Les dicen locas, exageradas, rastreando fantasmas en el país del silencio. Los recaderos de la impunidad preguntan: ¿Hasta cuándo va a seguir aquí, señora? ¡Vaya, siga con su vida! No vale la pena seguir gritando, ¿qué, no se cansa? Disfrute de lo ‘poco’ de vida que le queda. Pero no, no, no. No me haga tanto ruido. Espere, espere, suelte el megáfono, ¡el Presidente está en reunión!
Ellas repiten, repiten, repiten para no olvidar. Repiten con la mirada firme frente a sus caras impávidas, frías y cobardes. Repiten porque con la noticia llega el vacío. Un golpe tsunami que hace trizas las entrañas. El silencio de años sin respuestas. Diez, veinte, treinta, cuarenta años de ausencias. Permanecer horas bajo la lluvia esperando en la estación de un bus para que les devuelvan la vida, que de las tierras quebradas se recuperen los huesos de la existencia de sus hijas e hijos. Buscar entre cerdos incinerados, en terrenos baldíos y teorías fabricadas —anunciadas en televisión nacional— la evidencia sepultada que dé luz. Curar los pasos de los pies que duelen para seguir marchando contra la inoperancia de fiscales, peritos y agentes investigativos de actos administrativos. Sonreír como bandera enarbolada para unir esfuerzos. Hacer del dolor una lucha.
Y gritan y no se cansan. Y lloran, mientras se abrazan. Y encuentran en las risas y la alegría junto a sus compañeras y compañeros, la fortaleza para reclamar las cifras de la indolencia. Que eran 4 402 personas desaparecidas desde el 2013 hasta el 2016, les decía Galo Chiriboga. Que no, que disculpen, se equivocaron. No. Han sido 1 557, anunció Carlos Baca Mancheno. Sí, los dos exfiscales generales del Estado. Ahora, sumando los datos del Ministerio de Gobierno —que debe llevar el registro por ley— son 1 608 casos, 1 039 hombres y 569 mujeres, en indagación previa, la fase inicial del proceso investigativo, hasta el 25 de abril del 2021.
¿Cifras confiables?, pregunto. No —reclaman ellas— subregistros históricos, nada más.
28 de enero de 2020: La Ley Orgánica de Actuación en Casos de Personas Desaparecidas y Extraviadas se publica en el Registro Oficial, logro de la movilización social de familiares y organizaciones sociales en Ecuador.
17 de noviembre de 2020: Lenín Moreno firma el Decreto Ejecutivo 1191 y se oficializa el Reglamento a la Ley con más de cinco meses de retraso frente al plazo dispuesto por la Asamblea Nacional.
¿Cambios? Ninguno, increpan.
Diana*, adolescente, hija de Rosa*, desapareció en noviembre de ese año. “Han pasado seis días desde que no sabemos nada de ella. No hay avances. La agente de la Dinapen dice que no tiene tiempo, que yo dé las evidencias para saber en dónde está”, me contó, un 13 de noviembre de 2020. Un día después: “La agente me reclamó por hablar con usted. Dice que (la prensa) es amarillista, que soy una desagradecida porque ella me estaba dando todo el tiempo libre que tenía”, relató asustada. El caso se viraliza y hay presión social. 18 de noviembre: encontrada.
“Estamos felices porque la tenemos de nuevo en casa. Pero quiero decirle algo. Me están pidiendo su celular, están viendo sus fotos. Están esperando”, me advirtió, en voz baja. No es la primera vez. Se niegan a aceptar que Ecuador es un país donde nos desaparecen, donde hace falta corazón y celeridad, donde se receptan 12 emergencias de desaparición de personas cada día en las salas del Servicio Integrado de Seguridad ECU-911.
Sumo los subregistros gubernamentales: han sido 44 309 las mujeres que han desaparecido desde 1947 hasta el 25 de abril de 2021: el 65,21% del total, 67 939. Nos desaparecen. Dicen, luego, que 43 740 han sido localizadas, que ha sido “voluntario”. Olvidan que no son números —que nadie arma una maleta con una carcajada en el bolsillo y se borra del mapa— que son sus propios prejuicios, que la desaparición es una problemática que puede tener de fondo el tejido de otros crímenes: redes de trata, ciberdelitos, acoso, violencia de género, tráfico de personas, esclavitud sexual…
Y nos matan. La Alianza de Mapeo y Monitoreo de Feminicidios lo confirma: 118 mujeres fueron asesinadas por la violencia machista en 2020 y 15 de ellas fueron reportadas como desaparecidas. Cristina, de 37 años, contaba los días para conocer a su bebé. Su familia acompañó el proceso y la vio feliz hasta el 25 de noviembre del 2020. Ese día —cuando cientos de mujeres salieron a las calles a levantar su voz— ella, embarazada, fue desaparecida en Santo Domingo de los Tsáchilas. El 7 de diciembre, su cuerpo sin vida fue hallado con signos de tortura en el kilómetro 7 de la vía Quinindé. Ahora, su familia lucha para que su memoria no sea una estadística más.
Observo la fotografía de Elizabeth Rodríguez —la que tomé cuando volvió a la quebrada de Bellavista donde buscan nuevamente a su hija— y siento una mirada fija en la espalda. Es July, mi sobrina, la niña semilla que es para mí la esperanza. Me sorprende, me abraza y se sienta en mi regazo, lee lo que escribo. Me pregunta sobre esos rostros enmarcados. Le explico de a poco. Miramos juntas los carteles de búsqueda que cuelgan de sus cuellos y manos. Desentrañamos videos y —abriendo sus ojitos curiosos— dice, emocionada: “Ella se llama Juliana, como yo”.
Pero su expresión cambia cuando me escucha: “Elizabeth aún no la encuentra, lleva luchando desde que aún no nacías. ‘Buscarla es buscar mi propia vida’, me dice ella, siempre que la veo”.
Se levanta y me mira, en silencio, antes de lanzarme una bomba:
–¿Qué harías, Karol, si me desaparecen?, me pregunta, a sus 7 años, mientras intenta entender este mundo.
Después de estos años junto a ellas, escuchándolas, escribiendo sus historias, no tengo respuesta. Me quema la garganta. No quiero que me la arranquen, no quiero su ausencia, no quiero ver su cuarto vacío, no quiero envejecer sin ella, no quiero comprender la vida sin sus dibujos.
-¿Ves lo que hay allí afuera, July? Sí, lo incendiaría todo, respondí. No pude decir más.
Pero es solo mi imaginación, pienso. No ha sucedido, respiro. Y lo entiendo: su presencia es ahora mi privilegio.
Dirán, señoras y señores gobernantes, que sus esfuerzos no han sido visibilizados, que sus leyes se aplican, que no son letra muerta. Que nuestras palabras les preocupan, que están muy “subiditas” de tono. Preguntarán por nuestros teléfonos, revisarán nuestras redes sociales, husmeando la profundidad de un cuarto oscuro para desaparecer los gritos.
Desventuradas las bestias infames de la indolencia, parlantes del silencio estatal que no pudieron, no pueden, ni podrán callar las voces de Luz Elena (+), Lilia, Yanera, Alexandra, Maribel, Valeria, Alix, Elizabeth, María Eugenia, Ruth, Yadira, Laura, Olivia, Lidia, Clorinda, Pilar, Clelia, Gladys, Olga, Mishell, Elvia, Claudia, Yajaira…
Allí están ellas —que son miles— contra los hilos violentos del poder: las voces que no se venden, las voces que retumban, las voces de la resiliencia, las voces de la alegría, las voces ingobernables de la memoria.
*Rosa y Diana son nombres ficticios para proteger la identidad de madre e hija.