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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Jeanneth Cervantes Pesantes

De los afectos, las despedidas y algo más

Ilustración de @pepailustradora

Llevo varias semanas reflexionando sobre una emoción recurrente: el dolor de las despedidas. Me pregunto: ¿cómo lo gestionamos en este tiempo? Y me detengo a pensar en cuáles despedidas han marcado mi vida con tristeza, frustración o incluso dolor. De inmediato surgen recuerdos: mi madre, quien murió de lupus eritematoso sistémico (LES) hace casi 20 años; mi abuela materna, quien falleció apenas tres meses después de mamá, pero que alcanzó a darme su bendición por teléfono antes de partir. También están las despedidas menos tangibles, pero igual de lacerantes, como la confianza rota en procesos políticos que terminaron abruptamente, como ocurrió con la plataforma feminista Vivas Nos Queremos en Ecuador en la que puse mucho de mi capital creativo en el ámbito comunicacional durante 5 años.

En este ejercicio de memoria, no puedo dejar de pensar en las relaciones de pareja léase, novias, vaciles… En los amores que, a veces sin previo aviso, se van y en las amistades que cumplen un ciclo. Y sí, las relaciones se terminan. Las vidas se apagan, los proyectos concluyen, pero las ausencias laten con distinta intensidad según el significado, el cuidado, el afecto e incluso las proyecciones a futuro que existieron.

Este texto no pretende ser una guía para sobrellevar las despedidas y los duelos. Yo misma, ahora, no sé cómo hacerlo. En el Ecuador de este tiempo, en medio de otras urgencias relacionadas con secuestros, muertes violentas, extorsiones, desapariciones, y aunque suene absurdo, están los retos para los afectos, el cuidado y el acompañamiento, que resulta que son enormes. Hace poco conversaba con una amiga sobre este tema, y le compartí mi sensación de que, últimamente, las despedidas parecen más dolorosas y más frecuentes. En mi caso, culpo a los años que nos hacen soñar de manera más intensa en relaciones que se sostengan en la ternura y que duren. Ella, con su mirada crítica y sagaz, me respondió algo que no esperaba: “Vivimos militarizadas”.

Confieso que me sorprendió. ¿Qué tiene que ver la militarización con los afectos cotidianos? Ella continuó: “es que reproducimos esa lógica. Vivimos viendo hombres armados, escuchando noticias que glorifican a quienes supuestamente nos protegen. Todo bajo un imaginario de defensa contra un enemigo siempre presente. Esa constante del miedo impregna todo, incluso nuestras relaciones más cercanas”.

¿Cómo el miedo puede tener tanto poder? ¿Cómo se cuelan esos discursos bélicos y esa lógica defensiva en nuestra manera de querer y ser queridas?

Esta afirmación sobre la militarización de los afectos me dejó reflexionando sobre cómo se reproduce en nuestras vidas. Intentando enumerar las cosas que he observado en común entre mis amigas y amigos (heterosexuales, lesbianas y gay) que están actualmente en duelo, noto que muchas están relacionadas con la manera en que se resuelven los conflictos. Parece que incluso la situación más mínima puede desencadenar una especie de “guerra”, donde ser vulnerable no es una opción. Las luchas de egos, las broncas y las expulsiones afectivas se convierten en una constante que se perpetúan en nuestras relaciones. Pero esto no es algo casual ni aleatorio; responde también a una estrategia que busca dominarnos, someternos, mantenernos en soledad, romper lo colectivo y mantenernos en la tristeza. Nos han educado para comportarnos de esta manera, y por eso mismo no sabemos cómo actuar de otra forma. En los espacios de socialización son escasos, por no decir nulos, los lugares donde cuestionamos estas maneras de relacionarnos, o que nos muestran referentes de hacer algo que dispute el status quo de los afectos. 

Le preguntaba a una compañera —sin duda desde una idealización de que las relaciones de pareja, familia e incluso amistades, sanas no pelean— cómo son las relaciones que viven en paz, que jamás discuten, ni tienen conflicto alguno, sí así, como imagen de portada de Atalaya… ¿Cómo lo logran? Ella me decía que el conflicto siempre habrá, la cuestión está en qué hacemos con ello, cómo se repara si es que se trata de alguien que queremos preservar en nuestra vida. Nada más cierto, y es que nadie nos enseñó cómo querer a otras personas, repito siempre que nos enseñaron a mal amar y construirnos en otro tipo de relaciones es toda una apuesta. 

Varias amigas también atraviesan despedidas. Algunas enfrentan procesos de duelo tan profundos que han tenido que buscar ayuda psiquiátrica; otras se apoyan en la terapia psicológica profesional y en espacios de catarsis compartida, como un café donde nos encontramos para hablar y sostenernos mutuamente. Pero hablar de salud mental en Ecuador no es fácil. Una cita en el sistema público puede tardar meses, y en el sistema privado, una consulta cuesta entre 20 y 50 dólares, en un país donde a menudo las prioridades son otras: como comprar el pan y la leche del desayuno o el pasaje del día siguiente.

¿Cómo atravesar el duelo en medio de tanta precariedad y miedo? ¿Cómo convertir el cariño de las personas cercanas en nuestro único refugio frente a la hostilidad del mundo?

De niña, pensaba que las personas adultas complicaban todo innecesariamente. Creía que, si realmente se querían, podían simplemente hablar y negociar alternativas. Quizás esa ingenuidad sigue en mí, porque, en el fondo, espero que el futuro no sea tan cruel como a veces parece ser el presente.

Mi abuela materna solía decirme: “mijita, pero hasta la vida que es más, se pierde”. Lo repetía como un consuelo cuando me veía sufriendo por un mal de amores. Y sí, es cierto: hasta la vida se pierde. Pero entonces, ¿por qué no cuidar lo que amamos y a quienes amamos mientras estamos aquí?

Pienso de nuevo en las palabras de mi amiga. Vivimos en el miedo constante de perder: perder la vida, perder a nuestra familia, perder el trabajo, perder todo, incluso la dignidad. Y ¿es acaso ese miedo en el que terminamos hiriendo, consciente o inconscientemente, a quienes están cerca? ¿Estamos queriendo desde una trinchera, desde el ser militarizado? Mi mama, una shamana sabia, me decía estos días que acudí para que me limpiara el susto que se había quedado en el cuerpo: “mijita, quien de verdad te quiera sabrá conservarte en su vida, sea como amiga, hermana o pareja. Incluso la gente que se va puede dejar una huella bonita de cariño cuando usted es importante”.

Pero, ¿cómo logramos esto si estamos atrapadas en un miedo que hiela hasta los huesos? Un miedo que parece haber militarizado hasta el corazón.

El contexto actual nos pone aún más retos porque está cargado de más despedidas que se relacionan con las condiciones económicas del país. Personas cercanas o conocidas se ven forzadas a migrar, ya sea dentro del país o hacia el exterior, muchas veces empujadas por la desesperación o simplemente porque este país ya no da para más. Algunas, en anhelo de construir un futuro donde no haya «vacunas», extorsiones, secuestros, desapariciones forzadas, han preferido arriesgarse a cruzar la selva del Darién, buscando una alternativa de esperanza ante el desazón que este país ha sembrado. Estas despedidas que son una constante también provocan una afectación, he visto a más de una llenarse de lágrimas al comparar fotos de hace un año atrás donde habían celebraciones con amigas y amigos que ahora se han ido en búsqueda de otras alternativas. ¿Nos afectan estas despedidas incluso cuando no se trata de alguien cercano a nuestro círculo familiar? Las despedidas, creo yo, son colectivas, no solo individuales.

Y quizás el mayor reto sea pensar en el cuidado colectivo más allá de la romantización del sacrificio y del autocuidado como gesto individual, más allá del falso discurso de la responsabilidad afectiva que idealiza relaciones y no mira los conflictos de los vínculos y sus posibles resoluciones. Otra amiga me contaba que, en un momento difícil, decidió comprarse algo lindo porque sentía que le haría bien, y su esposo, al verla tan mal, en medio de una nostálgica tristeza, le dijo: “vamos, te compro algo que consienta tu corazón”. Mi primera reacción fue pensar que aquello sonaba superficial, pero mi otra amiga, la siempre sagaz, intervino: “claro, si alguien puede evitarte el estrés y el dolor, y eso pasa por lo económico, es válido. Imagina que estés preocupada por el arriendo y alguien venga y te diga: ‘No te estreses, aquí está’”.

Me quedé pensando en esta escena. ¿Qué significan esos gestos de cuidado en tiempos de estrés tan alto? ¿Qué implica que alguien que te quiere te ayude a resolver, a sostenerte en medio del caos? ¿Será que aquí es donde se encuentra un gesto de ternura? Más allá de que involucre dinero o no, el gesto de hacer algo para que la otra persona esté bien, reconociendo sus vulnerabilidades y necesidades, se convierte en un acto de resistencia afectiva. Es un recordatorio de que no todo está perdido cuando el cuidado mutuo encuentra formas de mantenerse, incluso en terrenos hostiles. 

Tener en tu vida íntima a esas personas que son una cueva en medio del caos (reflexión robada a otra de mis amigas) —que sostienen tu tristeza, que te alimentan literal y figuradamente, que te ven y te abrazan con mimos, golosinas y café— puede ser una resistencia frente a la desidia y el desamparo que nos impone este sistema. Esos pequeños gestos, que a veces parecen insignificantes, tienen la capacidad de romper con las dinámicas del miedo y la hostilidad. Son la semilla de una trama afectiva que, poco a poco, nos puede devolver la capacidad de tejernos juntas, de sostenernos en colectivo.

Escribo esto porque aún guardo la esperanza de que solo construyendo relaciones más conscientes, basadas en el cuidado genuino y el acompañamiento mutuo, podremos resistir a un mundo que se empeña en mantenernos tristes, agotadas y desconectadas. Quizás ahí hay alguna clave: en rescatar la ternura como un acto político, en decidir cuidar no como acto de sacrificio y dejarnos cuidar, no desde la imposición o el deber, sino preservar el cariño sin romantizar las relaciones y asumir que este contexto también nos plantea nuevos retos en cómo resolver los conflictos y hacer más llevadero esto que llamamos vida. Porque en un mundo, un gobierno, un Estado, una fuerza policial y militar que nos quiere rotas, tejer relaciones profundas y conscientes es un acto de rebeldía y de transformación.En cada gesto de cuidado, en cada vínculo que construimos con conciencia, hay una posibilidad de transformación. Y quizás esa es la razón de que todo lo personal es político como ya lo escribieron las feministas de la década de los sesenta.

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Autoras

Jeanneth Cervantes Pesantes

Editora de la revista digital feminista: La Periódica. Asesora de comunicación con enfoque en violencia, género, derechos sexuales y reproductivos. Feminista apasionada por la encrucijada digital.