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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Jeanneth Cervantes Pesantes

Soberbia

Hace tiempo llegamos, mis hermanas y yo, a una casa ubicada en el relleno de una quebrada por el sector de La Ecuatoriana, al sur de Quito. Bajamos una leve cuesta, cruzamos el umbral de la puerta y escuchamos los rezos y las voces de pésame.

—Pasen, pasen por aquí. Ahí está el angelito. Era una niña y se llama “María de los Ángeles”.

Todas las personas vestidas de negro, con ropa solemne y cerrada hasta el cuello. Era un símbolo de respeto. Lucía (nombre protegido), la madre de la niña, no levantaba su mirada, mientras la abuela y el resto de la familia insistían que nos acerquemos a ver al feto angelical.

Me negué a ver el féretro. Estaban velando a un feto de 20 semanas, poniendo toda su atención hacía una caja de madera, mientras Lucía no paraba de llorar con su mirada siempre agachada, todo el tiempo cubriendo su cara con sus manos, un gesto de vergüenza que no podía pasar desapercibido.

Detrás se escuchaban murmullos mientras la miraban, un acto inquisitorial, acusándola de algo que no entendía aún. La tarde anterior ella tuvo un antojo, quería una Coca Cola, pero tenían solo gelatina. De pronto un dolor en su vientre, pensaron que era resultado de que comió algo en mal estado, pero una ecografía la delató: estaba embarazada de 20 semanas, la llevaron a que sea atendida porque tenía una fuerte infección. Se adelantó el parto y el feto murió.

Entre los rumores que inundaban la sala de la casa convertida en un lugar sacrosanto decían que ella no quería tener el bebé, que ella quería abortarlo. Entre susurros y casi a gritos, solo les faltaba apuntar con el dedo a la joven y ponerle la letra escarlata

Llegó el sacerdote abriéndose camino en la estrecha sala, se puso de frente, no sin antes pasar dando el pésame a Lucía. Ella seguía sin levantar la mirada. El cura barrial, que se hizo esperar:

—Ya no llores. Tienes un ángel en el cielo. Lo malo sería si no la querías, porque si no la querías eso sí sería una condena en el infierno que es a dónde van las mujeres que siquiera piensan en abortar.

Más tarde, en un mensaje de Facebook que ella me escribió, me aclaraba con mucho miedo que sí quería tener a su bebé. Me contó que, cuando supo de su embarazo, buscó abortar con pastillas, pero se arrepintió. Me repetía insistentemente que sí la quería, y que en algún momento deseó abortar, contactó a alguien para comprar misoprostol, pero jamás concretó la cita, porque se asustó. Desmentía así la idea de ser una desalmada, como el sacerdote insinuó y los rumores insistieron en hacerla parecer.

Cada vez que recuerdo ese episodio quisiera abrazar a Lucía, sacarla de ahí y decirle: está bien si no deseabas maternar. Está bien no querer y sentir miedo. Está bien si abortabas y tú, Lucía eres la inspiración para lo que contaré a continuación.

¿Qué es la culpa y su relación con un aborto decidido? Es algo que me pregunto, y sin duda lo que inmediatamente pienso es en darle un origen desde los pilares del judeo cristianismo, justificando biblicamente que quienes hemos decidido un aborto, por las razones que fueran, somos unas a-s-e-s-i-n-a-s. Los discursos sobre el aborto son contingentes, varían de acuerdo al contexto y siempre responden a fines políticos, para muestra de ello la teóloga Marilú Rojas se refiere a cómo en la Biblia no existe sanción alguna al aborto: “En la Biblia el aborto no existe como concepto si uno va al hebreo o al griego. Se habla de la pérdida de un hijo. En el Levítico está el concepto de que si un hombre duda de la fidelidad de su mujer embarazada puede llevarla al templo, en donde el sacerdote le dará a beber unas aguas amargas. Si se le infla el vientre, es infiel y si no, es fiel. Las aguas amargas eran los deshechos de todos los sacrificios, agua sucia. A cualquier mujer se le hincharía el vientre con eso”.

La Biblia ni siquiera menciona el aborto como pecado, lo que muestra la manipulación de interpretaciones religiosas con fines políticos, especialmente sobre la vida de las mujeres y de esa culpa que busca dominarnos es de lo que habla este relato y es ahí donde debemos cuestionar su origen y su legitimidad frente a decisiones que son únicamente de nuestra agencia íntima y moral. 

*

Hace un tiempo vengo pensando en cómo el aborto y la culpa son dos temas que se miran de frente, que confabulan para romper de a poco las certezas sobre nuestras decisiones e incluso, cómo desde estos dos ámbitos nos dominan a las mujeres.

A quién esté leyendo esta opinión, le advierto que no es un texto que guarda los buenos modales ni  mucho menos la compostura. Estas letras las dirijo a quienes están atravesando la decisión de practicarse un aborto o han abortado en algún momento de su vida. Si usted que lee, asume que el aborto es un asesinato, pues seguramente lo que viene a continuación no será de su agrado. Esta es la opinión de alguien que atravesó un aborto decidido y del cual no se arrepiente.

Hace años decidí abortar. Lo hice en una condición compleja de mi vida que no pienso justificar. Hace poco apareció mi ex pareja y, con él, una certeza: no me arrepiento de nada. Durante mucho tiempo pensé que era una mala mujer, una pésima mujer, al no sentir ni una gota de arrepentimiento en mí. Me di cuenta de que ya no necesitaba justificar mis razones ni mis emociones, porque todo lo que decidí fue desde el pleno conocimiento de lo que era mejor para mí, para mi cuerpo y para mi vida.

Vuelvo a mí, ahora, y recuerdo la escena en la que esta ex pareja, después de reiteradas traiciones y violencias, me acusó descaradamente de ser una asesina. Cada palabra cayó como un ladrillo sobre mi cabeza, quebró en su momento mi autoestima y doblegó mis certezas. Me pregunté: ¿soy una asesina, como ligeramente ese hombre de baja moral me acusaba? La acusación me orilló a contarlo, a gritarlo a los cuatro vientos y decir que me estaban imputando y amenazando con acusarme. Me pregunto: ¿a quién le iba a interesar que yo aborté? ¿A la policía? ¿Con qué fines amenaza ahora con contarlo?

En aquel tiempo no tenía las herramientas emocionales de las que ahora dispongo y, claro… me aterré. Pensé que me juzgarían y, en un acto, me mandarían a la hoguera. Me veía incendiada y odiada, me veía siendo acusada, me veía como un ser desfigurado ante la cruel humanidad. En ese momento no tuve más opción que contárselo a mi círculo cercano, decirles que, tras el aborto, había una amenaza. Lo conté con tanta vergüenza que tuve que dar todo el argumento de por qué lo hice, antes de decir que lo había hecho. Para mi sorpresa, nadie me juzgó; entendían mejor mi situación que yo misma.

Esa experiencia trajo consigo un torbellino de memorias, de pronto no era solo yo quien había pasado por un aborto. No era la primera vez que escuchaba esa palabra y vivía en carne propia el estigma, sino alcanzaba a ver lo que otras mujeres han tenido que soportar por el hecho de siquiera atreverse a mencionar la palabra. El escrutinio público, los señalamientos, el miedo, e incluso, como en mi caso, amenazas que no son ingenuas sino que responden a un mismo patrón: el miedo social y machista de perder el control sobre nosotras. Precio que debemos pagar las mujeres para no vivir o morir encerradas entre cuatro paredes, dirían las feministas radicales allá por los setenta.

La primera vez que escuché la palabra aborto fue de la boca de papá, mientras acusaba a mamá de haber abortado a un «hermano» mayor que yo. Era un embrión de cuatro semanas; mamá no tenía ni noción de su existencia, pero le dieron identidad: habría sido un varón (reconocer el sexo del feto a las cuatro semanas es imposible, pero los verdugos no saben de ciencia, sino de supuestos). Dotar de «identidad» a ese feto responsabilizaría a mamá de haber parido solo hijas mujeres, tres hijas mujeres, como si ser mujer fuera una maldición. Mi madre, a pesar de los cuestionamientos que podía tener sobre su condición y roles de «buena mujer» en una sociedad machista, se esforzó por explicarle a papá que el aborto fue espontáneo y no inducido.

La segunda ocasión, fue cuando entre un grupo de gente del barrio corría el rumor de una joven de 16 años de edad, cuyo nombre ya no recuerdo, había quedado embarazada y no se lo contó a nadie. Era producto de violación. Ella en un acto de temor y vergüenza tomó un cóctel de fármacos y líquidos  de limpieza esperando provocarse un aborto. Murió a las pocas horas. La gente se lamentaba porque era una chica “joven-guapa” y que no merecía tal desenlace. Entonces otras mujeres: ¿si se lo merecen?

¿Acaso de manera constante debemos victimizarnos y explicar nuestros motivos para un aborto? Cada experiencia de aborto es tan diversa como lo son las razones. Esperan con un aire de crueldad, me atrevo a decir, que estemos de rodillas de manera perpetua siempre pidiendo perdón, asumiendo culpas y responsabilidades que ya no caben en nuestras conciencias y mucho menos en nuestros cuerpos, al menos no en el mio.

Y así, se perpetúa la idea de que las mujeres merecemos ser criminalizadas y sancionadas por nuestras decisiones. La culpa como un dispositivo que nos hace dudar de nuestra decisión y no solo eso, sino que además nos llena de vergüenza. En mamá y en la chica del barrio, el temor al juicio, al descubrimiento de que haya sido su decisión practicarse un aborto es muestra de ello. 

Recientemente, conversando sobre estas experiencias de aborto y el no sentir culpa, pude reconocer que miro hacía atrás y veo mi presente y no me arrepiento de mi decisión. 

Tanto la decisión de abortar como la de maternar son íntimas, personales. Cada una de nosotras atravesamos condiciones distintas de vida, unas más difíciles que otras, eso es seguro, y más aún en este tiempo. Hay una desesperación infundada por domesticarnos y obligarnos a cumplir deseos que no son nuestros.

Hace unas semanas, en una casualidad que no lo es, esa ex pareja con quien tomé la decisión de abortar apareció. En un gesto de extraño acercamiento, pidió disculpas en general, disculpas por cosas que él no recordaba haber hecho. Pero eso dio paso a abrir la caja de Pandora y hablar del aborto. Me acusó, como lo hizo años atrás (genio y figura el hombre), de haber tomado sola la decisión sin consultarle (cuando él pagó el procedimiento). Me acusó de haberlo traumado de por vida, que jamás volvió a ser el mismo desde aquella, mi decisión.

*

Hoy, y de manera pública quiero agradecerle por ese mensaje y decirle que no me arrepiento de nada, es más leo su reflexión tan dotada de machismo y reitero: mi decisión fue acertada, escuché  a mi intuición  aunque mi contexto no me daba alternativas para leer críticamente lo que pasaba solo sabía que era lo mejor para mí. 

*

Pienso en Lucía, que después de tantas acusaciones tuvo otro hijo apenas unos meses después de enterrar aquel feto, y desde entonces ha tenido que sobrevivir a una serie de violencias. Un padre ausente que ignora a su hijo, mientras ella peregrina cada mes por el pago de la pensión alimenticia, expuesta incluso a la amenaza de perder su vida e integridad a manos de ese hombre con el que procreó. Pienso en ella y en cómo, si aquella acusación de la familia y del sacerdote no hubiera sido una sentencia, quizá habría labrado otro proyecto de vida. No habría sentido la presión de demostrar que sí quería maternar. A este mundo le falta un poco de “amabilidad” con nosotras y si no nos la dan por las buenas, se la sacaremos por las malas. Finalmente “malas mujeres” ya somos

Pienso en mi madre. Estoy segura de que, con el paso de los años, se arrancó la culpa de la piel, comprendiendo que su aborto fue lo mejor en ese momento. Pienso en ella como pienso en mí, en la posibilidad de vivir un aborto sin culpa, de permitirnos transformar la experiencia. Tal vez muchas, al principio, se sienten perdidas, desconcertadas por la decisión, invadidas por el temor de haberse equivocado o por el miedo a ser acusadas, como me ocurrió a mí, de ser a-s-e-s-i-n-a-s. Pero con el tiempo, esa intuición, ese instinto de supervivencia, se convierte en nuestra propia sabiduría.

El aborto es una decisión íntima, que no puede ser legislada ni sancionada. Como dice la consigna: “nosotras parimos, nosotras decidimos”. Yo añadiría: si nos obligan a maternar, no necesitamos permiso para abortar.

Es ahí donde reside nuestra fuerza: en la capacidad de decidir sin miedo, sin culpa, sin la necesidad de justificar nuestras razones ante nadie más que ante nosotras mismas. Porque la maternidad, como el aborto, debería ser una elección personal, no una obligación impuesta por un juicio ajeno. Y en esa libertad, nos encontramos.

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Autoras

Jeanneth Cervantes Pesantes

Editora de la revista digital feminista: La Periódica. Asesora de comunicación con enfoque en violencia, género, derechos sexuales y reproductivos. Feminista apasionada por la encrucijada digital.