Ilustración de @pepailustradora
Este texto nace de una conversación abierta sobre el orgullo LGBTIQ+ realizada en una cafetería de Quito, con personas de distintas experiencias y trayectorias. Lo que sigue recoge voces, fragmentos, historias, silencios y preguntas que se compartieron ese día. Algunas frases son citas directas, otras una reconstrucción de lo vivido. La narración mezcla la experiencia personal con la escucha colectiva.
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Seguramente este texto no sea del agrado de muchas personas y, la verdad, espero que así sea. Que incomode. Lo escribo después de meses de pensar en las movilizaciones locales, en el orgullo LGBTIQ+ y su sentido en un país como este, donde todo —todo— puede ser fagocitado por el poder, por el mercado, por la violencia.
En un país donde decir “enfoque de género” no es suficiente. Donde habitar desde la disidencia no es garantía de coherencia para luchar por los derechos de las personas LGBTIQ.
Hace un año, el 29 de junio de 2024, Lavinia Valbonesi, esposa de Daniel Noboa, presidente del país, desfiló en la marcha del orgullo en Guayaquil. La carroza con temática griega concentró la atención de distintos medios tradicionales de comunicación, quienes posicionaron la idea de cómo “su presencia destacó el apoyo institucional y la solidaridad del gobierno ecuatoriano hacia la comunidad LGBT+”.
Ha pasado un año. Y la supervivencia de las personas LGBTIQ+ en Ecuador sigue siendo una odisea. La violencia se ensaña más con ciertos cuerpos: los más vulnerables, los más expuestos, como lo son las mujeres trans, las trabajadoras sexuales trans, quienes tienen que habitar la calle y saben de primera mano que ha significado las “vacunas extorsivas” y la violencia. La misma que ha hecho que un sinnúmero de personas se encierren en casa esperando no ser víctima de algún ataque armado: realidad que es cotidiana y ya casi naturalizada en Ecuador.
Conversaciones de café (que ahora serán recurrentes)
La conversación de la que nace este texto ocurrió en una cafetería. Nos reunimos, junto a Pepa Ilustradora, con pocas expectativas. Hicimos una convocatoria abierta en nuestras redes sociales. Pensamos, incluso, que no llegaría nadie. Pero llegaron tres personas: una mujer lesbiana, un hombre cis que trabaja con masculinidades. Y también una joven, sentada en una mesa algo distante, que nos observaba. Tardó en acercarse. Lo que la convocó no fue solo hablar del orgullo, sino que buscaba a una periodista feminista. De ella, tal vez, escriba más adelante.
Entre cafés y postres, empezamos a hablar. De migraciones, por ejemplo. Mucho del escenario artístico marika se ha movido desde la comunidad venezolana en Ecuador, comentaba una de las personas que asistió a este encuentro. Hablamos de lo que implica no tener una cédula de identidad que certifique quién eres. Cruzar una frontera. Una frontera que es invisible pero que trae consigo la discriminación a cuestas. Vender su cabello en zonas fronterizas como Cúcuta para poder transitar, vender sus zapatos para atravesar en sandalias, porque de qué sirven los zapatos si no hay cuerpo que aguante el hambre. Adolescentes gays cortando el cabello a otros como forma de subsistencia u ofreciendo sus servicios como trabajadores sexuales. Historias que llegan desde Maracaibo, historias donde se pierde el rastro de alguien en el camino. Nos preguntamos: ¿quiénes son las personas más vulnerables entre las ya vulnerables? Siempre las mismas: mujeres empobrecidas, personas LGBTIQ+, niñas, personas racializadas.
Y entonces apareció la pregunta central:
¿Qué tan importante es nombrarse desde las identidades sexo-genéricas en un contexto como el nuestro?
Mientras hilo esta interrogante, pienso que recibiré respuestas asociadas a lo poco relevante que puede resultar la política de identidades sexo-genéricas frente a una perspectiva de clase.
Lo árido que es, en este momento, que dentro del Ministerio de la Mujer y Derechos Humanos haya una Subsecretaría de Diversidades dirigida e integrada por hombres gays, personas trans femeninas, etc. Lo árido, también, en un contexto donde —incluso dentro de las líneas más conservadoras— la política de identidades se diluye, siempre y cuando se responda al proyecto político de turno y eso garantice el salario, más que provocar condiciones dignas para las otras: para las marikas que transitan por la calle, a quienes se les mira en su bamboleo que “se les dobla la patita”; para las putas trans que deben sortear, día a día, cómo negociar su vida en la calle, pero que además deben negociar la muerte, a ver si encuentran algo de dignidad. Para las mujeres trans en cárceles, que viven en medio de las matanzas, la militarización y la negociación perpetúa su existencia dentro del encierro.
En este contexto, me pregunto: ¿sigue siendo relevante hoy un discurso de orgullo que se vuelve hegemónico para ser lo menos incómodo posible?
Me contradicen:
“¿Es importante o estratégico? Porque no hay nada más terrible que negar lo que eres”, arranca la primera en hablar, y continúa diciendo que el clóset no es solo un lugar; es una metáfora de la negación constante.
Y claro, en tiempos “densos” como los que vivimos, la visibilidad tiene costos. Pero vivir en negación, a la larga, es más caro aún. El riesgo no es menor: está la violencia, el exterminio. Pero seguir sin nombrarse tampoco es opción.
Quizás, pienso, eso es parte de lo que vinimos a cuestionarnos. Porque, como lo plantea la profesora Leonor Silvestri —criticando al grupo insurreccionalista francés Comité Invisible—: no todas las personas pueden, aunque quieran, ser “invisibles”. Si eres trans, indígena o afrodescendiente, no vas a poder pasar desapercibida. No puedes llegar a ser imperceptible.
La afirmación de la mesa sigue: pensamos en otras ciudades, otras realidades. En Lago Agrio, por ejemplo, “no solían matar tanto a trabajadoras sexuales trans. Hoy hay una exacerbación del odio, y quienes lo reciben con más fuerza son las más visibles: las personas trans.”
Ahí también nos preguntamos por las mujeres lesbianas. Entre mujeres lesbianas, la experiencia es distinta, más aceptada, sí, pero no sin matices, comentan. A veces hay morbo. O, simplemente, se aprende a no ser tan visible.
Otra de las asistentes narró:
“Una compañera me contaba cómo vivía sus relaciones con naturalidad, hasta que otra amiga lesbiana le dijo: ‘Tu pareja se asusta cuando te besas con ella en la calle’. No se había dado cuenta. Venía de la heterosexualidad, donde los gestos públicos son comunes. Y ahí entendió que, para muchas mujeres lesbianas, mostrar el afecto también es un riesgo. No se trata de volver al clóset, sino de ser estratégicas.
‘No es justo, pero es el mundo en el que vivimos’,” concluyó con algo de resignación.
Nos reconocimos en ciertos privilegios. Muchas de nosotras nos movemos en entornos donde podemos nombrarnos. Pero eso no es lo común. En muchos barrios, ver mujeres lesbianas de la mano aún es impensable.
La visibilidad tiene precio. La estrategia es una herramienta para sobrevivir, no para negarse.
Clósets hoy, ayer…
Las historias continuaron, incluso desde los espacios más íntimos, entre lo que nos contamos, aparecen las que se relacionan con nuestros vínculos cercanos.
Una de las mujeres en la mesa arranca contando su experiencia desde las maternidades:
“Mi hijo, por ejemplo, me cuenta que un amigo suyo se declaró a otro, y que eso incomodó a todo el grupo. No porque no le gustara, sino porque de pronto había que compartir habitación con un chico gay. Algo que no se discute con los heterosexuales. La homosexualidad todavía se patologiza. Y esa es una gran diferencia. Porque el deseo heterosexual puede incomodar, pero no se convierte en problema. En cambio, cuando el deseo viene desde lo disidente, hay que justificarlo o esconderlo.”
Los logros legales no alcanzan y no solo por esas concepciones, sino también por lo que significa aún ser una personas LGBTI en los entornos familiares.
Otra persona compartió lo que ha visto en compañeras activistas:
“Mujeres que visiblemente son lesbianas que incluso son activistas desde hace décadas, aún esperan la aceptación de sus madres o padres. Una de ellas, después de 14 años de relación, fue invitada por primera vez a pasar Navidad con su pareja en casa de su madre. Estaba nerviosa como una adolescente.”
Esto hace evidente que los logros públicos no siempre coinciden con la aceptación íntima.
Es innegable que es complejo y quedan temas en el tendedero, como la misoginia de ciertos espacios gay, o lo terf —posturas feministas que excluyen del feminismo a las mujeres trans—, que ahora parece permear de forma sutil algunos colectivos. Lo comentan en la mesa mientras esperamos una cerveza, porque el café ha quedado insuficiente. Porque sí, eso también existe.
Y con ello, se abre otra conversación pendiente: la violencia entre parejas del mismo género. Es una herida abierta, poco hablada por lo difícil que es reconocerla.
Sabemos que son necesarios más espacios para hablar de ello, para saber qué significa reparar y cómo gestionar estas situaciones en espacios colectivos, porque al ser una herida que se esconde bajo la alfombra rompe procesos y niega la posibilidad de transformar también las condiciones en las que se habita el activismo.
Y claro, podríamos hablar también de la marcha.
¿Qué emula? ¿Qué buscamos cuando marchamos?
¿Cuál de las marchas?
No tomamos una sola, pues en Quito han habido dos convocatorias —la primera que se realizó el 21 de junio y la segunda que se realizará el 28 de junio—, sino en general abordamos las dos movilizaciones. Éstas son las primeras marchas que se desarrollan en el marco del segundo mandato de Daniel Noboa.
Los cuestionamientos a la situación de violencia, la naturalización y la narrativa pro militarización han sido ampliamente cuestionadas, sin contar el apuro por reformar y aprobar leyes que cuestionan principios democráticos.
Es en este contexto que surge la pregunta: ¿qué buscamos cuando marchamos?
La movilización del orgullo LGBTIQ+ es la más visible que se ejecuta cada año y pone en la primera plana la bandera del arco iris, porque sí, lo que se llevan las primeras planas son las comparsas y el graficar casi como un desfile alegórico la movilización. Me he preguntado si es solo responsabilidad de los medios tradicionales o es que acaso es la esencia de la movilización que no plantea mecanismos de resistencia más radicales que cuestionan las condiciones de vida, que sean espacios para incomodar la moral constreñida o ¿solo es una búsqueda desesperada de aprobación?
De nuevo, frente a esta duda inicial aparece un nuevo cuestionamiento: es contradictorio.
“En algunos espacios, hoy es más fácil ser LGBTIQ+ que antes. Pero depende mucho de tu entorno, de tu edad, de tu clase, de tu color de piel. Descubrirte lesbiana a los 13 años de edad no es lo mismo que hacerlo a los 30, con agencia política. De niña dependes de una familia que puede rechazarte. De adulta puedes mandar todo al carajo. Eso cambia todo.” Se produce un silencio incómodo, intentando analizar si esta afirmación es tan sencilla de digerir.
Recordamos historias duras, de aquellos afectos que no son nombrados, que se silencian dentro de los mismos cuerpos. Otra de las asistentes compartió una historia: “una amiga que encontró una carta de amor entre su padre y otro hombre. La negó. Inventó que su papá tenía novia. Le daba vergüenza. Años después, aceptó que su padre era gay. Pero él nunca lo ha dicho en voz alta". “Debe ser el odio”, dice quien comparte esta historia. Es doloroso tener que ocultar de manera constante los afectos.
El conservadurismo está ahí. En las familias, en los roles. Ya no se ve “tan mal”, pero tampoco hay aceptación. Hay una aceptación de la imagen, mientras se cumpla un rol. A muchas nos preguntaron si ser lesbiana era algo temporal. A mí me dijeron que ser lesbiana era una etapa, que lo era porque odiaba a los hombres. Porque tenía un trauma. Porque nadie me había tratado bien. Todo gira en torno a ellos: si eres lesbiana es por su culpa o porque no encontraste un hombre “como ellos”. Incluso en la universidad hicieron apuestas: “¿cuánto le durará?”
Y entonces aparece otro lema: Love is love.
Estoy a punto de arrancar afirmando que parece inocente, pero enseguida intervienen: “¿Quién se opone al amor?… Pero ese es el problema: lo vuelve todo light. Como si el problema fuera solo el amor y no la desigualdad estructural, las jerarquías. Es una forma de volver tolerable lo que no se quiere transformar, porque ¿quién podría oponerse al amor?
Y sí, a veces funciona. Ayuda a quienes no entienden.
Pero no alcanza.
¡Jamás será suficiente!
¿Quién cabe en el orgullo?
Hablamos también de inclusión. De que no basta con diferenciar, sino con hacer lugar. Pero ese “hacer lugar” viene lleno de condiciones: que no perturbes, que no desentones, que no desestructures. El orgullo bien visto es el que no hace ruido. El que cabe en una vitrina. El que es útil para el marketing.
Y al final, lo que está en disputa no es solo si amamos o no. Es si tenemos derecho a existir tal como somos.
Una de las historias que llegó a la mesa fue la de “un amigo, hijo de un político conservador. Salió del clóset y dejó de ir a reuniones familiares. Un día lo llama un conocido ultraconservador y le dice: ‘¿Por qué te escondes? Acuérdate quién eres. No eres cualquier cholo’. La frase no necesita explicación. Ya estaba todo dicho.”
La clase y la raza atraviesan todo. Son capas que definen quién puede existir y quién no; quién tiene permiso para ocupar un espacio y quién, en cambio, debe agradecer si apenas se le tolera. Integrar una clase social más privilegiada permite desobedecer ciertas normas, siempre que se responda a los códigos de esa clase. Incluso si eres una persona trans.
Porque no es lo mismo ser una mujer trans blanca y rica que ser una mujer trans migrante, negra o indígena. La visibilidad extrema dificulta la existencia en un mundo excluyente: puedes ser gay o lesbiana y que nadie lo sepa. Pero ser una persona trans, especialmente una trans femenina, es algo que el mundo ve. Y castiga.
Una de las personas de la mesa lo dijo con claridad: “el concepto de inclusión es problemático. Se permite el acceso solo si no se incomoda, si no se trastoca el orden.” Se puede ser trans, siempre que se esté al servicio de la norma. Por eso también hoy vemos mujeres trans apoyando el fascismo, a Milei, por ejemplo. El capitalismo lo toma todo. Hasta lo trans.
Pero lo trans —no todo, pero sí buena parte— se muestra, se ve. Y eso molesta. Incluso en círculos LGBTIQ+. Lo visible genera rechazo, porque no hay forma de esconderlo. Y porque pone en evidencia lo que muchas otras identidades aún pueden negociar: el silencio como forma de sobrevivencia.
Una amiga trans lo dice así —y con razón—: “lo trans es como una cerveza que se riega: visible, escandalosa, fuera del vaso. Por eso genera tanto odio. Porque el odio también tiene que ver con el orgullo.” Con esa pregunta que parece acusación: “¿cómo pueden sentir orgullo de ser lo que son?”
Por eso también hay jerarquías dentro del propio mundo disidente. Un amigo cercano que empezó con el drag en Ecuador me contaba cómo su pareja —también gay— lo cuestionaba: “Si ya eres gay, ¿para qué exageras?”. Lo mismo pasa con muchas lesbianas masculinas, tratadas como el amigo, excluidas de espacios de mujeres porque su estética choca. Y si además eres una mujer fuerte, crítica, incómoda… peor.
¿Cómo se forman estas jerarquías? ¿Cómo se desestructura el binarismo?
De todo el diálogo, estas fueron las preguntas que más silencio generaron. Porque siempre esperamos respuestas, recetas. Un “qué hacer” frente a tanta desazón. Pero también porque se vuelven cada vez más problemáticas las políticas de identidad, en un contexto donde nos vacían de sentido, de conceptos, de categorías, y donde todo —todo— puede terminar siendo servil al poder.
Una de las invitadas evoca a Federici para intentar explicar el escenario: “la clase, por ejemplo, no se puede dejar de lado. Hubo épocas en las que la violación de mujeres empobrecidas era legal, como lo recuerda Silvia Federici. Estamos regresando a esa lógica, a una especie de nueva cacería de brujas. En aquel entonces, ni siquiera podían vivir juntas dos mujeres, aunque fueran madre e hija. Para tener valor social, tenías que tener un niño varón.”
—¿Estamos retrocediendo hacia allá? —pregunto.
“Silvia hablaba también de cómo las mujeres accedían a la educación antes de que se les arrancara ese derecho. Hoy vemos cómo se reinstala, de forma disfrazada, la idealización del rol materno. Esa es una de las pistas de la nueva revalorización de los valores tradicionales.”
Un sistema donde incluso una mujer de clase alta tenía menos derechos que un hombre obrero. Porque mientras no se cuestionen esas bases, mientras no se mueva lo estructural, no habrá igualdad real.
Y lo LGBTIQ+, incluso ahí, incluso entre los “progres”, sigue siendo el límite. Artistas, intelectuales, activistas de izquierda que no aceptan a sus hijas, a sus hijos. ¿Qué pasa en el progresismo? ¿Por qué lo que comparten con el conservadurismo pasa tan desapercibido?
Y este cuestionamiento alcanza a resumirse en una frase que arroja una de las que se dieron cita: “hay consensos incómodos que atraviesan todo el espectro político: qué relaciones se permiten, qué cuerpos importan, qué poderes sostienen la división del mundo.”
Al tiempo que cuestiona diciendo: “algo más tiene que ser posible. Un Trump que odia a las personas trans no lo hace solo por ser trans. Ese odio es funcional. Sirve. Hay algo más ahí que hay que analizar.”
El odio sirve y se usa
Entonces nos preguntamos también: ¿qué está pasando con las mujeres trans en Sucumbíos? ¿Con las que no tienen documentos? ¿Con las que son migrantes y están en una situación irregular? ¿Con las que no pueden nombrarse ni acceder a nada? El capitalismo —y no solo el capitalismo, también los gobiernos— es capaz de usarlo todo. Puede firmar acuerdos con los antiderechos y al mismo tiempo posar en la marcha. Todo depende de qué sirve, de cuándo sirve. Y ahora, el odio sirve. Se usa. Se moviliza políticamente.
Entonces, ¿qué hacer?
Hay un breve consenso sobre que no es suficiente salir a la marcha. Aunque también, claro, salir puede ser mucho. La educación, la cultura, el criticar siguen siendo fundamentales. Hoy la marcha también se vuelve algo similar a love is love: una herramienta, sí, una estrategia, sí, pero también parte de un marketing que permite seguir habitando el espacio público.
¿Quién puede sentir orgullo?
Todas coinciden: el orgullo está atravesado por la clase. No todas las personas pueden nombrarse igual. No todas pueden exponerse igual. Pero incluso con miedo, la gente lo hace. Y ahí está la esperanza: en quienes siguen existiendo visiblemente en contextos tan hostiles. Porque el miedo se vence en colectivo.
La gente se toma las calles, monta su ballroom, aparece con plumas, con maquillaje, con todo lo que el mundo quiso borrar. Y esa visibilidad es una forma de resistencia.
El ánimo cambia en la mesa, y lo que parecía abstracto empieza a adquirir matices que atraviesan las experiencias de vida y lo cotidiano:
“La educación no puede pensarse sólo desde lo formal. A veces alguien ve, escucha, se topa con una historia, y algo cambia. Lo que el odio no logra es romper del todo la humanidad. Lo que hay que hacer es rehumanizar. Devolver la dignidad.”
Una voz de esperanza y rebeldía resuena ya casi al cierre de este diálogo.
Entonces, ¿qué necesitamos cambiar?
Una de las asistentes que se dedica al activismo lo tiene claro:
“Este también es un tiempo para la autocrítica. Para preguntarnos cómo construimos algo nuevo desde nosotres, con nuestras contradicciones, sin idealizarnos. Porque si algo nos ha sostenido siempre es que nunca nos han podido aniquilar del todo. La esperanza está en eso, en no habernos extinguido.”
Y también en reconocer los privilegios y las diferencias. En que quienes tienen más condiciones para mostrarse, lo hagan. Que usen esa visibilidad sin que se vuelva light, sin apropiarse de lo que no les pertenece. Que lo hagan con responsabilidad, con conciencia de todo lo que hay detrás.
Porque el orgullo no es una celebración sin más.
Es una pregunta abierta.
Autoras

Jeanneth Cervantes Pesantes
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jeanneth@laperiodica.net
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@JanetaCervantes