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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alicia Ortega Caicedo

Lenguaje inclusivo hoy: te nombro y nos nombramos como lo dicte la fuerza de los afectos

Mi estado es de desconcierto y rabia. Acabo de leer el artículo que Carlos Burgos publicó en diario El Universo el 13 de mayo, “El lenguaje inclusivo y sus alcances”. También he leído los comentarios que el autor se permite hacer en sus respuestas a varias compañeras y amigas. Expongo mi reacción ante los textos leídos. Burgos inicia su artículo con esta línea: “Decir ‘amigues’ o ‘chiques’ no va a conseguir mejores condiciones para las mujeres en esta sociedad ni en ninguna otra”. También dice, más adelante: “Para que una palabra desaparezca (no digamos ya para cambiar el uso de los pronombres personales) hace falta mucho más que un grupo de gente irritada comience a hablar de otra forma en las redes sociales, las reuniones con los amigos o las aulas universitarias. Podemos, desde luego, acordar expresarnos así con algún colega o con una prima hermana”.

En primer lugar, la utilización del lenguaje inclusivo expresa el activismo político de mujeres empoderadas frente a una suma de violencias padecidas en la sociedad patriarcal: en esta sociedad machista que dictamina el uso de la lengua, de los cuerpos, de las voces. Se trata de un gesto político que revela una relación creativa y vibrante con respecto a la lengua y al orden del discurso. Porque somos las hablantes quienes dotamos a la lengua de vida. 

Heredamos una lengua, siempre cambiante y renovada, a la que colmamos de nuestros deseos, búsquedas y posicionamientos. En esa acción, nos apropiamos de la lengua y la hacemos nuestra. Defender la norma gramatical de espaldas a la experiencia real significa desmembrarla de la vida. La lengua se petrifica solo cuando está muerta. Vive mientras las hablantes decidimos cómo expresarla. Cómo expresar en ella nuestras demandas y certezas, nuestro hartazgo y cansancio. Es legítimo, válido y necesario jugar con la plasticidad de la lengua para decir la inclusión, para darle cabida, para expresar la rabia, para decir una y mil veces que nada está escrito sobre piedra en lo que se refiere al orden de las cosas, porque siempre es posible cambiarlo y combatirlo. Lo hacemos desde diversas esferas: desde la casa, la docencia, el activismo. Lo hacemos, sobre todo, desde la lengua. 

Desde el uso creativo y político de la lengua. Esto no es resultado de un “grupo de gente irritada”. No. Mil veces no. Somos muchas quienes desde la reflexión, el dolor, la alegría, el acompañamiento, la solidaridad, nos sumamos a estas formas de nombrar y de nombrarnos. No deja de asombrarme que se siga recurriendo a la vieja estrategia patriarcal de descalificar el decir de las mujeres calificándola como histérica o irritada. Si no quieres sumarte a esas formas del uso de la lengua, pues no lo haces. Nadie te obliga. Pero, me pregunto, por qué la necesidad de la descalificación, del señalamiento, del enjuiciamiento. Desde cuándo alguien debe decirnos cómo hablar y con quién hacerlo, porque leo en el artículo que “podemos así expresarnos con algún colega o con una prima hermana”. Los usos políticos y afectivos de la lengua los sacamos a la calle, a la plaza pública, al muro, al aula. En definitiva, con quien yo libremente decida hacerlo.

Leo lo que postea Carlos Burgos a las respuestas de algunas amigas y francamente me parece intolerable: “turba enfurecida”, “chapa moral y guardiana del feminismo andino”, para luego rematar con una serie de burlas y juramentos en nombre de la mamá para decir que en verdad no condenaba al inclusivo. Imposible callar ante estos textos insuflados de irrespeto y desconocimiento con respecto al pensamiento y largo trabajo de las agrupaciones y colectivas feministas en nuestro país y a nivel mundial. Un poco de respeto, de sensibilidad, de cuidado, de pudor al menos para no tener la desfachatez de reducir a cosa de gente irritada lo que significan conquistas políticas y posicionamientos de las lenguas y los cuerpos desde el amor, la escucha, el activismo, la creatividad. Digo mis amoras porque así siento las ganas de decirlo aunque la pantalla me marque la palabra en rojo. Así suelen ser las vicisitudes en la historia de las lenguas, lo que pasa por mal dicho en un momento, más tarde adquiere fuerza social y legitimidad académica. Y cuando eso sucede, está bueno volver a reinventar la lengua para resistir y oponernos a la lógica de dominación patriarcal. Interpelamos la lengua, la inventamos, le hacemos decir las cosas como queremos decirlas, nombramos a quienes nos rodean como pensamos necesario e importante hacerlo. Cuestión de sensibilidad, de empatía, de querer ser orejita cercana y boca que busca lengüetear el presente con arrechera y amor.

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Autoras

Alicia Ortega Caicedo

(Guayaquil, Ecuador). Docente titular en la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en el Área de Letras y Estudios Culturales. Magister en Letras por la UASB y Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. La tradición narrativa ecuatoriana, la novela contemporánea escrita por mujeres en América Latina, la ciudad y sus representaciones literarias, la historia de la crítica literaria latinoamericana focalizan sus intereses académicos. Es parte del Comité Editorial de Kipus: revista Andina de Letras y Estudios Culturales (UASB) y de la revista en línea Sycorax. «Estancias. Escritos de una posnerd en confinamiento» (2022) es su último libro.
  • alicia.ortega@uasb.edu.ec