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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alba Crespo Rubio

Julio Enrique Neira

Julio tuvo su primer novio a los 5 años. Era un niño en blanco y negro, la ilustración de un libro que su mamá le leía, donde se decía que “los niños se enamoran de las niñas y las niñas que se enamoran de los niños (…) y las niñas cuando crecen deben ser madres”. A pesar de no entender qué era ser gay, sí que entendía que lo que sentenciaba el cuento no era del todo cierto; y también a su corta edad se dio cuenta que era algo que no podía contar a nadie.

Con el tiempo, se olvidó de aquella historia, y creció, tal como el describe, dentro de varios closets. No sólo por su orientación sexual, sino también —en su caso— unas ideas que no iban acorde con su entorno. Julio era deportista —con todo lo que conlleva a nivel social—, iba a una escuela religiosa, se esperaba mucho de él. Pero en cambio, no cumplía con las condiciones de un “macho”: “yo era pequeño, buena onda, muy ñoño…”, recuerda. Sobrevivió dentro de esos closets como pudo, entre bromas y comentarios, huyendo de cualquier indicio de “no ser suficientemente masculino”.

La salida fue bastante “cruda”, porque le expuso de golpe a “un montón de realidades de las que no era consciente hasta que le tocó vivirlas”. El decir “soy gay” en su casa causó un malestar generalizado que casi desembocó en el divorcio de su padre y su madre. Él fue su gran apoyo; ella quería llevarle a un psicólogo. “Yo no quería que por no entender lo que me pasaba pelearan entre ellxs, así que me fui”.

Irse implicó dejar los estudios, verse obligado a aceptar cualquier empleo para subsistir. Eso le lleva ahora a reflexionar acerca de la penalización que supone tener una orientación sexual distinta a la normativa, a pesar de que ya no es un crimen: el Estado no está preparado para responder a que todo el mundo para que pueda salir del “clóset”; la Constitución es muy romántica, pero no un paraguas realmente efectivo para garantizar la igualdad de derechos, nos dice.

Estos 20 años de despenalización para Julio debería ser más bien “20 años de denuncia”. Se han conseguido posicionar públicamente los colectivos LGBTI, y se han generado espacios propios de difusión. El problema que ve es que quien ocupan ese espacio siguen siendo los hombres Gays, sí, pero dejando de lado a las lesbianas y trans. “Yo como hombre no sufro la violencia que ellxs sufren, dentro de todo yo tengo un privilegio”, expone. Eso la llevó a transformarse durante el último desfile del Orgullo, para ser leído como mujer trans. Fue duro: “se me acercaban, me tocaban, sentí violencia”.

Julio reivindica el término maricón, para reapropiarse de él. “el gay tiene posibilidades, compra y viaja, tiene un estatus económico mejor”, dice; en cambio, “el maricón es el que se juega a pie, el que va en trole o en ecovía, el que no puede besarse porque la familia no lo entiende”.

Especial completo aquí.

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Autoras

Alba Crespo Rubio

Feminista y Periodista.