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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Gabriela Toro Aguilar

¿Quién es Vanessa Landínez Ortega?

“…el recuerdo etéreo de tu presencia espiritual carcome lentamente mi corazón. ¿Te recuerdas cuando tenías 6 años y te llevaba de la mano a dejarte en el Jardín…?”

Carta de Alberto Ortega a Vanessa Landínez Ortega
Noviembre de 2013

Una bebé que a sus pocos años tendría el cabello rizado y castaño oscuro nació un jueves 17 de junio de 1976. Vanessa Maritza Landínez Ortega fue la primera nieta de la familia Ortega, fue la niña que su tío Alberto llevaba de la mano al jardín y a la escuela, fue la ahijada y sobrina de Rocío V., fue la única hija de Ana Ortega. Vanessa fue la niña que con menos de dos años vio a su madre enfrentar un duro divorcio con su padre.

A veces hacía sola sus deberes, muy concentrada, esperando a que llegue Ana. A Vanessa la tenían que ir a buscar en los huecos hechos en la calle de su barrio, quizá tenía 4 o 5 años y ahí se escondía con sus amigas y amigos, jugando en los pequeños túneles y cráteres de una pavimentación que demoraba en llegar. Rocío la encontraba llena de tierra, con las uñas sucias y muy feliz. Ana, al regresar de su trabajo en Quero, un pueblo de Tungurahua mayoritariamente indígena y bastante empobrecido, encontraba a la pequeña arrancando una hoja del cuaderno. Para Vanessa algo había salido mal y todo debía empezar de nuevo, no soportaba utilizar el borrador, y con diligencia, sin levantarse del asiento, sin esperar la orden de un adulto, comenzaba otra vez lo que ya había hecho. Quizá por eso cuando se torció uno de sus brazos en un ejercicio no volvió más al curso de gimnasia, tenía 7 u 8 años y pudo haber pensado que no era lo suyo, que sería bueno seguir buscando.

Ana Ortega, madre de Vanessa. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Sentada en un modesto sillón, Ana recuerda la meticulosidad y exigencia que llevaron a Vanessa a tener las mejores notas en la escuela y el colegio, de hecho, formó parte de ese grupo que algunos estudiantes envidian y que otros desprecian tanto. En su delgada cintura, un día de 1994, cargó una bandera que muchas estudiantes del colegio Hispano América de Ambato besaron en aquel acto ritual del juramento a la bandera, incluida su amiga Paulina Villacís, que copiaba los deberes de Vanessa para no tener malas notas en contabilidad. Para esos años, Vanessa ya medía el poco más de metro y medio de estatura y ya tenía la delgadez que conservó después, excepto cuando estuvo embarazada de su hija Camila (nombre protegido).

En las fotos de otras abanderadas del instituto se ve la parte más céntrica de Ambato, la pequeña ciudad capital de la provincia de Tungurahua que parece crecer a los pies del volcán del mismo nombre. Ambato, la ciudad donde es fácil encontrar un pan exquisito, zapatos artesanales a precios accesibles, la ciudad retratada en la plástica de Oswaldo Viteri, de contrastes, cielos rojos, horizontes cordilleranos y casas pequeñas. A esta tierra también la distingue otra cosa, el 70,88% de mujeres que viven en la provincia de la sierra centro han sido víctimas de violencia de género a lo largo de su vida, es la segunda provincia más violenta para las mujeres después de Morona Santiago; así lo dice el Atlas de Género del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos publicado en marzo de este año.

El barrio que vio crecer a Vanessa en Ambato. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Han sido y son, según esas cifras, más de 184.000 mujeres, con nombres y apellidos, de todos los estados civiles, de distintas edades, mestizas e indígenas, empobrecidas y de estratos medios, de Ambato, zonas rurales y semiurbanas, que han sufrido violencia psicológica, física, sexual o patrimonial. Y, se aclara en el Atlas, la mayor incidencia de violencia de género en la provincia viene de cualquier persona; una aclaración que también deja una duda: ¿o de cualquier hombre?

Vanessa vivió en la capital tungurahuense la mayoría de sus 13.638 días sobre la Tierra, hasta el 19 de octubre de 2013.

Un día de inicios de abril de este año, en el centro de Ambato, casi nadie recuerda el nombre de Vanessa, lo que se dijo de ella, cómo murió. Una mujer que ha trabajado por 45 años en un quiosco del parque Cevallos, y que vio el plantón y la puesta de zapatos rojos contra el feminicidio en mayo de 2014 –organizada por la Plataforma Justicia Para Vanessa–, dice, molesta y con la boca casi cerrada, “no opino nada yo”. Otras mujeres, más jóvenes y amables, pero también sin verme a los ojos, con voces bajitas, no se acuerdan qué le hicieron a Vanessa; creen que hay que denunciar los “maltratos” de los hombres, los asesinatos de las mujeres por ser mujeres, “no se puede vivir así”. Un hombre de 63 años, lector de prensa, intenta recordar, dice que ha oído algo, “saben quién es pero no lo encuentran”.

Izq.: Foto carnet de Vanessa cuando era pequeña. Der.: Camila, hija de Vanessa, revolotea en su cuarto. Fotos: Ramiro Aguilar Villamarín.

Hace un poco más de 4 años, el 18 de octubre de 2013, Vanessa salió con una mochila en la espalda para entregar la ropa que en su universidad le habían pedido con anticipación. Caminó varias cuadras, saludó a la gente del barrio, entró a la universidad saludando, Vanessa se acariciaba el cabello rizado, dio besos en la mejilla y abrazos a las secretarias que encontró, también llamó por el nombre a antiguos profesores, a algún conserje, a los conocidos de otras promociones. Vanessa miraba siempre a los ojos, te saludaba, se acercaba y te preguntaba “¿cómo estás?”.

En esos años de cierta estabilidad económica del país, vendía ropa y accesorios por catálogo; su formación como ingeniera en comercio exterior e integración en la Universidad Indoamérica, su carisma, la sonrisa que recuerdan sus amigas, su madre, tío, tías, primos y primas la ayudaron a mantener un ingreso de 700 dólares al mes. Con ese dinero sustentaba sus necesidades y las de Camila, su pequeña hija de un año y unos meses. El padre de la niña terminó la relación muy pronto y Vanessa optó por seguir sola en todo el embarazo y la crianza, la familia Ortega apoyó nuevamente a Vanessa, esta vez ya no sería en sus cuidados sino en su maternidad. Y así fue, salían a pasear, los antojos eran satisfechos, le tomaron fotos con su vientre que crecía semana a semana e iba con Rocío a la bailoterapia. Tiempo después, en los primeros meses de nacida, Camila iba al centro de estimulación temprana, Vanessa “la vestía como muñequita”, dice su prima Rosita Ortega.

Paulina Villacís y Vanessa en su época de universidad. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Aquel 19 de octubre Vanessa no llegó a casa y Ana, su madre, después una llamada de alguien que nadie recuerda, de informaciones incorrectas de la Policía, de tocar varias puertas, la encontró en una morgue de Ambato. El día anterior Vanessa le escribió a su celular, tal vez un “mami, voy más tarde”. Vanessa quiso regresar con la mochila vacía, darle los mimos que siempre daba a su pequeña, prepararle esa sopa que llevaba cada vez que salían a algún restaurante.

A sus 37 años, Vanessa fue encontrada muerta en un hotel de Ambato. En el hecho está involucrado Esteban G. –un hombre que para ese entonces tenía 24 años–, también están los relatos confusos de las personas que pasaron con Vanessa las últimas horas del viernes 18 y el sábado 19 en la madrugada, el relato contradictorio de la supuesta pareja de Esteban G., y el relato del testigo ocular Alberto J. Hubo una pelea, hubo gritos, se escucharon golpes. Según Alberto J. parecía una pelea de pareja, vio algo de los múltiples golpes que dejaron huellas en varias partes del cuerpo de Vanessa. Hubo otro golpe y luego un silencio. La segunda autopsia que hicieron a Vanessa afirma que la causa de muerte fue un golpe “contundente” que ocasionó el colapso de su hígado. A decir de la defensa de Esteban G., lo que ocasionó dicho colapso en la madre de Camila fue una caída en las gradas del hotel.

El hombre que ahora enfrenta cargos por supuesto homicidio preterintencional pasó ocho meses en prisión preventiva desde ese sábado hasta que fue absuelto en primera instancia, en mayo de 2014; luego volvió a otro proceso en el que la Corte Provincial de Justicia de Tungurahua decidió que la causa empezaría de cero y se conservarían las pruebas de Fiscalía, proceso que se reabrió definitivamente en octubre de 2017. De estos más de 4 años de contradicciones, dilaciones, cambios fiscales, cambios de abogados a abogadas defensoras de Ana Ortega, investigaciones de Fiscalía que la defensa de Esteban G. ha intentado deslegitimar con argumentos nada técnicos, el atropellamiento que causó la muerte de uno de los testigos, pronunciamientos tibios de las salas de lo penal de Tungurahua –puesto que no hay quién se responsabilice del asesinato de Vanessa y en la audiencia de llamamiento de juicio del 22 de enero de este año el juez Juan Carlos Vayas casi olvida la conclusión de Fiscalía de que la muerte de Vanessa estaría relacionada con violencia extrema de género–; de todo esto, y de más detalles laberínticos judiciales, lo cierto es que Vanessa ya no está.

Rocío V. sostiene una de las fotos de Vanessa, su sobrina y ahijada. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

El domingo 20 de octubre Vanessa iría a la casa de Paulina Villacís para comer juntas, cocinarían, hablarían de cómo estaban creciendo sus hijas y el pequeño hijo de Paulina, menor que Camila con apenas unos meses. Paulina necesitaba un breve descanso en el ajetreo del final de tesis de ingeniería en marketing y gestión de negocios; habían chateado el jueves 17. Lo mejor sería verse con Vanessa, reír juntas, recordar las veces que se echaban “la pera” del Hispano América para ir a comer papas fritas a la casa de Ana Ortega. Vanessa ya tenía listo el terno infantil que Paulina le pidió para su hijo. Vanessa iría a la graduación de Paulina. Vanessa, una tarde del 2012 o 2013, sentadas en la cocina de la casa de Paulina, con sus ojos grandes clavados en su amiga del colegio, dijo que iría a la fiesta de 15 años de Ana Paula, la hija mayor de Paulina que ahora está por ir a la universidad. Vanessa no quería perderse de un solo detalle de la fiesta rosada, así sabría cómo preparar a la perfección la de Camila.

Alberto Ortega, el tío que intentó ser la figura paternal que Vanessa anheló tener, recuerda que juntos estaban haciendo trámites para obtener la visa estadounidense. El pequeño negocio de Vanessa, su experiencia laboral en agencias de bancos, cooperativas y locales comerciales, y su formación universitaria, le daban una oportunidad para cumplir un sueño que la joven ambateña buscaba: viajar al exterior, conocer otros lugares, relacionarse más. La ocasión se prestaba para comprar y seleccionar ella misma la mercadería que gustaba a su clientela y, de paso, visitar a una amiga que hacía de proveedora de la ropa estadounidense que vendía Vanessa. Por eso estudió algo que, apenas al salir de la universidad a sus 26 años, no le dio muchas salidas laborales; si en los 90 hubiesen existido más ofertas en turismo o relaciones exteriores en Ambato, ella las hubiera escogido. Rocío V., su madrina y tía política, dice que Vanessa quería ir a Canadá. Todas las mujeres que rodearon a Vanessa y su tío, todas las personas que conocían sus tonos claros y contrapuntos, coinciden en algo: Vanessa tenía planes con Camila, pensados a largo plazo, ahí estaban los estudios de la niña, proyecciones de viajes, y una economía más estable para las dos. El bienestar de Camila era la mayor preocupación de Vanessa, a quien dedicó sus últimos 2 años.

Alberto Ortega, tío de Vanessa. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Desde la entrada en vigencia del Código Orgánico Integral Penal en 2014 iniciaron los intentos de registro de los asesinatos motivados por violencia machista. Además del violento deceso de Vanessa el 2013, también se hicieron públicas las muertes de las jóvenes Angélica Balladares y Karina del Pozo; feminicidios rodeados de circunstancias atroces, como todos. La movilización de organizaciones feministas y de mujeres presionó para que se empezara a sancionar estos crímenes con un claro sello de violencia de género. Sin embargo, lo que se aprobó en el COIP puntualiza que el crimen de género se llama femicidio y que solo sucede cuando ha existido un vínculo afectivo entre el hombre que mata y la mujer cuya vida fue cegada. Así, la violencia contra las mujeres regresaba a lo intrafamiliar, lo privado, al espacio oscuro en el que nadie quiere intervenir porque son “asuntos de pareja”, porque “ya se van a arreglar”. Otra vez no tenía nada que ver el estado, sus instituciones, y la sociedad.

La Subcomisión Técnica de Validación de Femicidios –conformada por la Fiscalía General del Estado, el Consejo de la Judicatura, el Ministerio de Justicia, la Policía Nacional y otras cinco instituciones– ha contabilizado desde el 10 de agosto de 2014 hasta el 8 de abril de este año 278 mujeres que fueron víctimas de la violencia de género más extrema. Lo hicieron hombres que decían que las querían, con los que quizá tuvieron hijos, con los que habían decidido terminar su relación o darse un tiempo. Hombres que, después de todo, no aceptaron las decisiones de esas mujeres, sus malestares, sus negativas, sus silencios, sus dolores o sus nuevas alegrías. Vanessa, la manera en la que le fue arrebatada su vida, por un hombre que dice que no la conocía, no está en esas cifras.

Los números, por esa diferenciación entre feminicidio y femicidio, varían muchísimo. Para el colectivo Geografía Crítica el año pasado fueron “153 feminicidios en 365 días”; esas vidas anuladas violentamente las contaron con información de los medios de comunicación, las instituciones del estado ecuatoriano y la de las organizaciones feministas y de mujeres. En cambio, la Subcomisión Técnica de Validación, en la que también está el Consejo Nacional por la Igualdad de Género y la Defensoría Pública, registró 108 femicidios el año pasado.

La habitación de Vanessa todavía conserva detalles de sus últimos arreglos. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

“Pienso que cada instante sobrevivido al caminar/ Y cada segundo de incertidumbre/ Cada momento de no saber/ Son la clave exacta de este tejido/ Que ando cargando bajo la piel/ Así te protejo/ Aquí sigues dentro…”

‘Hasta la raíz’, de Leonel García y Natalia Lafourcade

Vanessa no dejó de buscar después de la gimnasia, también bailó ballet y quiso ser actriz de telenovelas, siempre fue una muchacha inquieta y risueña –solo en las fotos de carnet dibuja un semblante menos extrovertido–. De más grande bailaba con gran destreza la salsa y la bachata. Los familiares de Ana, cuando su hija todavía era muy pequeña, le decían que tenga cuidado, la niña preguntaba su nombre a personas desconocidas, conversaba con ellas en los buses. Pese a las advertencias familiares y los posteriores dolores por la separación de los enamorados, Vanessa no dejó de ser, hasta el último día de su vida, una mujer espontánea, abierta y bromista.

Ana le decía “está de que te pongas una consejería.. no les aconsejas mal a tus amigas”. Para Alberto “era como una doctora corazón”. Quizá ese don de palabra lo heredó del oficio pedagógico de su madre, su tío y su tía. Su prima Rosita Ortega encontró en ella “la primera persona que me apoyó cuando decidí irme a vivir a Quito”. Vanessa ya se había graduado de la universidad, ya había trabajado en su ciudad, en Quito y en Guayaquil; otra vez en Ambato, y después de una larga jornada en un local comercial, llegó a su casa entrada la noche. Alberto y Rocío la fueron a buscar con urgencia porque a Rosita la asechaban luces parpadeantes, su cabeza estaba a punto de estallar, no podía estar de pie, no escuchaba bien, no podía abrir los ojos, “solo quiero ver a la Vane, quiero conversar con la Vane”. A Rosita le inyectaron un sedante para paliar el dolor de la migraña, pero lo único que realmente la alivió fue la charla con Vanessa. Esta activista feminista, melómana y politóloga, tuvo en Vanessa la primera mujer y familiar aliada cuando decidió asumir su lesbianismo.

Ro Ortega con la foto de su prima y “hermana mayor”. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Vanessa no pensaba dos veces para intervenir cuando un padre o una madre golpeaba e insultaba a sus hijos. Fueron incontables las escenas en las que se interpuso para que un ser pequeño ya no sea lastimado por el dolor de los golpes, por las palabras hirientes de quienes se suponía los trajeron para amarlos. Ana Ortega cuenta que en una ocasión llegó a su casa “ahogada en llanto, angustiada e impotente, se sentó afuera de la casa, la gente del barrio tuvo que ayudarla”. Vanessa había visto a una mujer golpeando a su hijo, al querer detenerla también la golpeó a ella, la insultó, lo que vino después fue una mayor arremetida contra el niño.

Vanessa no creía que existía la maldad. “No voy a encontrar otra persona así… de una ingenuidad, una espontaneidad únicas, de no pensar que la gente, que los hombres, pueden tener otro tipo de intenciones…”. Paulina me cuenta eso y mientras observa las fotos que conserva de Vanessa sonríe nostálgica, las manos le tiemblan levemente, como si tuviese entre sus dedos el cristal más fino y se fuese a romper, el mismo cristal que cubre sus ojos cuando dice que la extraña mucho.

Paulina y Vanessa pasaban las vacaciones del colegio en Guayaquil, en la casa del padre de Vanessa. Recuerda la playa, un club guayaquileño, la noche porteña de esa ciudad calurosa y húmeda, las salidas de la temprana juventud, “lo que hacían las chicas de nuestra edad”. Esos años, padre e hija, todavía tenían cierta comunicación, en su niñez el señor Landínez daba una mensualidad para la manutención de su hija. Con el paso de los años y hasta poco después de la graduación de la universidad, la relación se deterioró. En un bus Guayaquil-Ambato, a sus 31 años, abstraída, un poco silente, decepcionada, Vanessa regresó anticipadamente del puerto, quería vivir y trabajar ahí, estar cerca de su padre. Nadie en la familia supo bien qué pasó, Vanessa no quiso hablar mucho del asunto pero se la veía triste. La relación con su padre, distante, inexistente en las fotos familiares, esporádica, fue el otro tema que le quitaba el sueño a Vanessa.

“Como que ella sintió que algo le faltaba”, cuenta Rocío con un tono dulce, maternal. Paulina observa las fotos que tiene en sus manos, y luego dice, mirándome a los ojos: “tuvo vacíos, sí…, en resumen vacíos de su padre… tal vez buscó un hombre en su vida y no hubo esa persona ideal para ella”.

Paulina Villacís con las fotos de su amiga Vanessa y ella, juntas. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Se sabe, la separación o el divorcio de los padres es un factor que puede generar grandes impactos a nivel emocional y, por lo tanto, a otros niveles en la salud integral de las personas. Esta vivencia es considerada una experiencia infantil adversa, así lo menciona uno de los estudios más renombrados a nivel mundial en cuanto la prevención de todo tipo de enfermedades y que estuvo a cargo de los Centros para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos y Kaiser Permanente, en 1989.

En la vida de Vanessa, llena de matices, como la gran mayoría de personas, también hubo claroscuros, los que dejan ver en esta mujer un ser vulnerable, un ser colocado en un torbellino de incertidumbres y posibles zonas pantanosas que no fueron accesibles a los ojos de sus seres queridos.

De la joven ambateña se dijo que era alcohólica, que por eso había recibido los golpes, por eso rodó por las gradas; ella fue, en definitiva, “la culpable” de su propia muerte. Nadie lo niega, Vanessa sí salía, Vanessa, como la gran mayoría de ecuatorianos, en ciertos momentos de su vida, bebía con frecuencia. Como sucede con la gran mayoría de mujeres ecuatorianas, una parte de su vida fue puesta bajo el escrutinio de la moralina de una sociedad conservadora que, como en las haciendas de inicios del siglo pasado, solo toma en serio a las personas –considerándolas personas y no objetos descartables– si su apellido viene de un supuesto abolengo, una especie de pedigrí humano con el que se identifica la clase media alta y la clase alta ambateña. Santo y seña que se repite en muchas provincias ecuatorianas.

Lo único que se ve de Vanessa en la prensa ambateña, los días posteriores al feminicidio, es la desintegración de todo lo que ella era. Aparecen partes, lugares comunes, tergiversaciones y mentiras; cosas que dicen los medios en una sociedad que baja la cabeza cuando se trata de hablar de violencia de género. Apareció una foto de Vanessa, algo que más bien parecía una captura violenta para deformar lo que ella fue. A veces las fotos de la muerte borran toda huella de vida, dependiendo de las circunstancias son lo más infiel al rastro que dejan en las personas que se quedan.

La puntada final la dio Giovanny Altamirano, abogado defensor del supuesto feminicida, en la audiencia de primera instancia en mayo de 2014. Sugirió con insistencia que Vanessa fue paciente de tres centros de rehabilitación para personas con consumos conflictivos de alcohol y drogas.

No se puede comprobar que Vanessa haya sido atendida en los centros de rehabilitación que Altamirano insinuó. Uno es, oficialmente, un centro de reposo para personas de la tercera edad –que probablemente visitaron Vanessa y Ana en una de las tantas iniciativas de la joven– y de los otros dos, uno fue clausurado por el Ministerio de Salud Pública en marzo de 2012 y el otro todavía aparece en directorios comerciales con sus números de teléfono y su dirección; pese a que hasta marzo del año pasado, en la lista nacional del MSP de los centros de rehabilitación con permiso de funcionamiento, no hay un solo centro en toda Tungurahua que cumpla con los requerimientos técnicos y de apoyo profesional.

Aunque desde 2012 existe un reglamento del ministerio para regular los centros, en esas fechas un número de los que tenían permiso fueron denunciados por organizaciones LGBTI por ofrecer “terapias de deshomosexualización”, por incumplir requisitos administrativos y también por violación a los derechos humanos: internamientos involuntarios, ausencia de tratamientos terapéuticos éticos y profesionales, mala administración farmacológica, violencia sexual, presencia de menores de 18 años con mayores de edad, falta de separación entre mujeres y hombres en el mismo lugar y muchos más. Son lugares sin orden, donde todo puede suceder, menos la garantía de un tránsito a la recuperación.

Al hablar de las personas “drogadictas”, “alcohólicas”, desde el asco, el desprecio, el juicio anticipado, regresa el fantasma de anular a la “persona-desecho”. Esas personas a quienes se estigmatiza y se señala, como a un chivo expiatorio, las propias faltas de una sociedad. Ahí dónde hay un conflicto, un malestar, un padecer difícil de sobrellevar lo que debe preguntarse es “¿qué pasó?”, no un “¿qué hiciste?”. Ahí donde hay una gran vulnerabilidad debe haber atención ética y profesional, no tortura.

Camila corre inquieta seguida por “mamá Anita”, su abuela. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

El defensor de Esteban G., quien también ha defendido a un ex concejal de Ambato denunciado por supuesto lavado de activos y a una jueza de Tungurahua –que sigue en funciones y fue absuelta– denunciada por supuestos actos de corrupción, hizo lo que suelen hacer en muchas cortes de Latinoamérica. Pretendió desprestigiar a Vanessa Landinez Ortega basándose en prejuicios, como sucedió en la causa judicial de María Isabel Véliz Franco –adolescente guatemalteca de 15 años, violada y asesinada en 2001– y Nabila Rifo –mujer chilena que en 2016 su ex pareja casi la mata después de dejarla con un 100% de discapacidad visual al arrancarle los ojos–. De María Isabel se quiso justificar su feminicidio aduciendo que era “prostituta, pandillera”, a Nabila le interrogaron por su vida sexual.

Que cómo y por qué Vanessa bebió alcohol. Que cómo y por qué Vanessa estaba en un hotel. Que cómo y por qué Vanessa decidió llegar más tarde a su casa, que por qué Vanessa no se quedó con su hija. Preguntas con una sola respuesta: era una “mala” mujer. De cualquier manera, la vida de Vanessa, su proceder, sus mayores fortalezas, sus claroscuros, pertenecen al fuero interno de esta mujer y no hay manera de que su historia personal tan íntima justifique un asesinato que tiene firma de machismo exacerbado. Ese que lleva a muchos hombres de la impotencia a la prepotencia. Y por donde se le quiera ver –sus consecuencias, sino salen del círculo vicioso de la violencia– siempre hay anulación.

Es increíble tener que llegar al punto en el que hay que llenarse de argumentos sociales, filosóficos, científicos, éticos, epistemológicos y académicos para demostrar que las vidas de las mujeres no son algo que se puede botar a la basura y dejar en el olvido.

Aún así Vanessa seguirá siendo la treintañera de cabello rizado que cada tanto se hacía pintar rayos rubios en el gabinete, se arreglaba las uñas, vestía botas, jeans, y camisas de cuadros. Vanessa era la mujer que iba donde su abuela materna a cortarle las uñas, igualarle las puntas del cabello, sacarla a pasear, llevarla a saborear algún helado.

Camila juega en el patio de su casa. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Al poco tiempo de aquel 19 de octubre, Rosita Ortega formó la Plataforma Justicia Para Vanessa. La colectiva feminista reúne a familiares de Vanessa y a mujeres jóvenes de la sociedad civil con el fin de acompañar la causa judicial de la hija de Ana. Una de ellas es Slendy Cifuentes Rubio, hermana menor de Johanna Cifuentes Rubio, víctima de feminicidio hace más de 10 años. La plataforma, además de reclamar un proceso objetivo y sensible para la sobrina de Alberto, ha acompañado otras causas judiciales, como la de Slendy y también la de Ruth Montenegro, madre de la niña Valentina Cosíos Montenegro, encontrada muerta en una escuela de Quito en 2016. Sus principales acciones tomas del espacio público, acompañamientos a las audiencias a las familias sobrevivientes de feminicidio y colectas públicas para solventar los gastos de los procesos judiciales.

“Vanessa representa a todas las mujeres que lamentablemente ya no están porque su voz ha sido silenciada, Vanessa es nuestro precedente, nuestro motor, nuestra fortaleza para seguir luchando por ella y por todas las demás”. Slendy, contadora y trabajadora doméstica abiertamente feminista, lo dice con una voz clara y alta. Ella y otras familiares sobrevivientes de feminicidio fueron quienes, como plataforma Justicia Para Vanessa, convocaron de manera amplia, a mediados de 2016, a la primera marcha nacional contra el feminicidio Vivas Nos Queremos Ecuador. La plataforma que lleva el nombre de la prima mayor de Rosita es un precedente de la lucha colectiva y organizada contra este crimen de género, en especial en el acompañamiento a familiares sobrevivientes, así lo reitera Slendy Cifuentes Rubio.

En octubre de 2015, en las inmediaciones de la Fiscalía General del Estado, en Quito, Camila y Alberto están de espaldas, tomados de la mano, mirando fotos de personas de todo el mundo solidarizándose por esos 2 años sin Vanessa. Sus camisetas rezan: “Ni una mujer menos”. Camila, como su madre, tiene el cabello rizado, su parecido no solo es físico, ella también es risueña, traviesa y bromista. Al igual que Vanessa, Camila es muy hábil con las manos; cuando no está haciendo sus deberes, hace sus propias libretas y fanzines, busca material para recortar, dibujar y pegar. Hace un par de semanas empezó a dibujar a Vanessa; con la voz propia de la timidez infantil de un primer encuentro, nos cuenta al fotógrafo y a mí, quién de todas las mujeres que ha dibujado es su madre. De todas las muñecas que sonríen, su mamá, la mujer que a sus 35 años decidió traerla al mundo, es la más grande.

Camila y uno de sus tantos dibujos. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Por sus saltos de una banca a otra en el parque ambateño Juan Benigno Vela, el parque del payaso, se creería que Camila no ha sentido la ausencia de Vanessa. La pequeña y su abuela reciben atención psicológica, es una de las medidas de protección solicitadas por Fiscalía y ratificadas en la audiencia de enero pasado. Ellas forman parte de una problemática invisible en el país: las sobrevivientes directas del feminicidio.

Las organizaciones Comisión Ecuménica de Derechos Humanos, Taller de Comunicación Mujer, ALDEA y la Red Nacional de Casas de Acogida registraron que este año, del 1 de enero al 31 de marzo, 25 mujeres fueron asesinadas por motivos de género. “Del total de los 25 femicidios, quedan en situación de orfandad 32 niñas, niños, adolescentes y jóvenes, de los cuales el 90% son menores de edad de entre 5 y 12 años”. Para ellas y ellos no existe un programa enfocado en sus necesidades, mucho menos una política pública que contemple los riesgos a los que se enfrentan y las estrategias urgentes para evitar que sean más vulnerables a todo tipo de violencia.

Para Catalina Arrobo, coordinadora general de la Casa de Refugio Matilde en Quito, los niños, niñas y adolescentes en general ya suelen estar expuestos a la vulneración de sus derechos, pues “vivimos en un mundo patriarcal y adultocéntrico”. Cuando pierden a su madre “de una manera dramática, sorpresiva y brutal”, en palabras de la psicoanalista y psicoterapeuta infantil Silvia Velasteguí, pueden desarrollarse, a corto y largo plazo, una serie de secuelas a causa del tremendo impacto ocasionado por el feminicidio.

Ana Ortega y su nieta Camila. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

De acuerdo a la experiencia de la psicoterapeuta, se pueden presentar: “depresión, trastornos de ansiedad, del sueño, del crecimiento, síntomas a nivel del cuerpo, problemas de aprendizaje”, etc. No obstante, siempre se debe tomar en cuenta que cada niño, niña o adolescente “se verá afectado de manera única, diferente y particular, de acuerdo a su propia constitución y subjetividad”. Lo mismo sucederá con sus maneras de sobrellevar el acontecimiento de la pérdida violenta de su madre, mucho puede depender de cómo estén acompañados los niños, niñas y adolescentes, de los dispositivos terapéuticos a los que acceda la o el familiar sobreviviente, pues también necesitan tener su propio espacio. “Por tal motivo, se pone el acento en las personas encargadas del cuidado de los chicos, cumplen una función esencial en la manera en que estos crecen, al aportarles un ambiente en donde se pueda recuperar la palabra y la confianza en el otro”.

El abrazo cómplice en medio del juego en el ‘parque del payaso’. Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

Este último punto se enlaza con un tema fundamental que señala la coordinadora de la Casa Matilde: la especialización de las instituciones, sus funcionarios, sus políticas públicas “en el acompañamiento a niñas, niños y adolescentes que quedan en riesgo, desprotección y abandono luego del feminicidio de su madre”. Las dos coinciden que el campo social, jurídico y psicológico no pueden estar separados; las respuestas deben ser integrales y deben intervenir en la situación. Por ejemplo, si no hay una transformación en los patrones culturales que naturalizan y reproducen la violencia de género, si no se ve al feminicidio como una escalada de violencia contra las mujeres y que tiene efectos en todos sus entornos, el trabajo de no revictimización hacia esta población será extremadamente arduo. Lo mismo si las familias sobrevivientes no obtienen respuestas judiciales prontas, si hay impunidad, o si no se contempla –con análisis precisos y respetuosos– la voluntad de las personas directamente afectadas para su reparación integral y que no quede tan solo en una posible indemnización.

Ahora que la causa judicial es litigada por las abogadas feministas Estefanía Chávez y Ana Cristina Vera, del Centro de Apoyo y Protección de los Derechos Humanos (especializado en derechos sexuales y reproductivos) Surkuna, Slendy recuerda que este miércoles 25 de abril en Ambato, a primeras horas de la mañana, será el juicio que definirá si habrá justicia o impunidad para Vanessa. Apela “a los jueces, a los abogados que van a estar a cargo de este caso, por favor sean objetivos y coherentes con todo lo que ese día se va a presentar”.

Al cierre de este perfil, este domingo 22, son 1.646 días sin una verdad para Vanessa, para su hija, su madre, para toda su familia. Esta es, definitivamente, una historia que necesita ser re-escrita.

Foto: Ramiro Aguilar Villamarín.

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Autoras

Gabriela Toro Aguilar

Apasionada de la locura de la vida. Antes que nada prefiere observar, escuchar y leer. Periodista, correctora de texto y estilo y encuadernadora artesanal. Actualmente es becaria de la maestría en literatura hispanoamericana de El Colegio de San Luis (México).