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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alicia Ortega Caicedo

Carne rota

Me defino como una posnerd a quien, entre otras cosas, le gusta bailar la música de los ochenta. Esa es mi década. También me he dado cuenta, con la perspectiva del paso del tiempo, que me perdí buena parte de los éxitos musicales y cinematográficos de esos años. Y me los perdí porque pensaba (con estrechez de visión y cuadratura mental) que todo eso me desviaba de las preocupaciones de la militancia política. Escuchaba, sobre todo, música folclórica y de la Nueva Trova cubana. Incursioné, muy felizmente, en el mundo de la literatura y decidí estudiar en Moscú. Llegué a la capital rusa en 1987, en donde viví durante seis años. Estudié filología rusa (lengua y literatura) en la Universidad Lomonosov. Esto lo cuento porque lo que quiero decir es que durante esos años hice muchas cosas y descuidé otras. Existe todo un repertorio sonoro y visual de los ochenta que he ido descubriendo mucho tiempo después. Así las cosas, por ejemplo, vi hace pocas semanas la película Dirty dancing (1987) por primera vez, y la amé. Tengo predilección por los musicales. Y esta, de manera especial, me atrapó con fuerza: la música, el baile, la moda, las actuaciones de Jennifer Grey (Frances “Baby”) y Patrick Swayze (Johnny Castle), la historia amorosa que surge entre ambos personajes cuando sus cuerpos se juntan al ritmo de Dirty Dancing: ese baile atrevido, erótico, en el que los cuerpos se frotan, se entrelazan en conversación cercana y bajo el hechizo de un contacto visual sostenido en el deseo.

Leí que el éxito taquillero fue totalmente inesperado. La historia transcurre durante un verano de 1963. Antes del asesinato del Presidente Kennedy. Antes de la llegada de los Beatles. La película inicia con la llegada de Baby y su familia a un complejo turístico de montaña. Allí, la protagonista conoce a Johnny, uno de los instructores de baile del resort. En ese complejo de verano, Baby descubre un lugar en el que se realizan fiestas secretas, en donde el personal (clase obrera, negros, latinos) se divierte con radiante frenesí mientras baila Dirty Dancing. Baby se siente atraída por Johnny, ante la cercanía de su cuerpo en la ejecución de un baile de proximidad electrizante. Una noche, Baby descubre que la compañera de baile de Johnny, Penny, está embarazada de un camarero mujeriego y machista que no se hace cargo de la situación. Ante el drama que se despliega, Baby se conmueve y pide dinero a su padre para pagar el aborto de Penny. Este episodio de aborto clandestino es sin duda el motivo que engrana y define buena parte de la trama anecdótica, así como una suma de importantes decisiones por parte de los personajes. Me detengo en este episodio por varias razones. Por un lado, las descripciones del aborto clandestino son crudas y explícitas. Durante la intervención, Penny casi pierde la vida. Al momento de dar explicaciones, la voz de uno de los personajes dice, a propósito del “carnicero”: “vino con un cuchillo sucio y una mesa plegable”. No hay en la película la menor condena moral a la chica que practica el aborto, ni a quienes la acompañan en la decisión y el proceso de recuperación. Quienes quedan señalados son el hombre que generó el embarazó y el “carnicero” que realizó la operación en condiciones no profesionales. Por otro lado, vale recordar que el guion fue muchas veces rechazado antes de ser aceptado y financiado, con bajo presupuesto, por la compañía Vestron (una distribuidora de videos en los Estados Unidos).

De los detalles de este rechazo me enteré en el episodio que abre la serie documental de Netflix Las películas que nos marcaron (2019). Linda Gottlieb, productora de la película, y Eleonor Bergstein, su guionista, relatan en el documental que el guion fue rechazado por varias razones: los ejecutivos de las productoras lo encontraban “too girly”: una historia de mujeres contada por mujeres era percibida como “una rareza”. El punto que más me llamó la atención fue comprender que una película con un episodio central de aborto hacía que los estudios se horrorizaran. Los estudios, dice Linda, estaban a cargo de varones. Ellos querían pelis “grandes y duras”. En este documental, Eleonor rememora cómo tuvo que pelear para que el motivo del aborto no fuera eliminado. Lo que me interesa destacar es que su defensa para mantener el guion tal y como lo había concebido fue la claridad de la escritora para señalar que se trataba de preservar y destacar justamente el derecho de una mujer para decidir la interrupción de su embarazo en un ambiente protegido. Eleonor Bergstein hizo hincapié en que la escena del aborto fuera lo más realista posible: “la gente me decía, ‘pero si ya tenemos Roe vs. Wade’. Pero yo sentía, por un lado, que ese fallo no iba a ser eterno y, por el otro, que en 1987 la gente no recordaba lo que era hacerse un aborto de manera ilegal”. Han pasado más de cuatro décadas, y qué podemos decir nosotras al respecto hoy en día en nuestro país (medio siglo más tarde del caso Roe vs Wade, cuando la Corte Suprema de los Estados Unidos despenalizó el aborto inducido en ese país). ¿Qué ha sucedido con la legalidad del aborto seguro en Ecuador? Por supuesto que me quedo con la película, con las míticas escenas de baile, con el contagioso ritmo de Dirty Dancing. Pero sobre todo vuelve por millonésima vez la pregunta: ¿hasta cuándo vamos a seguir cargando las mujeres con la penalización del aborto en Ecuador, hasta cuándo? En la película, los cuerpos bailan, se frotan, sudan, se miran, se excitan, vibran, se electrocutan, se trenzan, se tocan, se rozan, ríen y celebran la vida. Pero no lo hacen en cualquier lugar, sino en sitios clandestinos, porque al aire libre y en salones de baile los cuerpos de la gente blanca  y rica bailan “fox trot familiar”. Son cuerpos de obreros, trabajadores, negros y latinos los que se entregan al oleaje vital del Dirty Dancing. El cuerpo, siempre el cuerpo. Los cuerpos, en plural. Los cuerpos con sus marcas visibles. El cuerpo, sí, nuestros cuerpos. Los cuerpos de las mujeres. La cuerpas. Nuestras cuerpas. Las cuerpas de quienes tenemos derecho a decidir sobre nuestra carne en relación al aborto, la maternidad, el embarazo. Y entonces, pensando en todo esto, también recordé Azulinaciones, la novela de Natasha Salguero (ganadora, en 1989, del Premio Aurelio Espinosa Pólit).

Composición: Karen Toro

Tengo conciencia que vuelvo a ella una y otra vez en diferentes momentos y circunstancias. De hecho, hizo parte del corpus que leímos en el curso de “Novela Ecuatoriana”, que dicté en la Universidad Andina entre enero y marzo del año en curso. Debo decir que todo el grupo de estudiantes amó esa novela. La mayoría llegó a ella por primera vez y vivimos juntas una experiencia profundamente conmovedora en el acercamiento a la obra de Natasha. Para ella, mi gratitud porque nos ha legado Azulinaciones. Y acá va lo que quiero decir. La trama transcurre en Quito en la década de los setenta y sus protagonistas hacen parte de una cofradía de amigos: jóvenes irreverentes, militantes, artistas que callejean y viven la intensidad del deseo erótico y las exploraciones alucinógenas. Lo que cautiva de entrada es la fuerza lúdica de su lenguaje. Uno que se inventa y reinventa a cada paso, con cada palabra, en cada giro, porque el lenguaje que construye la autora para hacer hablar a sus personajes es el de la calle, el que surge del intempestivo encuentro entre las hablantes cuando se tocan, cuando se comunican en la complicidad generacional, cuando es necesario nombrar el horizonte hacia donde los pasos se desplazan en colectivo, cuando la pulsión vital exige cifrar las minucias cotidianas en un código compartido, creativo, luminoso. Uno que, a la vez, está preñado de la inocencia que supone pensarnos como las portadoras de una palabra antes nunca pronunciada. La palabra que trae a la tierra la Buena Nueva, la esperanza de la transformación posible. Y no hay mayor belleza ni mayor portento que la palabra cargada de esa inocencia. La belleza del candor, del riesgo, de la aventura, de la búsqueda, de la exploración, del vértigo, de los bordes. Esa es la pulsión que argamasa la escritura de Natasha en la novela: “una seria nota del lenguaje”, una “nota de canti de tegen”. Escribir como hablamos. Nada fácil, porque cuando hablamos escribimos en el aire en vibrátil y espontánea improvisación. Y es ese vuelo rápido, desbocado, incontenible, trepidante, impetuoso, precipitado, violento, el que Natasha trabaja en su escritura. Porque es más que solo jerga y vocabulario, es la sintaxis entera de la lengua la que se ve intervenida ante la contundente presencia del lenguaje hablado. Referente fundamental para pensar la escritura contemporánea escrita por mujeres en nuestros lares. Novela fragmentada, quebrada, híbrida: allí hay diálogos, textos escritos en modo registro dramatúrgico, monólogos poéticos, delirios, enumeraciones (la protagonista, Graciela, elabora una lista de “los hombres de mi vida”: mi papá, Julio, el Verne, el César Vallejo…), registros radiales, cartas, diccionarios de la coba practicada, reflexiones metaliterarias, notas a pie de página, segmentos con indicaciones de un registro en audio y en video. Quiero detenerme en la entrada “Mater dolorosa”. Graciela ha quedado embarazada de uno de los cofrades, el Maestro. Pero el maestrito “anda echo humo”:

Y vos que andas chira que no tienes para pagar los mil quinientos tucos que te pide el carnicero y el maestrito que se ha dado el vire ya no aparece ni en foto no hay quien le localice ni Mandrake y cuando al fin consigues la guita y sientes que la embarraste y empiezas a sentir náuseas nada literarias llegas a la antesala el día fatídico y no te consuela para la nada saber que a nueve de cada diez minas les toca este zafarrancho y que ves las caras largas y el desespero de las otras jermus ahí haciendo cola y para distraerte miras esos cuadros horrorosos y esos muebles que tiene el famoso médico […] y entonces entras en la sala precedida por la enfermera elefanta que te mira con ojos de iguana te ordena sáquese la falda el calzonario y prepara el instrumental y que entra el doctorcito que no te contesta el saludo te manda que abras bien las piernas te inyecta la local y a vos que se te escapa un sollozo y el fósil que te lanza un cállese no haga escándalo y te tragas el triquis te sientes basura y otra vez recitas el mantra para no morirte ahí mismo… (179).

El relato de otro cuerpo expuesto, abierto, asustado, amarrado a la anestesia en soledad, horrorizado ante las manos de otro “carnicero” que manipula las entrañas bajo el amenazante peso de la ilegalidad, del no socorro, la no humanidad, la culpa, vaciada de todo ropaje de salvación. En la última entrada, “Acuamantima”, conocemos que Graciela ha retrocedido a la tentación de hundirse en el mar: “Seguía flotando boca arriba, cuando en eso una ola le hizo tratar de no hundirse, de reflotar de nuevo, el corazón golpea violento cinco sirenitas te llevarán por caminos de algas y de coral y fosforescentes caballos marinos ¡Mierda! Va a morir como Alfonsina Storni. Ve la playa lejana. ¡Cursi, estúpida!, y sin pensar, empieza a nadar con vigor y vehemencia, no sabe de dónde surge la fuerza y sigue nadando sin pensar, nada más de dos horas seguidas, hasta que, casi sin resistencia llega al borde, siente la tierra firme, sigue corriendo, se tira bajo una palmera besa la arena caliente y se duerme exhausta” (189). La novela se cierra con esa escena: Graciela nadando hacia la vida, sostenida y empujada por la fuerza del mar y de la tierra, unimismada con el oleaje acuático, terrestre, aéreo, en el instante en que los elementos convergen para elevar y sostener su cuerpo de hembra fortalecida, renacida, en estado de resistencia y recuperación bajo el abrigo de una palmera. Ella vegetal acogiendo la cuerpa humana. Cerramos la novela con esa imagen, poética y vigorosa, que expone la plenitud de un cuerpo en estado de renacimiento, al borde de todos los abismos, en el reencuentro afirmativo consigo misma. Porque del abismo emerge el magma del empoderamiento vital. Y con esa misma imagen quiero cerrar este escrito porque en las aberturas, roturas, huecos, cicatrices, anida la memoria que desestabiliza, desborda, reinventa, impulsa todos los desvíos posibles para mover y revitalizar las estancadas aguas de la historia.


Bibliografía:

Salguero, Natasha. Azulinaciones. Quito: abrapalabra ediciones, 1995.

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Autoras

Alicia Ortega Caicedo

(Guayaquil, Ecuador). Docente titular en la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en el Área de Letras y Estudios Culturales. Magister en Letras por la UASB y Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. La tradición narrativa ecuatoriana, la novela contemporánea escrita por mujeres en América Latina, la ciudad y sus representaciones literarias, la historia de la crítica literaria latinoamericana focalizan sus intereses académicos. Es parte del Comité Editorial de Kipus: revista Andina de Letras y Estudios Culturales (UASB) y de la revista en línea Sycorax. «Estancias. Escritos de una posnerd en confinamiento» (2022) es su último libro.
  • alicia.ortega@uasb.edu.ec