

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El reportaje omite fechas, lugares y nombres reales para proteger a las víctimas y sobrevivientes de las que se relata a continuación. Se ha evitado al máximo la reiteración de ciertos términos pero cambiarlos significaba caer en eufemismos.

Hasta sus doce años, Norma (nombre protegido) vivió en al menos siete lugares distintos. Su historia, y también la demanda que interpuso contra el Estado ecuatoriano ante el Comité de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (Ginebra, Suiza) en mayo pasado, ha recorrido decenas de medios nacionales e internacionales. Esos constantes cambios estuvieron marcados desde un inicio por la violencia; primero hacia su madre, que huyó por las constantes y gravísimas agresiones del padre de sus tres hijas e hijo (Norma es la menor de todos), y que ponían en riesgo su vida; ella tenía cuatro años y junto a su hermano y una prima quedó a cargo del padre. Un año después se descubre, mientras jugaban, que su prima de doce años había sido agredida sexualmente por el tío de la niña, padre de Norma y su hermano. Es ahí cuando el extinto Instituto Nacional de la Niñez y la Familia –por medio de una denuncia contra el agresor que nunca prosperó– interviene para evitar más situaciones de violencia hacia Norma y la otra niña.

Foto: Karen toro

Lo que vino después –entre interrumpidas estancias en distintas casas, y una escolarización irregular y de largas ausencias– fue una serie de eventos entre la omisión y negligencia institucional y los descuidos de las y los adultos que tuvo como tutores. Según los informes de la historia de vida de Norma (historias clínicas, partes de denuncias, informes de peritos), recogidos por el equipo y las abogadas del Centro de Asistencia y Protección de Derechos Surkuna, de niña su salud presentó algunos quebrantos, en una casa hubo violencia intrafamiliar, y también es probable que haya presenciado episodios de las violaciones del padrastro a su hermana mayor; lo que resultó en un embarazo. Aquello sucedió en la casa de su madre cuando su hermana tenía once años y ella nueve; ya llevaba ahí dos años a partir de otra de las reubicaciones del INNFA. Tiempo después, cuentan las abogadas Mayra Tirira y Ana Cristina Vera de Surkuna, se supo de otras violaciones a la otra hermana de Norma, y que también resultó en un embarazo; de esta historia no hay certeza del parentesco del agresor pero se dice que era muy cercano a la madre.

Según Nancy Carrión Sarzosa, socióloga con experiencia en prevención y atención a sobrevivientes de violencia sexual y que trabajó en el Centro de Asistencia contra la Violencia Sexual del condado de Orange (Carolina del Norte, Estados Unidos), hay una “correlación directa de la violencia contra las mujeres y la violencia contra las niñas, particularmente [en] la violencia sexual”. Aquellas situaciones repetitivas en las niñas violentadas y la madre “muestran que una mujer sometida a la violencia machista disminuye sus capacidades de cuidar y de proteger a sus hijos, y con ellos la capacidad de que pueda detectar riesgos, prevenirlos, o actuar adecuadamente”, afirma Carrión. Asimismo es enfática al señalar que la responsabilidad del cuidado de niñas y niños, así como la prevención y detección temprana de esta violencia no solo debe depender de madres y padres (cuando no son agresores), “no pueden solos contra una sociedad que naturaliza y reproduce la violencia a estos niveles”.

El patrón repetitivo, no solo para Norma –que ahora tiene diecinueve años– sino para las mujeres de su familia, fue la constante violencia a la que estuvieron expuestas y la falta de asistencia económica, educativa, legal, psicológica y médica, oportunas que debían recibir por ley; y que podía identificar y derivar el INNFA. Como las hermanas de Norma y ella misma, como se verá más adelante, desde 2010 hasta 2017 (en base a las estadísticas vitales del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos) al menos 22.214 niñas menores de catorce años tuvieron un embarazo producto de una violación. Solo en 2017 fueron 2.674 las niñas que tuvieron un parto, pese a las serios riesgos a su vida y a su salud. De hecho, el riesgo de muerte materna “se duplica en menores de quince años”, según un informe de 2018 de la Organización Mundial de la Salud, la Organización Panamericana de Salud, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia y el Fondo de Población de las Naciones Unidas.

A sus 9 años, tras salir de la casa de su madre gracias a la intervención de su hermano, Norma fue a vivir con una de sus abuelas hasta su muerte, cuando ella tenía 12 años. Según el informe de la perito psiquiatra en ese tiempo la niña tuvo estabilidad y se sintió cuidada y protegida. De ese tiempo todavía conserva su cariño a los caballos, a los gatos y las caminatas por el bosque; así lo dejó saber en algunas conversaciones con sus abogadas y la periodista. Además, la casa era en el campo, un lugar en el que incluso ahora Norma suele sentirse a gusto. A los 12 años empezaron los abusos y posteriores violaciones del padre hasta los 13, cuando llegó el embarazo que Norma no vio (apenas tuvo su primera menstruación) ni quiso; como consta en los informes. Por sugerencia de personal de salud, el hermano de Norma y una tía suya pusieron una denuncia contra el agresor, que ya tenía una por el caso de la prima; esa nueva denuncia tampoco prosperó y, años después, el hombre murió en la impunidad.

Foto: Karen Toro

El abuso sexual infantil y las violaciones a niñas, niños y adolescentes, así como otros tipos de violencia sexual, es un problema alarmante en Ecuador. Según el informe de la Política Interseccional de Prevención de embarazo en niñas y adolescentes (2018-2015) , solo en 2015 la Fiscalía General del Estado registró que seis de diez víctimas de violencia sexual fueron niñas, niños y adolescentes, y de ese total el 80% fue de sexo femenino. Asimismo, el análisis realizado por las consultoras Gloria Camacho y Cynthia Mendoza (2014) a la primera y única Encuesta Nacional de Relaciones Familiares y Violencia de Género Contra las Mujeres del INEC (2011) apunta que la mayoría de agresores forman parte de los entornos más cercanos e íntimos de las víctimas. Es decir, la mayoría de agresiones sexuales son incestuosas, y quienes lo hacen son familiares u otros hombres que tienen vínculos de afinidad con las víctimas.

La psicoanalista y psicoterapeuta Silvia Velasteguí señala que la relación que las niñas y los niños establecen con sus padres y madres organiza en el psiquismo (“conjunto de las características y funciones psíquicas de un individuo”; diccionario de María Moliner) “toda una cuestión de sociedad y cultura”. Las ideas de niñas y niños, sus comportamientos, su manera de actuar en el mundo y de interactuar con otras personas está fuertemente atravesado por la relación con sus padres y madres; pues ellos son “los portadores de la ley y quienes la incorporan” al mundo infantil. En términos muy generales, la ley es el grupo de aquellas normas sociales y culturales que están aprobadas (educación, alimentación, etc.) y, por otro lado, las que están sancionadas (asesinato, robo, violación, etc.). “… Si todo esto se trastoca es la confusión total de todos los códigos que está viviendo [la niña o el niño], de cómo tienen que ser las cosas, de la incorporación de una legalidad y una estructura interna”, añade Velasteguí.

Los efectos del acoso sexual, abuso sexual, violación, y otras formas de violencia sexual –agravándose cuando son de carácter incestuoso– generan serias afectaciones en las víctimas y sobrevivientes. Según el análisis de Camacho y Mendoza (basada en la encuesta del INEC que levantó información con adolescentes y mujeres mayores de 15 años), del total de mujeres que alguna vez en su vida fue víctima de violación (aproximadamente 379.098, sin contar el número de aquellas que sufrieron abusos sexuales): casi el 60% pensó en suicidarse, alrededor del 43% lo intentó alguna vez, 88.2% vivieron angustia o miedo, 86.6% tristeza, 77.8% experimentaron problemas nerviosos, 58.4% tenían insomnio, 49% tenía pérdidas de apetito y 43.5% tenían problemas con sus parejas.

Los informes relatan de un serio intento de suicidio por el impacto del embarazo, al cual Velasteguí también lo relaciona directamente con las violaciones incestuosas. Asimismo, Norma había pedido voluntariamente un aborto; algo que le fue negado y a lo que tenía derecho. El artículo 150 del Código Orgánico Integral Penal contempla dos causales de aborto no punible, incluso antes de la entrada en vigencia del actual COIP del 2014; en el caso de Norma, aplicaba la causal “1. Si se ha practicado para evitar un peligro para la vida o salud de la mujer embarazada y si este peligro no puede ser evitado por otros medios.” En otra de las historias que La Periódica publicó sobre niñas violentadas sexualmente forzadas a la maternidad, está la de Kati. En su caso también aplicaba el artículo 150 del COIP pero en la segunda causal: “2. Si el embarazo es consecuencia de una violación en una mujer que padezca de discapacidad mental”. Y en ambas historias no hubo una pronta actuación para prevenir, identificar y actuar ante las violaciones y tampoco para la realización de un aborto legal y seguro. Esto, pese a que alrededor de nueve normativas del Ministerio de Salud Pública desde el año 2000 al 2014, habilitaban el tratamiento oportuno y no revictimizante a estas dos niñas, ahora jóvenes madres con condiciones de vida muy complejas.

Sin desmentir estudios y cifras sobre los efectos de esta violencia, Velasteguí –quien tiene más de 30 años de experiencia– afirma que en un proceso terapéutico cada historia es distinta. Se refiere a que cada variable (nivel económico, escolaridad, redes de cuidado, salud, etc.) en la vida de una niña, niño, adolescente, mujer u hombre que vivió experiencias traumáticas extremas –como un episodio o varios de agresión sexual– modifica de maneras muy particulares las condiciones de su vida, las repercusiones de la experiencia traumática y las posibilidades de la elaboración del trauma.

Debido a los efectos de las violaciones incestuosas, el embarazo forzado, la negación al derecho a un aborto terapéutico y la impunidad e inacción estatal, una de las medidas de reparación integral que piden el Centro de Derechos Reproductivos (organización internacional), Fundación Desafío, Planned Parenthood Global (organización internacional) y Surkuna para Norma; es que la ONU exija al Estado ecuatoriano la tipificación del incesto como un delito sexual. En una rueda de prensa del pasado 29 de mayo, Margarita Velasco del Observatorio Social del Ecuador, Mayra Tirira de Surkuna y Virginia Gómez de Fundación Desafío mostraron que hay poquísimos estudios sobre la dimensión del incesto como un tipo de violencia sexual que afecta principalmente a las niñas ecuatorianas; Velasco mencionó el de José Sánchez Parga (PUCE/CELA, 1997) pero también está el de Fernanda Porras (FLACSO, 2011).

Los vacíos también están en las estadísticas. Los datos de Fiscalía desde agosto de 2014 hasta abril de este año apuntan que del total de las violaciones denunciadas (25.114 en ese periodo), 1.321 fueron de niñas y niños menores de 10 años. Las cifras no especifican los entornos de los agresores, ni el sexo y el género de las víctimas; y tampoco concuerdan con las estadísticas del INEC del registro de nacidos vivos en niñas madres menores de 14 años.

Otras de las medidas de reparación a sus derechos vulnerados serían: garantía al derecho a la educación gratuita hasta la universidad para Norma y su hijo, un trabajo digno y estable para ella, tratamiento psicológico de por vida para los dos. Además, las organizaciones mencionadas en el caso específico de Norma (también llevaron junto a la Asociación de Mujeres Axayacatl y Mujeres Transformando el Mundo-Guatemala otras tres demandas de adolescentes que fueron violadas de niñas y, posteriormente, obligadas a llevar un embarazo en Guatemala y Nicaragua) solicitan se implementen “las causales legales de aborto, especialmente de la causal salud de forma amplia”, y que ese derecho incluya a las niñas violentadas sexualmente con embarazos en curso.

Fernanda Porras, psicóloga clínica especialista en temas socio-educativos, dice que “son súper graves y severas” las implicaciones psicológicas del salto abrupto de una niña a la adolescencia cuando en esa transición hay un embarazo por una violación (con efectos muy serios cuando es incestuosa). Ellas “no están preparadas psicológicamente para llevar adentro una vida y cuidar de eso; les deja secuelas en su estructura psíquica, en su vida emocional, en su cuerpo”. Velasteguí explica que la adolescencia es “la salida al mundo y probarse en el mundo”, y si esta salida “está impedida violentamente por una persona, en este caso por el padre, es la locura”. La psicoanalista y psicoterapeuta recalca que la sanación de cada persona en estos casos donde hubo episodios incestuosos siempre depende de muchísimos factores; en efecto, siempre hay secuelas que perduran y cambian en el tiempo para poder construir “una vida más esperanzadora”, de su experiencia sí ha tenido pacientes, recuerda a dos personas, a quienes se les hizo muy difícil recuperarse o no pudieron.

Norma sufrió violencia obstétrica en el proceso del parto y el puerperio en la Maternidad Isidro Ayora, incluido el inicio de la lactancia de su hijo. Se sabe que la insultaron y la revictimizaron (recordándole las violaciones), y que no contó con una mediación terapéutica profesional para que el impacto del proceso expulsivo y el primer encuentro con el niño no fuesen tan impactantes, como lo señala la perito psiquiatra. De ello, no vio ni dio de lactar algunos días; la perito indica en su informe que era normal esperar esa reacción de la niña, puesto que en ningún momento su psiquismo había podido aceptar siquiera el hecho de las violaciones incestuosas y, “de repente”, tiene que salir de una maternidad con un niño en brazos. A partir de la denuncia Norma recibió tres sesiones con una psicóloga del sistema de salud pública, le sugirieron continuar en un centro de salud, con otra profesional, y aquello no sucedió. Según los informes, aunque la joven no lo recuerda, ella vio a dos psicólogas.

El tratamiento interrumpido, con cambios de terapeutas, de poquísimas sesiones, donde hubo discursos revictimizantes, y no hay indicios de una contención emocional adecuada, fue una atención psicológica inoportuna y sin ética para Norma; algo frecuente en pacientes del sistema público de salud –no solo en historias de violencia sexual–, según los avances de la investigación para elaborar una “Guía Ética para profesionales de la Psicología” (todavía en proceso). En la investigación para la “Guía Ética…” participan la Facultad de Psicología de la Universidad Católica del Ecuador y Grupo Psicoanálisis Quito. La psicóloga clínica y psicoanalista Gabriela Salazar, miembro de la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA en sus siglas en inglés) y parte del equipo de investigación, señala que un trato ético y oportuno –además de lo mencionado pero en términos positivos: sesiones continuas de al menos 45 o 60 minutos, con un profesional, sin discursos moralizantes– debía tener en cuenta: “una concepción clara respecto al dolor de la paciente”, que visualice “la situación de abuso, de violación y maltrato que vivió, así como su sufrimiento; y no debe haber preceptos personales [del profesional] del tipo ‘debería o no debería quedarse con el niño’, ‘debería o no cuidarlo’”.

Foto: Karen Toro

Mucha gente pudo haber visto a Norma: las personas que vivían cerca de su casa, familiares, gente con la que se cruzaba a diario, las madres y padres de familia de sus compañeros de escuela (todavía no la pudo terminar), pero nadie hizo nada, tampoco el Estado. Afirmar esto significa que ningún adulto o adulta cercana a Norma la escuchó, vio los signos de violencia, la contuvo después de la muerte de su abuela (aunque sí tuvo la compañía de su hermano), y menos aún nadie denunció a tiempo.

Aunque desde 2011 hay un reglamento a la Ley Orgánica de Educación Intercultural (LOEI) donde se especifica cómo notificar las ausencias y el abandono escolar, no hay indicio alguno de un reporte del abandono escolar al que fue obligada Norma, y que pudo evitar más agresiones sexuales y el embarazo forzado. Su padre no la dejaba salir de casa y la amenazaba con matar a su hermano si contaba lo que había empezado a hacer frecuentemente al cuerpo de Norma, según señala el informe de la perito psiquiatra.

De las 7.977 denuncias de violencia sexual en el sistema educativo de enero de 2014 a mayo de 2019, 62.3% (4.966) reportan que el infractor estaba fuera del sistema educativo y el 37.7% (3.011) dentro de las guarderías, escuelas y colegios. Las cifras del Sistema Informático del Registro de Violencia (Redevi), implementado en 2018 y que recoge esta información desde 2014, también evidencian que el sistema educativo puede ser un lugar de detección temprana. Porras, quien también fue exsubsecretaria para la Innovación Educativa en la administración del exministro Fander Falconí (conocida por las revisiones y denuncias públicas de violencia sexual en el sistema educativo), dice con firmeza “las escuelas deben ser espacios de detección, y sobre todo de detección temprana. Así se puede evitar que muchas situaciones lleguen a ser más extremas”.

Desde 2011 la LOEI, en sus artículos 11 y 14, y también en el Reglamento General, contemplaban cómo abordar los casos de violencia sexual en las aulas, cuando había detección. Tanto docentes, autoridades, personal de servicios generales y el personal de los Departamentos de Consejería Estudiantil (DECE) estaban obligados por ley a denunciar. Sin embargo, según Porras, con la vigencia del Acuerdo Ministerial 11A sobre la reducción de carga administrativa docente, y pese a que el artículo 3.5.2 habla de la notificación de “casos de vulneración de derechos”, ya no estarían obligadas ni obligados de denunciar y llevar un proceso en casos de violencia sexual detectados en los establecimientos educativos; por la falta de especificidad del Acuerdo. Aún así, Porras insiste que sí hay docentes, psicólogas y psicólogos educativos que por sus esfuerzos personales logran “salvar las vidas de los niños”, al denunciar y acompañar sus casos.

Para la especialista –quien reconoce que la prevención es un gran vacío en Ecuador, a nivel social e institucional–, que no haya procedimientos adecuados en la identificación, detección y atención de estos casos en el sistema educativo responde a un problema estructural. Al estar “naturalizada y oculta” la violencia sexual, una gran parte de docentes no suelen reconocer a tiempo cuando una niña, niño o adolescente está siendo violentado; suelen ver como algo normal la violencia (‘la letra con sangre entra’) y el acoso. “No existe un pensum [en las universidades] que incluya el abordaje, detección y prevención de todas las formas de violencia… no hay formación, no saben cómo tratarla, la institución educativa tampoco sabe qué hacer”; a decir de Porras parte del problema también es que no hay la cantidad necesaria de DECES en las instituciones educativas.

Tanto Nancy Carrión, quien también es coordinadora del proyecto de prevención de abuso sexual infantil “Cuidamos”, como Fernanda Porras y Silvia Velasteguí consideran que la naturalización de esta violencia y la actuación inoportuna no hacen viable la “no repetición”, tanto a nivel social como institucional. ¿Qué esperanza hay para las niñas y las adolescentes que viven historias así? El Estado ecuatoriano debe decidir si –después del proceso de revisión de la demanda en el Comité de DDHH de la ONU– adopta medidas reparatorias como la elaboración y seguimiento de políticas para prevenir embarazo infantil, adolescente, violencia sexual; tipificación del incesto, acceso al aborto legal y seguro en causal salud. Y además, garantizar derechos como al trabajo digno, la educación y la salud de Norma.

A decir de Carrión, a nivel personal de una sobreviviente, la sanación es posible; siempre y cuando haya atención y tratamientos éticos y oportunos, en un contexto social que hable y reconozca lo sucedido, lo sancione y coloque la responsabilidad de la violencia sobre los agresores, a lo que se suman Porras y Velasteguí. “Los efectos positivos de un proceso terapéutico bien manejado es que las oportunidades de sanar y de generar libertad en cuanto al sufrimiento son enormes”, dice Salazar. La historia de Norma y de miles de niñas y adolescentes son el espejo de un país que les da las espaldas, que calla frente a la violencia que atenta contra sus vidas y las de muchos niños, adolescentes varones, y mujeres y hombres sobrevivientes de violencia sexual; aunque no hayan vivido situaciones como las del reportaje.

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Autoras

Gabriela Toro Aguilar

Apasionada de la locura de la vida. Antes que nada prefiere observar, escuchar y leer. Periodista, correctora de texto y estilo y encuadernadora artesanal. Actualmente es becaria de la maestría en literatura hispanoamericana de El Colegio de San Luis (México).