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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Daría #LaMaracx

“Este es un colegio de varoncitos, no de princesas…”

Ilustración de Víctor García Mejía.

El Mejía, la flor vigorosa,

de tu sangre en radiante salud

a tu gloria se ofrece dichosa,

bella patria, toda juventud.

Estrofa del Himno del Colegio Mejía.

Conozco ese miserable colegio desde que nací.

A finales de la década de los años noventa, papá trabajaba durante el día e intentaba finalizar sus estudios secundarios en la sección nocturna del “Patrón Mejía” en Quito. Mamá, un par de años mayor a él y con su bachillerato ya completo, decidió inscribirse en la misma jornada para “acompañarse mutuamente” —en realidad, ella armó ese plan para presionar a mi padre y que no falte a clases—.

El ciclo terminaba, mamá dio a luz y un par de semanas después me llevó al colegio. Me presentó ante sus compañeros y profesores.

Durante varios años de mi infancia los días previos a regresar de las vacaciones de la escuela papá propiciaba la sobremesa. La excusa era jugar a las cartas o armar una improvisada mesa de pin pon sobre el comedor. Le encantaba contarnos historias de su adolescencia, de sus amigos en el barrio y del colegio donde estudió. Ser un flamante egresado del Mejía conectaba a papá con su hermano mayor y su tío, ex estudiantes del mismo colegio, toda una tradición familiar masculina.

Cuando cumplí 11 años de edad, con no más de un metro y medio de estatura, cargando lentes de botella y una voz muy aguda —de esas que son insoportables entre los varones—, noté como papá tenía mucho miedo de que yo ingresara a ese colegio. Mamá también expresaba dudas pero como el dinero no alcanzaba para los costosos uniformes del colegio Fernández Madrid, ni la clase nos daba para el Sebastián Benalcázar —ambos colegios municipales con mucho renombre—, rendí los exámenes de admisión únicamente en el Mejía.

En esas interminables historias que papá contaba sobre su amado colegio, él procuraba hacer énfasis en varias cosas: los problemas entre estudiantes se arreglaban a los golpes, “calzándose guantes de box en medio del patio a la hora del recreo” o que siempre había que estar atento para que no te robaran la mochila, que no se “te cargosearan” ni te hicieran bromas pesadas. También me contaba cómo eran las “bullas”, esas gestas casi heroicas de cuando los adolescentes encabronados por el alza de los pasajes —señal de que todo aumentaría de precio— o por los malos gobiernos, salían de las aulas a las calles para lanzar piedras. Sembrando el conato de una insurrección siempre insostenible porque el gas lacrimógeno de los chapas —varios de ellos ex estudiantes del Mejía también— es más fuerte que cualquier pañuelo para cubrirte la cara. Todo un ritual.

Y como si eso no le provocara suficiente miedo a una princesita como yo, papá con tono más quedito también contaba sobre el bautizo que cada año organizaban “los viejotes”, estudiantes de último año para recibir a “los cachorros”, estudiantes de primer año. Una ceremonia iniciática, como en la conscripción militar, donde te obligaban a beber un brebaje que contiene orina humana, cabellos, picante y cuanta cosa te provoque el vómito. Posteriormente te desnudaban, obligándote a calzar un pañal para luego correr por el césped del estadio de fútbol, intentando no caer encima de los obstáculos que se habían colocado. Al final, con manguera en mano te limpiaban. Pero no siempre la jornada terminaba ahí.

A papá le costaba nombrarlo, pero mamá lo empujaba para que hable. Él contaba que a veces, los más grandes obligaban a los más pequeños a quitarse el pañal, ponerse en cuatro puntos, mostrar el culo y abrirse las nalgas. Mientras uno de los viejos, tomaba tierra y pasto y las introducía en el ano de los niños. Una patada y aguantarse las ganas de llorar mientras tus compañeros de clase esperaban el suplicio en fila. A todo esto le decían: “vista de ojo”.

La primera vez que escuché esta historia ví como las pupilas de papá se dilataban y su mirada se ponía cristalina. Ni una gota se fugaba de esa cara. Mantenía la mirada en el horizonte. Rápidamente cambiaba de tema y la noche de historias terminaba.

Papá tenía miedo de que yo entrara a estudiar al Colegio Mejía.

**

Cursaba el cuarto curso, era viernes y faltaban 2 minutos para la clase de Anatomía. Mi materia favorita. Al profesor lo apodaban el “Loco Pasos” y ese día me quedó claro el por qué. La consigna era precisa, debíamos tener el cuaderno universitario abierto de par en par, listo para que él pasara calificándolo. Cada página debía tener sus buenos párrafos escritos a mano y uno o dos gráficos. Sangre, tejidos y huesos dibujados a todo color.

De la nada, entró al salón un compañero. Vociferaba todo nervioso, era difícil de entender. El Loco estaba por llegar y quería vernos las manos. ¿Vernos las manos? Si, vernos las manos, no los cuadernos. Uno de los estudiantes que habían repetido el año, nos dijo que ya no había tiempo para lavárselas, que recemos para que el Loco venga fresco.

Cuando el profesor entró, el aire estaba frío. Todos de pie para saludarlo.

— ¡Señores, manos arriba del pupitre!, dijo mientras caminaba sobre ese viejo piso de madera. Se puso delante del primer incauto. Le tomó la mano izquierda, la miró fijamente y pidió un par de tijeras.

Yo estaba a punto de orinarme en los pantalones. ¿Para qué pedía las tijeras?

Cuando se las ofrecieron, él las arrancó de la mano de mi compañero y sin parpadear: ¡Zas! Chao uña. Repitió el movimiento mientras todos en el salón veíamos su carita de adolescente, incrédulo de lo que le estaba pasando. “El Loco Pasos” era un hombre viejo, muy alto, que no veía bien y que tampoco usaba anteojos. Era un peligro andante con esas tijeras. Terminó con él y refunfuñó: 

— Este es un colegio de varoncitos, no de princesas de uñas largas. ¡A limpiarse, maricones!

Las dos horas de clase consistieron en cerrar los cuadernos, pedir prestadas un par de tijeras o comerse las uñas para evitar la humillación.

**

Dulce Patria, tu sol nos invita,

a entonar esta noble canción,

cómo quien ante un ara bendita,

hace ofrenda de su corazón.

Estrofa del Himno del Colegio Mejía.

El patrón del colegio es José Mejía Lequerica, un destacado biólogo, periodista y hasta diputado de las cortes en Cádiz durante la Guerra de la Independencia española. Con solo 21 años de edad se casó con Manuela Espejo, también periodista y feminista ilustrada que junto a su hermano Eugenio sentaron las bases del proceso independentista quiteño. Una década después del matrimonio, el criollo José abandonaría América para nunca más volver. Murió víctima de la fiebre amarilla en 1813. De las pocas veces que se hablaba de este personaje en el colegio, yo siempre sentía interés por un retrato que permanecía colgado. Joven, delgado, un poquito afeminado, casado con una mujer 22 años mayor a él, sin descendencia y siempre rodeado de destacados varones. Quien sabe si la pluma no solo la llevaba en la mano.

Dicho sea de paso, el colegio fue fundado por el presidente Eloy Alfaro, un machito muy liberal para los suyos y muy conservador para los nuestros. Así en 1897 nacía una institución educativa laica y mixta, abandonando la idea de escuela confesional controlada por órdenes religiosas. Esta novedosa propuesta educativa dio como resultado la graduación como bachiller de la primera mujer ecuatoriana en 1903: Rosa Cabeza de Vaca. Sin embargo, el colegio se transformó en una institución exclusivamente masculina hasta el año 2012. Estudiantes, profesores, autoridades, padres y madres y hasta egresados del colegio rechazaron a viva voz la orden ministerial de abrir las puertas del patrón a niñas y mujeres adolescentes, desconociendo el ímpetu liberal del viejo luchador.

En fin, por las aulas del Mejía han pasado escritores, políticos, deportistas, educadores, científicos y periodistas de todo el país. Del colegio Mejía salen chapas, algunos con y otros sin uniforme: Paco Moncayo y Lenín Moreno.

Con los años te adaptas a vivir en esa jungla llena de varones-bien-varones. Sin embargo, no voy a mentir, yo no sobreviví al Colegio Mejía, en ese lugar se quedaron muertas varias partes de mi.

Y si una noche el edificio se enciende en llamas, fui yo. Si se corta el suministro de agua para siempre, fui yo. Si una mañana el profesor de anatomía despierta sin uñas, fui yo. Porque frente a aquellos que para todos y cada uno de los problemas del país piden más libros y más educación: algunas solo exigimos v-e-n-g-a-n-z-a.

**

Johana Balladares una joven estudiante de 16 años de edad se suicidó el pasado 12 de abril de 2023, después de recibir una golpiza por parte de un compañero del colegio donde estudiaba. Johana dirigía la escuadra de tambores de la Banda de Guerra del Colegio Mejía y tras la agresión, recibió una evaluación médica que señalaba una grave afectación a su capacidad de caminar. Johana pidió denunciar al estudiante que la agredió porque este amenazó al hermano menor de la adolescente.

Al día siguiente de la muerte de Johana su familia acompañó su féretro en la capilla ardiente que se organizó en el colegio. Sus propios compañeros la despidieron con una calle de honor al son de una marcha militar.

Durante el año 2019, en Ecuador se registró entre 2 y 3 suicidios en adolescentes cada día. El suicidio es la principal causa de muerte en personas de entre 12 y 17 años de edad en el país. Ante ello, cabe preguntarse ¿qué pasó con la llegada de la pandemia por Covid19, el confinamiento obligatorio y la transformación del entorno educativo de lo presencial a lo virtual, considerando que a marzo de 2022 no se contaba con cifras para dimensionar esta situación?

El personal psicológico de los Departamentos de Consejería Estudiantil (DECE) de los colegios:¿cómo atienden los casos de abuso de autoridad por parte de docentes a estudiantes? ¿En qué condiciones desarrollan su trabajo? Y para quienes ejercen la docencia: ¿Qué responsabilidad asumen cuando detectan casos de violencia entre estudiantes? Y para las autoridades del Ministerio de Educación: ¿Cómo actúan cuando padres, madres y tutores levantan la voz frente a casos de acoso y acoso sexual dentro de las aulas?

Pues ningún programa de prevención —como el ridículamente titulado “Mi Escuela Segura”— concentra sus esfuerzos en entender los factores estructurales de la violencia en el sistema educativo. Por ejemplo, desconoce que la escuela, el colegio y cualquier institución educativa funcionan como una prisión. Donde hay carceleros, patios, pabellones, aislamiento, tortura y encierro. O acaso creyeron que la violencia del Estado que organiza cada aspecto de la vida moderna, no tiene metida sus garras en cada salón de clases. Basta con echar una mirada al Plan Nacional de Prevención de Riesgos Psicosociales en el Sistema Educativo presentado un día antes del suicidio de Johana, donde se asigna un rol protagónico al Ministerio del Interior y la Policía Nacional del Ecuador. Definitivamente el pasado se perpetúa y así como las calles se llenan de militares, las aulas serán el establo de los esbirros policiales.

La gente no se suicida, a la gente la suicidan. Y a personas como Johana, que no son unas princesitas, el Colegío Mejía, sus autoridades y estudiantes, le quitaron la vida.

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Autoras

Daría #LaMaracx

Escribe para no olvidar. Le obsesiona la sexualidad y los hombres. Grindera 24/7 porque el deseo no se reprime.