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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Manuela García Naranjo

La hamaca

Cuando los españoles llegaron a América dormían en el piso de los barcos, entre ratas. Al regreso lo hicieron en hamacas, la cama, silla y vida del Caribe.

Las hamacas de algodón, anchas, para compartir. Hamaca para sentarse y acostarse, siempre descalzos, nunca con zapatos, en donde uno pone la cara. La hamaca es cama, aunque no se use.

Nací y vivo en los Andes, la hamaca nunca ha sido cama para mí. Y sin embargo no tengo empacho en defender sus virtudes, repito lo que le he oído una y mil veces. Y también, supongo, es mi forma de tejer lazos con esa, mi otra tierra. Porque no hay duda, Bolívar dormía en hamaca. En la sangre, la hamaca y los mangos son Caribe, aunque los árboles de mango no se hayan extendido por América para cuando García Márquez quería poner la hamaca de Bolívar debajo del árbol. Tenía 19 años, subí a almorzar, estaba roja de tanto llorar. Soy llorona, eso no es novedad. Mi papá me mira: ¿Qué te pasa Manuela, por qué lloras? Acabo de terminar de leer el General en su Laberinto. Entiende, él también está por llorar.

Leer, desde niña, ese es otro de mis grandes placeres. Los Piratas de la Malasia, se habían convertido en el cuento por episodios que mi mamá me leía por la noche, hasta que una mañana, ya no aguanté, me lancé y lo terminé. Hasta ahí llegó la dosis de cuento diario.

En Santo Domingo, en la finca de la familia, nos acostábamos en la hamaca, que era pequeña y de nylon, mi papá me leía el Quijote. Años después, ya grande, no me cabía en la cabeza la idea de leerlo, sino era en hamaca.

Se entrecruzan los placeres. Diez años, de vacaciones, la playa, convaleciente, pasé recostada y leyendo Los Tres Mosqueteros. Lloré desconsoladamente cuando terminó y ellos se separaron. Hamaca de algodón: naranja, blanca, celeste, roja. Me recuerda ilustraciones de la Guajira.

Entre la niñez y la adolescencia, por años la hamaca se convirtió en columpio. Me impulsaba y hablaba, volaba y hablaba, no paraba. Armaba historias, repetitivas, llenas de hermanos de edades similares, en donde yo era heroína irrefutable. Mezcla de telenovelas y películas de aventuras. Me caí más de 6 veces, nunca de la hamaca, siempre con ella: La soga, la alcayata, todo se desgastaba.

Hace años que no tenía una hamaca en casa, es de algodón, por supuesto, blanca, con rallas rojas, amarillas, grises, azules. La acabamos de instalar. Sonrío, siento a mi papá y a mis abuelos. El abuelo que corregía a sus hijos: Nosotros no decimos venado, decimos vena’o.  

Hoy me acosté en la hamaca a tomar el té y mirar el Cotopaxi. Al fin y al cabo, estoy en los Andes.

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Autoras

Manuela García Naranjo

Antropóloga, profesora de yoga y terapeuta comunitaria y corporal. Cree en la importancia de crear espacios de cuidado colectivo donde cuerpo, mente y emociones puedan encontrarse. Le interesan los diálogos entre oriente y occidente, libertad y tradición, cuerpo y palabra. Practica la escucha sin juicios y apuesta por comunidades que sanen y crezcan en libertad.