La libertad es siempre para aquel que piensa de otro modo.
Rosa Luxemburgo
Esto que comparto aquí es extenso y, desde ya, me disculpo. Antes, hice la labor de resumir mis argumentos para respaldar el caso de Cristina Burneo Salazar en un documento legal que será público y que cualquiera podrá revisar en nombre de la transparencia. Sin embargo, me ha parecido que un relato más detallado y personal es el único camino hacia la liberación. Llevo seis años con esto atravesado en la parte intermedia de la garganta. Cristina, de cuya ética he aprendido tanto, me da ahora la posibilidad de aligerarme.
Estudié literatura. Mi formación es, por fortuna, tremendamente interdisciplinaria y cada vez, por convicción de deserción, estoy aprendiendo a caminar hacia la indisciplina. Y justamente en estos días recordaba que una de las primeras clases que tomé durante mis estudios de posgrado, cuando vivía en Colombia, fue la de estudios culturales. Gracias a las dos profesoras que dictaron la asignatura, conocí otras formas de abordar los estudios literarios. Aprendí entonces sobre otro tipo de debates teóricos que se movían entre algunos conceptos que siguen estando en plena transformación: alteridad, cuerpo, desterritorialización, frontera, transculturación, subalternidad, posmodernidad, género… En ese sentido, un texto importante de la bibliografía sugerida para esa clase fue el Diccionario de Estudios Culturales Latinoamericanos, coordinado por Mónica Szurmuk y Robert McKee Irwin, publicado en México por primera vez en el año 2009. Lo recuerdo ahora porque ese fue el primer libro que adquirí en el contexto de mis estudios de posgrado. Y lo traigo a colación porque en aquel momento llamó mi atención que en la presentación del libro se señalaba la relevancia que el programa de Estudios de la Cultura de la Universidad Andina Simón Bolívar (Ecuador) – UASB tuvo en la consolidación de los Estudios Culturales Latinoamericanos. De manera específica, se destaca en esa introducción que el programa de la UASB proponía “una reflexión académica con un enfoque en el mundo andino, el que toma en cuenta los contextos históricos y político-sociales, estructuras de poder, procesos generados por la informática y la comunicación, y dimensiones de clase, étnicas, regionales y de género”. La presentación mencionada subrayaba también que varios de esos programas de estudios culturales en la región, a pesar de su impulso teórico, buscaron asimismo establecer vínculos concretos con actores y organizaciones sociales fuera de la academia. Desde esa perspectiva, era claro que los estudios culturales señalaban un camino metodológico para una educación superior menos enclaustrada y ensimismada en sus privilegios y más democrática, comprometida y, sobre todo, atenta al mundo que la rodeaba.
Comparto este recuerdo porque ayer, una de las profesoras de esa clase en Bogotá, mi maestra y amiga entrañable María Cándida Ferreira, me envió desde Brasil un mensaje en solidaridad con la denuncia de acoso laboral y vulneraciones a la libertad académica que ha llevado a cabo Cristina Burneo Salazar. En ese mensaje, María Cándida decía, con voz indignada: “La Andina se tornó un bastión de todos esos ataques conservadores… ¡qué locura! Un lugar que parecía tan diverso, tan abierto, un espacio tan importante, es ahora uno de los primeros en ser tomados por esta ola súper retrógrada y oscurantista que ataca el mundo.” Escuché su mensaje con la tristeza que se siente ante lo innegable: lo que sucede en este caso particular, y que se ve tan claramente desde cualquier latitud, es el reflejo de un momento de la historia que se empeña en devolvernos a las sombras. Lo diré de este modo: estas formas de proceder en contra de lo diverso, de lo históricamente otro, de las epistemologías de los nuevos sujetos, son los mecanismos llevados a cabo por personajes de esta política de guerra que nos somete y ahorca, personajes que solo son opuestos en apariencia: Milei y Maduro, Netanyahu y Putin. Usted elija.
¿Exagero? Me temo que no es tan simple. Las estrategias de borramiento de las poblaciones más vulnerables del mundo no son distintas, en sus fundamentos autoritarios y patriarcales, de las maneras de operar de los personajes de la academia que se obsesionan con censurarnos e intimidarnos. Lo único que cambia son los contextos y los efectos de sus actos, determinados por la concentración de poder que cada uno ha logrado. De resto, es lo mismo: los unos mandan a bombardear ciudades enteras, los otros mandan a cerrar hospitales, los otros te acosan en tu lugar de trabajo para que te calles. En el fondo, la finalidad es una sola: anular la diferencia, que es anular el diálogo. Cualquier universidad prohibiendo el uso del lenguaje no sexista, recetando formas únicas de leer y trabajar textos literarios, restándole importancia o ridiculizando el conocimiento que se relaciona con las vidas de poblaciones históricamente marginadas, acallando todo tipo de disenso, ¿en qué se distingue de la ultraderecha austriaca recientemente llegada al poder, que ha advertido que Europa necesita expulsar de sus territorios a todo migrante y a todo cuerpo no blanco?
Decimos “discriminación” pero queremos ser más contundentes y decir que esto huele a “fascismo”. Digámoslo, de una buena vez.
Yo lo digo ahora, además, agradeciéndole a Cristina el impulso y la valentía, porque uno de los profesores señalados por ella, por acoso laboral y vulneración de la libertad de cátedra, me preguntó hace seis años si lo que yo aspiraba como docente universitaria era tener en mis clases a “puro alumno discapacitado”. Lo hizo durante la entrevista que me hicieron, en el marco de un concurso de méritos y oposición en el que participé para ocupar una plaza docente en esa universidad y en su área, y ante la sorpresa entumecida del resto de docentes evaluadores. El tono de cinismo en su pregunta aún rechina en mis oídos. En ese momento, sus palabras lograron ofenderme e intimidarme. Recuerdo haber arrastrado con dificultad por la garganta un copioso trago de mi propia saliva, para evitar soltar alguna lágrima furiosa. Soy madre de una persona con discapacidad, así que el puñal tenía por dónde entrar. Y aún hoy, quiero decirlo, me afecta recordarlo. Lo considero una agresión injustificable en un proceso académico y laboral regulado legalmente. Si lo que quería el profesor era poner en duda la legitimidad de mi trabajo, lo que demostró en realidad fue una actitud velada de segregación, en el contexto de un concurso que luego comprendí y sigo considerando viciado, en muchos sentidos.
Y sí: asumo la responsabilidad de lo que digo.
Comprendí también que su agresión dejaba en evidencia su miedo, porque mi presencia en el Área de Letras y Estudios de la Cultura le resultaba incómoda. Empecé a frecuentar la Andina porque realicé mi estancia de investigación doctoral bajo la guía de Cristina. Junto a ella, el diálogo pronto se hizo fructífero, y tanto ella como otras colegas que valoraron mi trabajo empezaron a convocarme a distintos espacios, debido sobre todo a mi experiencia en el área de los estudios críticos en discapacidad. Todas ellas lo hacían por la responsabilidad que asumieron ante la cada vez más evidente necesidad de la comunidad universitaria y de la ciudadanía en general de abordar temas relacionados con ese campo de conocimiento. De hecho, fue tan evidente el interés al respecto que, en el año 2018, cuando planeamos que yo dictara un seminario de dos días que titulamos “Introducción a los Estudios de la Discapacidad”, reservamos un aula para veinte personas, pero para nuestra sorpresa, debimos a última hora pedir un aula más grande, porque asistieron alrededor de setenta personas. Estábamos sorprendidas y conmovidas. No llegaron solamente estudiantes. Llegaron también personas con discapacidad, muchas de las cuales aún comparten conmigo proyectos, espacios de aprendizaje y afectos. Asistieron además familiares de personas con discapacidad, trabajadoras y trabajadores del sector público, colegas docentes de la misma universidad Andina y de otras instituciones. Aún no he podido olvidar, en primera fila, la presencia de un hombre que ya pintaba muchas canas, que durante los dos días del seminario se mantuvo en silencio y muy atento, sin parar de tomar apuntes. Al final del seminario, levantó su mano para comentar: “Gracias. Solo soy un jubilado. Vine porque tengo una nieta diagnosticada con autismo y yo necesitaba entender”.
Me conmueve hasta las lágrimas recordarlo. El de esos días fue un espacio múltiple, lleno de preguntas, un intercambio que se percibía urgente. En ese momento, aprovechamos la acogida para hacer una encuesta que nos ayudó a sustentar que la creación de una mención en Estudios Críticos en Discapacidad dentro de la Maestría de Estudios de la Cultura era pertinente y necesaria. A partir de ahí, trabajé sin recibir ningún tipo de retribución económica, pero con emoción y convicción, la propuesta de esa mención, con el compromiso previo de otras colegas que ya tenían cierta experiencia en el campo, y con la seguridad plena de que estábamos dando inicio a un intercambio que por fin lograría detonar un proceso de aprendizaje amplio, lejano a estereotipos y a intereses politiqueros, que con los años daría lugar, a su vez, a un proceso de transformación social.
Pero no nos dejaron continuar.
Un par de años después, pandemia de por medio, el mismo profesor, revestido de un nuevo cargo directivo, preocupado, supongo, por la posibilidad de ver las aulas universitarias bullir de cuerpos tullidos, delirantes, locos y discas, todas ellas fastidiosas presencias suscitadas, imagino, por mi perturbador trabajo, y luego de que se me pidiera proponer, por sexta ocasión, un curso para la Maestría de Estudios de la Cultura que jamás llegué a dictar, presionó para que se me solicitara modificar los términos usados en el descriptor de la materia, porque a él y al rector, según me supieron explicar, les incomodaban “propuestas que les parecieran cercanas al activismo o lo que ellos calificaban de ideológicas”. Así, ni más ni menos. Me lo hicieron saber por terceros y sin ningún tipo de vergüenza. Poco tiempo después, un amigo querido me hizo notar que tal vez el problema no era mi trabajo en discapacidad, sino la crítica amplia y sustentada que hice en mi proyecto doctoral a una publicación canónica promovida por los profesores de esa área, la llamada Historia de las Literaturas del Ecuador. ¿Pero acaso no es pensamiento crítico el que debe promover cualquier espacio académico? Da pereza tener que apuntarlo. En todo caso, lo revelo ahora porque, luego de varias idas y venidas y de mucha paciencia, esta es la oportunidad que he estado esperando para decir que fue ese el momento en el que me negué a seguir colaborando con un programa de estudios que poco a poco empezó a significar una amenaza para mi trabajo como investigadora y, sobre todo, una amenaza para las libertades de cátedra y de pensamiento que defiendo de manera radical.
Le podemos llamar reticencia a desarrollar nuevos campos y nuevas epistemologías. Pero debemos llamarle también odio. O mejor aún: capacitismo, discafobia, misoginia… Y mientras ellos van y se enteran de lo que esos términos significan, nosotras podemos gritarlos y decirlos en señas, de una buena vez.
Seis años después de ese seminario y del concurso de méritos y oposición aquel, estamos aquí, viendo los alcances violentos y oscurantistas de esas políticas institucionales patriarcales, de censura y odio, que no solamente nos han afectado a Cristina o a mí. Hay otras mujeres afectadas. Muchas. Algunas ya salieron de la universidad. Otras siguen ahí. Y no imagino lo que Cristina ha tenido que soportar durante todo este tiempo, día tras día. Pero quiero insistir. Este es el reflejo de la época que vivimos: un estado de guerra que sucede en estos espacios a los que también ha llegado la nueva fase de expansión capitalista, como nos recuerda Silvia Federici, corporativizando incluso el derecho a la educación, el derecho a pensar en libertad. Siempre disputamos esos espacios de trabajo y aprendizaje. Nunca hubo paz para nosotras. Pero hoy digo guerra porque las máscaras han caído: su fin es borrar del mapa de reflexiones los imaginarios que surgen y se problematizan en la materialidad de los cuerpos siempre divergentes y siempre postergados. Los proyectos de aniquilación inician también en los lugares donde se gesta lo simbólico.
Le decimos acoso y lo es. Pero, citando a Franco Bifo Berardi, lo que debemos decir también es psicosis senil neoliberal. Digámoslo en voz alta mientras leemos de otros modos, escribimos en los márgenes y balbuceamos las maneras de seguir luchando. Decimos libertad. Gritemos libertad.
Gracias Cristina. Seguimos.