Foto: Karen Toro Aguilar
Intervención: Sofía Acosta-Varea La Suerte
Cuando pienso en escrituras sediciosas, lo primero que viene a mi cabeza es lo que las antecede e impulsa: lenguas que asumen el riesgo de imaginar colectivamente. Cuerpos que tiemblan, aman y lloran; que gozan, sufren y desean. Cuerpos que se articulan para crear narrativas críticas que contrarrestan los discursos de muerte. Imaginaciones audaces. Escrituras que refundan el tacto con el mundo, la mirada, la escucha, para crear cuerpos más sensibles y dispuestos a cuidar de lo común.
Pienso en el delicado (pero poderoso) oficio de hacer que las palabras abran líneas de fuga allí donde otras, vaciadas de su rebeldía original, clausuran sentidos y nos paralizan.
De entre las muchas y variadas escrituras rebeldes que ocurren en el Ecuador, hay una que marcó un precedente importante. En el 2019, el pueblo waorani y su lideresa, Nemonte Nenquimo, demandaron al Estado ecuatoriano para proteger su territorio del extractivismo voraz. El Estado había hecho concesiones mineras y petroleras en 200.000 hectáreas de selva que, además, se dedicó a mapear como si se tratara de un bloque vacío. Nemonte y la Alianza Ceibo decidieron redibujar y reescribir encima de esa escritura estatal: llevaron a la Corte un mapa waorani de la selva repleto de historias, sitios sagrados, caminos de animales y espacios en donde florece la vida en todas sus vertientes. Reclamaron el derecho a una consulta informada y a la autodeterminación, y ganaron la demanda apoyados en una cartografía crítica, es decir, en la construcción de una narrativa vivencial que atiende a la relación ética del cuerpo con el territorio.
Acontecimientos como estos nos muestran que las escrituras no solo están hechas de palabras, sino de voces y de mapas sensibles: de estructuras narrativas y corporales que nos vinculan o nos desvinculan con nuestros entornos. Para la nacionalidad waorani, las historias son seres vivos: “Dan vida a nuestros hogares, a nuestros bosques. Palpitan en nuestra sangre, se unen a nuestros sueños. Nos acechan como jaguares, chasquean como jabalíes, navegan como guacamayos, corren como peces. Son seres poderosos. Como el arcoíris, traen la paz. Como el rayo, traen la guerra. Y siempre están cambiando. Por eso sabemos que están vivas”.
En tiempos de Paro Nacional, los pueblos y nacionalidades indígenas les recuerdan a las élites que, además de narradores avezados, son agentes políticos, creadores de futuros desobedientes allí donde los gobiernos de turno pretenden tutelar e imponer su autoritarismo.
En el prólogo a Oprimidos pero no vencidos (1984), ya un clásico del pensamiento anticolonial sudamericano, Silvia Rivera Cusicanqui cita a Andrés Guerrero, antropólogo ecuatoriano, y sus conceptos de “ventriloquismo de las élites” y “transescritura” para señalar el travestismo ideológico al que acuden las clases criollas y blanco-mestizas cuando se adueñan de las palabras “igualdad, libertad y soberanía”. Esta táctica, apunta, es un método de desactivar las exigencias de restauración profunda que exigen los movimientos indígenas (y afrodiaspóricos) en nuestros territorios. El poder quiere “hablar por” quienes ya hablan porque no los considera interlocutores válidos, y callar las demandas de las voces disidentes a través de una “bruma inescrutable”: un lenguaje jurídico-burocrático-propagandístico de coyuntura.
En el contexto de nuestras luchas sociales, los conceptos de ventriloquismo y transescritura ponen sobre la mesa un hecho: las palabras, esas que nos llevan a la acción o a la inacción, que nos vuelven indiferentes o nos conmueven, suelen ser neutralizadas o movilizadas por otras. Históricamente, a toda narrativa opresiva le ha seguido una narrativa indócil y viceversa: a toda narrativa de liberación le ha seguido una narrativa de conservadurismo recalcitrante que busca sostener un orden que beneficia a unos pocos. Las palabras son encarnaciones: nos pueden volver ciegos a las necesidades de los demás, indolentes, pero también nos pueden abrir los ojos a lo humano, a lo animal, a lo mineral y a lo vegetal.
Las palabras pueden enseñarnos a odiar, pero también a amar y a prestar atención a lo que está por fuera de nosotrxs y que, sin embargo, nos conforma.
Hacerle frente a las necronarrativas disfrazadas de “igualdad, libertad y soberanía” por parte del gobierno implica elaborar narrativas vivificantes, oralidades y escrituras que pongan en el centro el cuidado y que desmonten el discurso que busca convencernos de que hay vidas que importan más que otras. Los pueblos indígenas que han sostenido el Paro llevan más de 500 años trabajando narrativas insurrectas, giros epistemológicos con respecto a los valores de Occidente, y han sobrevivido al exterminio, al racismo estructural y a la aculturación a partir de estrategias tejidas comunalmente. Ellos escriben y reescriben una larga historia de resistencia. Escriben con la letra y con el cuerpo. Escriben con la voz y con los pies. Saben que las historias son seres poderosos y que la memoria es una narración apasionada: un cuerpo experiencial que resiste a través de voces inquietas. El arte nace de esa memoria social y gesta cuerpos nuevos, más despiertos y menos solos.
Si la escritura (en sus múltiples formas) puede convertirse en una fiesta es porque sale de quienes se atreven a trazar caminos para otros: un futuro digno para los que vendrán.
Hablo, por supuesto, de la escritura en el más amplio espectro: escrituras humanas y no humanas, huellas y rastros que exigen ser leídos con inteligencia. La situación que estamos viviendo en el país es también una lucha entre malas lecturas (por pobres y verticales) y lecturas creativas, utópicas, que se conectan con otras en rizoma y se mantienen abiertas a la metamorfosis. El arte forja redes de disidencia, dibuja mapas vivos en vez de zonas de sacrificio, por eso no es azaroso que la mala lectura del gobierno de Noboa haya dado como resultado, por ejemplo, fusionar el Ministerio de Cultura con el de Educación, pues es consciente de que el arte convoca, genera espacios libres y estimula a las personas a tejer comunitariamente contranarrativas memoriosas.
Durante estos más de treinta y un días de Paro, el gobierno nos ha dejado un saldo de tres asesinados, comunidades invadidas con convoyes de la muerte, medios de comunicación censurados, periodistas agredidos y más de un centenar de personas detenidas. Esta praxis autoritaria no es nueva: a lo largo del año hemos asistido a la constante vulneración de los derechos humanos, así como a la instauración de decretos destinados a reducir la agencia política del pueblo y a la campaña de desprestigio contra la Corte Constitucional. El gobierno diseña narrativas de muerte disfrazadas de planes de concordia y de seguridad: llama “terroristas” a quienes se manifiestan con el objetivo de deslegitimar, encarcelar y asesinar sin que la población se indigne; llama “paz” a la militarización de un país que empezó el año con el asesinato de los 4 niños de las Malvinas y que siguió con la desaparición forzada de 40 personas por acciones militares; llama “soberanía” a la reinstalación de bases militares extranjeras en nuestros territorios, etc. El alineamiento de Noboa con Trump, Milei, Bukele y Netanyahu se refleja en su modus operandi: criminalizar a determinados grupos sociales para que todo lo que se les haga después esté justificado.
¿Cómo construir juntxs narrativas solidarias, antirracistas, visionarias y críticas con el fascismo en medio de la violencia estatal? ¿Cómo decir y escribir palabras que tengan el poder del contagio, que se encarnen y nos permitan imaginar lo que nunca hemos tenido: una relación respetuosa y horizontal con nuestros pueblos y territorios?
¿Qué podemos hacer, quienes trabajamos con la palabra, para darle valor a lo molecular y a sus transformaciones?
En la inauguración del Festival Internacional del Libro de Buenos Aires (FILBA) 2025, el escritor Mario Ortiz dijo (en respuesta a las políticas fascistas de Milei) que quienes escribimos cuidamos de la palabra y, al hacerlo, cuidamos de quienes las reciben. Escribir es cuidar. Yo no sé cómo es que escribimos el horror y a la vez la esperanza, pero eso es lo que hacemos. El Paro escribe sediciosamente para que ninguna persona más sea asesinada por ejercer su derecho a la protesta. Para cuidar a Efraín Fuérez, a Rosa Paqui y a José Guamán. A los 12 de Otavalo. A los 4 de las Malvinas. A los 40 desaparecidos. A la gente que sale a manifestarse contra la indiferencia, la injusticia y la destrucción de nuestros territorios, contra el genocidio en Gaza, contra el abuso de poder de gobiernos neoliberales que nos quieren calladxs y atemorizadxs. Escribimos con el Paro para ejercitar una lengua amorosa que le haga frente a la lengua de la guerra, una lengua fértil en medio de tantas palabras desérticas y vueltas al revés.
Que estas pequeñas plataformas nos sirvan para cuidar de los seres vivos y de lxs muertxs (cuidarlxs con palabras que los recuerden, dignifiquen y, sobre todo, que exijan justicia), pero también para imaginar mapas vivos, geografías emocionales y alucinadas que escriban en nuestros cuerpos mañanas deseables.

"Voces desde el Paro Nacional” es un especial en colaboración entre:


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