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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Mariela Rosero Changuán

Sandra Oscarina: cuidadora, sobreviviente y estilista

De espaldas, subida en una silla, y sosteniendo en las manos un cable de luz eléctrica, clavos y martillo para instalar una lámpara –su reciente creación–, se la ve al ingresar a su peluquería. “Buen día. ¿Eres Sandra Oscarina?”, consulto. Cuando se voltea, todas las ideas previas que me había hecho sobre ella se esfuman. No lleva capas de maquillaje ni tacones ni minifalda.

Cumplió 71 años el 18 de agosto pasado. Lleva unas cómodas flats, medias nylon cortas, un pantalón flojo negro y una blusa habana de mangas largas.

No ha dejado el rubio, su tono favorito, pero hace unos seis meses se recortó la melena, que lucía hasta los hombros. Once años atrás su cabellera era larguísima. La perdió en una “clínica de deshomosexualización¹” y rehabilitación que, según comenta, estaba camino a Cuenca.

Sus ojos cafés claros se tornan verde oliva cuando llora al recordar que despertó en ese lugar con la cabeza rapada; al recorrerla con sus manos, halló huecos y pocos mechones (involuntariamente se acaricia el cabello).

No sabía dónde estaba. Luego entendió que su cuñado, médico, debió sedarla cuando le administró un suero supuestamente revitalizante porque la veía demacrada. 

La enviaron a ese sitio, esperando que se “curara” y se comportara como el hombre que creían que era. Hace once años, sus hermanos pagaron USD 1 700 al mes, en ese lugar, en donde convivió con una chica lesbiana, un chico gay, adolescentes y adultos con adicciones y problemas de comportamiento.  

Técnicamente, no se debería hablar de “clínicas de deshomosexualización”, aclara el Ministerio de Salud Pública (MSP) al responder a La Periódica sobre la existencia de estos centros. 

“La homosexualidad –explica el MSP– no es considerada una enfermedad, por lo tanto, no deben existir establecimientos de salud que la traten”.

Los servicios ofertados en esas “clínicas” están prohibidos, según el artículo 21 del Acuerdo Ministerial 080, y podrían configurarse en delitos de discriminación, tortura, violación o actos de odio; por eso, la Agencia de Aseguramiento de la Calidad de los Servicios de Salud y Medicina Prepagada (Acess) –ratifica el MSP– realiza operativos de control con la Fiscalía y la Policía.

La Acess regula a establecimientos de salud y cuenta con un catastro nacional. De esas “clínicas” no hay un registro, pues en el mundo ideal, según el MSP, no deberían existir. Y el director de la Agencia lo confirma.

En el sur de Quito –con la música a todo volumen en los locales, el ruido de escapes, bocinas de buses y las ofertas al paso, sello de un sector comercial–, Sandra deja de lado lo que hace. Incluso le pide al joven que la ayuda con la instalación de la lámpara que regrese más tarde.

Sandra Oscarina lava cuidadosamente el cabello de una cliente. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

Las manualidades son su pasatiempo; se ahorró unos USD 40 y gastó la cuarta parte en una canasta, con pintura y pedrería de fantasía, que hace de pantalla de lámpara que cubre el foco.

Sandra Oscarina se acomoda en un sillón y cuenta que cuando era un niño le gustaban las muñecas. Con amigos jugaba al papá y a la mamá, y ella era siempre la mamá. Lo relata y el recuerdo le pinta sonrisas en su rostro con una tenue sombra de ojos, algo de rímel en las pestañas y rosa en los labios. “Hasta mi voz –subraya– era femenina ya en esa época”.

Esteban, con una cresta rizada, pintada de fucsia, y Martha, de cabello largo negro, trabajan con ella. Sin planearlo, se ubican como en primera fila para escuchar sobre la vida de esta mujer trans.

Los ojos de la chica, acomodada en la esquina en donde hace manicure, se abren y la expresión en el rostro es de asombro. Le sorprende enterarse de que su jefa es una mujer trans. Llegó hace poco al local. Dice que incluso le preguntó a Sandra Oscarina si tenía hijos, pero prefiere no hablar más, para seguir escuchando el relato.

Sandra, quien es la dueña de la peluquería, nació en 1950, en un Quito muy conservador, con 300 000 habitantes; hoy la ciudad bordea los 2,7 millones. Es la última de varios hermanos y hermanas. Prefiere no precisar cuántos ni pronunciar los nombres de ningún familiar.

 

Reflejo de Sandra Oscarina. Se muestra pensativa cuando recuerda su juventud. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

La mayoría se instaló en Estados Unidos hace más de cuatro décadas, pero está en contacto con ellos, más que nada con la hermana mayor, la única que entendió que José (nombre protegido) –es decir, Sandra Oscarina– no eligió su identidad de género.

“¿En su casa se percataron de que no era un hombre?”. 

“Dios mío lindo. Mi papá me decía que debía jugar fútbol, que las muñecas eran para las mujeres, que agarre un carrito. Era bravo y me pegaba con el cable de la plancha. Mi mamá, ya sabes cómo son, lloraba y veía por mí”. 

Cuando habla de ese pasado, va de un extremo a otro: llora, ríe a carcajadas, se pone seria y hasta enojada. “No hay padres que quieran tener un hijo como yo. Eso no depende de nadie. Me formé así, con mi orientación sexual, en el vientre de mi madre”.

Sandra de vez en cuando acaricia a su perrito Peluche (también nombre protegido), que llegó a la peluquería hace un par de años. Tenía dueño, pero pasaba en la calle. Ella le habla con esa voz acaramelada que a veces se usa con los niños pequeñitos. Baila y juega con él, es su compañero.

Peluche, el perro que Sandra adoptó, está siempre a su lado. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

Ya no guarda en la memoria cómo eligió los nombres con los que la conocen sus amigas de las décadas más duras, hasta 1997, cuando la homosexualidad dejó de estar penalizada en el país.  

Se acomoda en el sillón y dice que siempre fue “delicadita”. “No como el resto de compañeros varones, que eran toscos hasta para recibir las colaciones”.

A los ocho años sacaba las mejores notas en la escuela religiosa donde estudiaba, en Quito. Un día el director la llamó y le dijo que iba a perder el año.   

“En su oficina, el cura director me violó”, relata, y se queda unos segundos en silencio. “Dios mío. Como me veían afeminado, abusaron, primero él y luego el profesor. En mi casa nadie me creyó, yo llegué llorando. No podía ni caminar. Mis hermanos vieron las heridas en mi recto. Pero debí seguir en esa escuela”.

Sandra viene de una generación de personas LGBTIQ+ criminalizadas. Sus relaciones eran consideradas un delito; sus identidades, negadas por sus familias, juzgadas por la religión.

La secundaria la cursó en un plantel público. En los últimos años de colegio empezó a comprarse ropa “femenina”. La usaba algunos viernes en la noche. Salía de su casa vestida de hombre, pero en el jardín se cambiaba. Usaba peluca rubia, blusas cortitas, chaqueta, pantalón de bastas anchas y tacones altísimos. Ella y sus compañeras tomaban jarras de canela en el Casa Blanca, en la 24 de Mayo.

En esa avenida empezó su trabajo sexual como una forma de experimentar con su identidad escondida en lo cotidiano. Y así la pescó una noche su hermano taxista. La reconoció, pese al maquillaje, las pestañas postizas y la peluca rubia.

“Me dijo ‘súbete al auto’, y en esa época se les hacía caso a los hermanos mayores. Me dieron una paliza, me bañaron en el tanque con agua fría, me ortigaron”.

Mientras habla, una posible clienta de cabello negro, largo hasta media espalda, ingresa a la peluquería, en cuyo rótulo se especifica que es “unisex”. Se pone de pie para atenderla.

Distintos objetos se disponen a lo largo del local de Sandra, manualidades hechas por ella misma, así como artefactos en los que ha invertido para atender a sus clientes. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

“¿Cuánto me cuesta la tintura?”, pregunta la joven. Oscarina le averigua: “¿Su cabello es virgen o pintado?”. Le responde que es negro natural. Entonces le recomienda las mechas por USD 40, que están de moda y que le evitarían ser esclava de tintes. 

Cuando la chica se va, Sandra Oscarina se coloca un mandil para trabajar. Como desahogándose, dice que a diario llegan personas que desfilan por las peluquerías de la cuadra, buscando la cotización más económica, y luego unas cuantas regresan arrepentidas para que les arregle el “daño” de un mal servicio. Abre de 09:00 a 19:30. Por los cortes cobra USD 3. 

Vuelve al sillón, que pareciera tener algún efecto sobre su memoria. En la calle, recuerda, las discriminaban los “nuevoleros”, con pantalones acampanados y pelo largo. “No querían que pasáramos por su cuadra. Una vez nos pegaron con las hebillas de sus cinturones”.

Así fueron uniéndose a las Coccinelle, un colectivo histórico de mujeres trans que puso el cuerpo para lograr la despenalización de la homosexualidad en Ecuador. “Nos cansamos de que los policías nos agarren del cabello, nos suban al patrullero rumbo al retén sur. Nos ponían corriente en pisos mojados. En calabozos, hombres abusaban de nosotras”.

“En las marchas, yo usaba unos tacazos. Siempre he sido entradora –rememora–, así que me daban una caja de preservativos para que los reparta a los transeúntes. Hasta a una mujer policía le di uno. Le dije: ‘tenga un caramelito’”.

Cuando está sin clientes, Sandra suele buscar en su celular las nuevas tendencias de cortes de cabello, mira videos y fotografías. Insiste en que en su oficio es necesario estar actualizada. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

Pese a todos los prejuicios, en diciembre de 1973 se graduó en una academia de belleza. En el título se lee que José (en su cédula mantiene ese nombre) sacó diez, sobresaliente, y que puede ejercer como maestra en la rama artesanal de belleza, cortes, peinados, tratamientos, maquillaje, tintes y permanentes.

Su mamá le ayudó a levantar una peluquería, en donde trabajaban siete chicas. Sandra viajaba a Colombia para traer novedades, como secadoras y bigudíes para las permanentes.

Sandra siempre tiene a mano los elementos que le permiten decorar los objetos de su salón, todo lo hace ella misma, disfruta de hacerlos a la vez que ahorra. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

En esa época, en sus veinte y pico, Sandra se casó con su gran amor, un oficial de la Fuerza Aérea. Hubo una ceremonia simbólica, oficiada por un sacerdote homosexual.

“La boda –presume emocionada– fue “caché”. Usé un vestido blanco con encajes tipo pavo real, pedrería. Compramos pastel de varios pisos en la pastelería El Túnel, contratamos a la orquesta Israel del Panecillo. Mis amigas de la Costa cocinaron ollones de aguado de gallina y arroz relleno, había chicha de jora y licor”. 

La celebración se hizo en el patio de una casa de la familia, en el sur, pero la Policía llegó cuando ya una amiga se había ganado la liga y apenas había empezado la fiesta. Los novios se escondieron en un armario de un arrendatario y al siguiente día vieron que fueron un titular del Últimas Noticias

Cuatro años duró el matrimonio. Sandra Oscarina terminó todo cuando la expareja de su marido llegó a su peluquería y le contó que nunca se responsabilizó de una hija. 

El confinamiento, causado por la covid-19, hizo que siguiera el consejo de su hermana: dejar el licor. “Ahora no me hace falta. Cuando amigas como La Muñeca me visitan, tomo colita”.

“Sandrita es buena persona, educada, generosa y cariñosa con los perritos”, resalta Estrellita Estévez, activista transgénero que en 2009 hizo historia en Ecuador al lograr que el Registro Civil colocara en su documento de identidad su nombre y su sexo femeninos.

Estrellita, de 49 años, es amiga de Sandra desde hace al menos dos décadas. Se conocieron en el Gran Pasaje, en la Plaza del Teatro, centro de Quito, punto de encuentro de mujeres trans que se dedicaban a distintos oficios (peluquería, trabajo sexual) y que buscaban tejer lazos entre ellas. 

Estrellita recuerda a la mamá de Sandra como una señora muy gentil y dulce en el trato. “Cada vez que las visitaba, me brindaba un chocolatito de Ambato y pan con queso”.

A ella le parece que Sandra y su madre se hicieron compañía por años y, en una etapa, su amiga se volvió la cuidadora de la señora, ya que la mayoría de sus hermanos se mudó al extranjero. Las apoyaban económicamente, cree, pero recalca que era enorme la responsabilidad de permanecer con la adulta mayor en el día a día.

“Imagínate, Sandrita sobrevivió a una etapa durísima. Aparte, me parece que su familia la trataba en masculino. No sé cómo sea ahora. Ella es muy linda y me invita a comer, me pide que la visite y que me quede en su casa, pues vivo en Yaruquí. Pero por la pandemia no he podido verla”.

“El término sobreviviente calza bien a mujeres trans como Sandra, que han resistido a la violencia sistemática, no solo sociocomunitaria, sino también familiar”, apunta Édgar Zúñiga, de la Red Ecuatoriana de Psicología por la diversidad LGBTIQ+. 

Según Zúñiga, las mujeres trans soportaron una violencia estructural en un momento histórico cultural concreto. Se construyeron en la infancia y la adolescencia, en una época en la que la diversidad sexual estaba penalizada y patologizada. “Interiorizaron todo, incluso la transfobia. Su actitud fue revolucionaria porque se enfrentaron a la intolerancia y desarrollaron resiliencia”.

En la peluquería de Sandra, el fondo musical es impuesto por el parlante del negocio de enfrente. En la conversación se mezclan el Do you think I am sexy, de Rod Stewart, con el conocido: “Si en tu cilindro ya no queda más, tranquilo, ya llegó el gas”.

Sandra parece haber dominado hasta los recuerdos más dolorosos, los de la “clínica de rehabilitación” y la muerte de su madre.  

En su reino se siente su mano, por ejemplo, en los tres espejos que van casi de pared a piso. Con papel higiénico, goma y pintura elaboró marcos que le dieron el toque de madera tallada y envejecida. También se encargó de colocar luces, como las que decoran los árboles de Navidad, y tres reflectores en cada uno de los espejos.

Sandra se mueve en torno a sus clientes cuando realiza peinados o cortes, sus pasos son ligeros y se refleja en los múltiples espejos que la rodean. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

“¿Qué pasó cuando despertaste en la clínica?”. 

“Yo siempre les reclamo [a sus hermanos]. Me dicen que me olvide del pasado. Les reprocho por el daño que me hicieron. Uy, no, siento hasta ganas de llorar”. 

Suspira. Está segura de que ese centro era peor que una cárcel. “Solo les roban la plata a nuestros familiares”. En el desayuno les servían agua de manzanilla y un pan, que era tan duro como intentar morder un ladrillo. En el almuerzo les daban una sopa con tres fideos, más el pico y las plumas del pollo sumergidos en el plato.

No solo estaba encerrada; sabía que los suyos la llevaron sedada a ese horrible lugar. No la aceptaban. Cuando abrió los ojos allá, tenía rapada la cabeza y lo peor fue descubrir que “me habían quitado una teta”.

“¿Lloraste?”. 

“¿Para qué? ¿Hubiera servido de algo eso?”, dice enojada. Prefiere no dar más detalles de esa parte de la historia. Brevemente comenta que vio la marca de una jeringa. 

Tiempo después fue donde un cirujano plástico quien le explicó que le habían reventado uno de los implantes. Le hizo una reconstrucción y le pidió volver con una radiografía, meses después, para buscar la funda de silicón destruida. Pero ella nunca se practicó el examen.

“¡Qué horror! Pobrecita. Quien le hizo ese daño es un delincuente”, concluye Iván Ramírez, cirujano plástico, sensibilizado en temas trans. Hace mastectomías por cambio de género a personas transmasculinas.  

Comenta que antes había implantes que contenían una sustancia líquida y que ahora son de gel espeso, que no se derrama. Así se explicaría que le hayan reventado uno, quizá con un bisturí.  

“Lo que le hicieron es irresponsable, implica riesgos. Las mujeres trans sufren, muchas quieren tener busto. Algunas mujeres se sienten mal con un busto chico o si no tienen la asimetría perfecta. Imagínese lo que le hicieron a ella”.

Cualquier terapia de conversión de sexualidad es un acto de tortura, advierte el abogado y catedrático Christian Paula, quien dirige Pakta, organización que patrocina causas de la población LGBTIQ+.

Señala que en el artículo 151, numeral 3 del Código Orgánico Integral Penal (COIP), consta esta figura, cuya pena privativa de libertad es de siete a diez años, pero pueden sumarse agravantes.

“Esas prácticas de violencia contra las personas trans son intentos de limpieza social. Y existieron a causa de la criminalización de la homosexualidad”.

Detalle de una de las decoraciones hechas por Sandra Oscarina. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

«Cuando ella descubrió su identidad –reflexiona Paula–, culturalmente se asumía que la homosexualidad era una enfermedad, hasta un pecado. Y esas personas incluso asumieron que lo que les pasaba era solo una consecuencia. Sus familiares creían correcto vulnerarles la integridad física, pagar por violaciones”. 

Todo lo que les hacen configura además un delito de odio. Explica que en derecho esto permitiría que varios delitos se conjuguen, pero no conoce de una sentencia ejemplificadora al respecto en el país. 

El problema, según Pakta, es que en Ecuador no hay aún una política sostenida en contra de estas clínicas. Solo las clausuran, bajo denuncias, limitándose a un acto administrativo. 

En la clínica, Sandra Oscarina, quien entonces bordeaba los 60 años, se sentía una delincuente. “Nos daban sermones, nos insultaban, nos decían que de ahí saldríamos rehabilitados”. Un día necesitó atención odontológica porque sentía dolor de muela, su cara estaba hinchada y nadie la auxilió.

Sandra no dependía económicamente de sus hermanos; fue trabajadora sexual en Países Bajos, España y Alemania. Eso le permitió ahorrar, pero apenas pudo comprar una casa en uno de los valles de Quito, ya que el resto de su dinero se perdió en la crisis bancaria de 1999. El arriendo de esa propiedad le ayuda a pagar su vivienda y local en el sur de la ciudad.

Vivió siete años en Europa hasta ser deportada. Iba a quedarse en Curazao, cuando supo que su padre falleció. Entonces decidió volver al país para el entierro. Se quedó porque su madre estaba sola y enferma.

Sandra Oscarina tiene presente que su mamá siempre la defendió. Y a su manera, la aceptó. Recién graduada, dejó el hogar y la señora la recibía a escondidas, cuando nadie estaba. Le brindaba café.   

La familia decidió enviarla a la supuesta “clínica”, hace once años, cuando ya era casi una adulta mayor; se las había arreglado sola por años.

“¿Creían que ibas a cambiar?”. 

“Esa gente está loca, no cambias para nada. Mis hermanos me decían que me veían muy bien”.  

En 2012, la Organización Panamericana de la Salud concluyó que las “terapias de conversión” carecen de justificación médica y son una grave amenaza a la salud y los derechos humanos. 

En 2016, la Asociación Mundial de Psiquiatría determinó que no existen pruebas científicas sólidas que indiquen que la orientación sexual innata se pueda cambiar.

Eso recoge el informe de Víctor Madrigal-Borloz, experto independiente de las Naciones Unidas sobre orientación sexual e identidad de género. Analizó el período comprendido entre mayo de 2019 y abril de 2020. En sus conclusiones ante el Consejo de Derechos Humanos, llamó a los estados a “colaborar para instaurar la prohibición mundial de las terapias de conversión”.

¿Cómo? “Estableciendo claramente, por las vías jurídicas o administrativas que correspondan, una definición de las prácticas prohibidas, y velando por que no se utilicen fondos públicos, ya sea de manera directa o indirecta, para financiarlas; velando porque las denuncias se investiguen sin demora y, si procede, se enjuicie y sancione a los responsables, según los parámetros internacionales de derechos humanos relativos a la prohibición de tortura”.

En palabras del experto, esas prácticas son “discriminatorias, crueles, inhumanas y degradantes y, según el grado de dolor físico o mental infligido a la víctima, pueden equivaler a formas de tortura”.  

Madrigal-Borloz señala que los estados deben examinar los casos a la luz del marco internacional, regional y local relativo a la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes. En sus conclusiones solicitó poner en marcha y evaluar campañas de educación e información para combatir el estigma y los prejuicios en contra de personas lesbianas, gais, bisexuales, transgénero o de género diverso, y promover su inclusión social.

La Periódica consultó, el jueves 21 de octubre de este 2021, a la Secretaría de Derechos Humanos, que tiene una Subsecretaría de las Diversidades, acerca de qué seguimiento han hecho a ese informe. No hubo respuesta. 

Carina Vance, exministra de Salud entre 2012 y 2015, desarrolló acciones enfocadas en cerrar las mal llamadas clínicas de deshomosexualización, que funcionaban camufladas en centros de rehabilitación de adicciones a las drogas.

En mayo de 2012 expidió un acuerdo en el que se prohibía expresamente ofrecer, practicar o recomendar tratamientos o terapias que afectaran derechos humanos, en especial, el libre desarrollo de la personalidad, la identidad de género, la orientación sexual.

Desde el año 2000, como parte de la Fundación Causana, pedía que se cierren esos espacios de tortura. Explica que cuando estuvo en el MSP, hicieron 290 operativos con el apoyo de la Fiscalía y la Policía hasta mediados de 2015. Calcula que clausuraron unas cien clínicas, la mayoría clandestinas: ninguna ofrecía abiertamente terapias de conversión. 

Iniciaron los procesos legales, pero recuerda que no terminaron con una sentencia. Incluso dice que se cerraba uno de esos centros y, al poco tiempo, el mismo dueño abría otro. Detectaron que hasta funcionarios del MSP los regentaban. “Era una mafia poderosa, que incidía en procesos judiciales”.

Sandra Oscarina de espaldas. A ella nunca le gustaron las fotografías. Su local está lleno de luces de diversos colores y espejos. Octubre, 2021. Fotografía: Karen Toro

Al contar su historia, Oscarina concluye que la salvó su madre. Llevaba tres meses en la supuesta clínica y un día la dependiente la llamó. Ella pensó que la castigarían porque alguien se había robado medicina ese día. Le dio la noticia de que su mamá estaba muy enferma, le entregó dinero para aproximarse al aeropuerto de Cuenca y para que regresara a Quito.

Llegó a una clínica privada para acompañar a su mamá en sus últimos días. La señora preguntaba por ella y por eso sus hermanos decidieron sacarla de ese centro. 

“Mi mami tenía ojos claros, era bien linda. Ya casi no podía hablar. Yo le decía que pronto la llevaría a la casa. Pasaba junto a ella en un sillón, envuelta en un poncho; mis hermanos llegaron de Estados Unidos y reconoció a todos”.

El día que murió, el más machista de sus hermanos, el que la pescó transformada en la 24 de Mayo, le dio cien dólares para que se comprara ropa de hombre y acudiera así al velorio. Otro de sus hermanos le había traído unos zapatos, de una talla más pequeña, que le maltrataron los pies.

“Yo parecía un payaso, disfrazada, me desmayaba a cada rato. Es que conmigo vivía mi mami. Le bañaba con ayuda de la empleada, pero un enfermo se hace más pesado. Ella, que era tan gordita, se quedó hecho palito por la diabetes. Le aseaba, le vestía. Le decía ‘ya está guapa para irnos a vacilar’”. 

Su gran amiga, varios años mayor, La Muñeca, la acompañó en el duelo. “Sandrita dormía con su madre, así que fue un golpe perderla. Se ponía a llorar, todo le recordaba a su madre”, comenta. Luego Sandra le pidió a su amiga acompañarla a buscar un departamento y un local lejos, para instalar la peluquería.

Las dos adultas mayores se sirvieron seco de pollo y café, y se trasladaron a otro sector del sur de Quito. Encontraron espacios, hicieron cálculos económicos, preguntaron si el pago incluía servicios. A los arrendatarios Sandra les presentó su cédula, con datos masculinos, y les dijo que el que solventaba todo era su hermano José (ella mismo). En los primeros meses no se dieron cuenta de su identidad.

Según Siobhan Guerrero, activista trans mexicana, eso sucede “porque cuando la gente se imagina a la población trans, no piensa en infancia ni en tercera edad. No la asocian con pasado y futuro, pues está normalizada la violencia que tiene que ver con crímenes de odio, discriminación en el hogar, en la escuela y en el trabajo. Por transfobia hay altas tasas de suicidio y crímenes; para elles es imposible sobrevivir, lo normal es la muerte”.

“El costo de nuestra transición –sostiene– es la vida y es lo que hay que desmontar con historias que muestren que lo natural es una vida trans digna”.  

Vista panorámica del sur de Quito. Noviembre, 2021. Fotografía: Karen Toro

En la peluquería, quienes trabajan con Sandra Oscarina saben que es una mujer generosa. Los lleva a almorzar a todos y, si pasa una vendedora de morocho y se les antoja, les brinda. Además, comparte su conocimiento de estilista. 

Un hombre, con vestuario modesto, mocasines que algún día fueron negros y que ahora lucen grises, ingresa por un corte de cabello. Sandrita conversa con él, le dice que “el cabello es para lucirlo” y que uno de sus amigos pasa siempre con gorra, por lo que parece “maestro mayor” (albañil). Con la mano izquierda sostiene mechones de cabello y con la derecha pasa la tijera, en movimientos rápidos. A sus 71 años es ágil y tiene el pulso firme. 


Notas al pie:

  1. La expresión “deshomosexualización” es de uso frecuente, desde hace al menos veinte años, a la hora de nombrar los esfuerzos para cambiar la orientación sexual, identidad de género o de expresión de género (ECOSIEG) en Ecuador. La acción de “deshomosexualizar” no es un procedimiento o técnica reconocida ni avalada por la comunidad científica psicológica. En el mundo se habla de “terapias de conversión”.

Equipo de trabajo para esta historia:

Jeanneth Cervantes

Coordinación y edición general

Karen Toro

Fotografía, registros en video y curaduría

Reportería e investigación

Mariela Rosero

Samantha Garrido

Producción audiovisual y webmaster

Daria #LaMaracx

Diseño gráfico y gestión de medios sociales

Cristina Mancero

Corrección de estilo


Especial realizado con el apoyo de:

Esta crónica ha sido producida con el financiamiento de la Unión Europea en el marco del proyecto «Adelante con la Diversidad – Región Andina», su contenido es responsabilidad de La Periódica – Revista Digital Feminista, no es un reflejo de los puntos de vista de la Unión Europea.

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Autoras

Mariela Rosero Changuán

Mariela Rosero Changuán. Periodista desde hace 23 años. Me concentro en los temas sociales, con enfoque de derechos. Necesito escribir, más que comer; y abrazar a mi hijo, mucho más que respirar. Mi escuela fue EL COMERCIO.