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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Gabriela Toro Aguilar

La mujer del animal

Amparo, una joven de 18 años, escapa del internado de monjas y acude a la casa de su hermana en un popular y periférico barrio de Medellín. Ahí conoce al Animal, apodo de Libardo, un hombre adulto temido por todos en el barrio. Son los años 70, la violencia es generalizada, se la vive en el día a día y se impregna en la manera de ser y de relacionarse. Como diría la antropóloga y filósofa feminista Rita Segato ahí la violencia es el aire que se respira.

Un ciclo de horror que parece interminable invade a Amparo desde que el Animal se acerca a ella. De una especie de libertad condicionada en el internado pasa al barrio desconocido y empobrecido pasa al sistemático aislamiento en un lugar que todos ven pero que nadie quiere reconocer. La voluntad de la protagonista ni siquiera es tomada en cuenta, sí existe, pero al Animal no le importa destruir a una joven mediante el acoso, la violación, el secuestro y otros medios que amenazan la vida. Amparo bien podría ser Perséfone. No es que a Hades nadie lo vio cuando apareció abriendo las grietas de la tierra, el mito del rapto se cumple porque hay quienes ayudan y también son parte del ser que gobierna desde la fuerza violenta; una fuerza impulsada por un halo de muerte y terror.

La potente narración de La mujer del animal se sostiene expresamente desde el fraseo de las imágenes en movimiento: el énfasis que hace en ciertos momentos, la manera de cortarlos y remontarlos. Por ejemplo, en los planos generales desde lo alto de las comunas (barrios periféricos empobrecidos) Amparo mira a Medellín y la ciudad solo está ahí, distante y real, pero siempre aparece lejos e inalcanzable; como si el barrio no fuera parte de ese todo urbano. Como si lo que vive Amparo no importara. En esas tomas también está el abrumador desamparo. Un espaldarazo al tiempo del dolor y ante los ojos del mundo que está en mutis. Y en otro momento la cámara toma distancia para que el público observe a la protagonista intentando romper con la angustia, tratando de dialogar consigo misma en medio de la marisma.

La fotografía del cuarto largometraje de ficción del director colombiano, que estuvo fuera de la pantalla grande por 12 años, se corresponde a lo real: los movimientos siguen a la protagonista, al hombre que la violenta constantemente y cuando es necesario la cámara dice cómo y quiénes son las “ninfas” que no intervienen en el rapto de Perséfone. También se muestra cómo se construye la compleja amalgama de la complicidad para que el Animal haga todo con total impunidad. Una impunidad que le es útil al Animal y sus cómplices para inspirar miedo y obtener del barrio y las mujeres sus bienes y sus modos de sostener la vida cotidiana.

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El público es envuelto en un dilema: le conmueve lo que ve o es parte de la historia del Animal. Quien sale intacto de ver esta película debe considerar qué significa en su vida el hermetismo ante el terror. Así de potente es la crudeza de La mujer del animal porque coloca a quien la ve en contra de la violencia o a favor de ella, porque ni el silencio ni la indiferencia son una opción.

En el relato se ve que Amparo no tiene a su alcance formas de liberarse de esa situación y, sin embargo, quien cuenta el dolor, el encierro y la impunidad es la propia protagonista. Se ve a una superviviente. En esas decisiones narrativas y representativas de la historia sucede algo muy interesante: a lo largo de la película los actos más atroces no son expuestos directamente en la pantalla pero están colocados de tal forma que se sabe su presencia inexorable. Esto también dice que las sensaciones ahora son parte del cine del director colombiano.

En este giro Gaviria se pone, de nuevo, del lado de las historias que no se quieren ver. Basta preguntarse ¿de quiénes son las historias que cuentan los medios masivos? Las de los agresores, ¿cómo lo dicen? Con morbo, juzgando y desacreditando a las víctimas. El sello de su discurso es la distancia insensible –y con la objetividad el escudo termina de justificarse en un supuesto lenguaje “neutral”– y así copian la actitud del poder y de la sociedad frente a la violencia: no mires, no hables y no escuches porque así es la vida y ya se les pasará. Este lugar propio de la falta de empatía es el lugar que justifica la violencia por medios sexuales, como esta está naturalizada el sentido común pone en tela de duda y juzga a todas las mujeres que rompen con cualquier cosa que haga tambalear el orden patriarcal; por eso parece extraño que aunque sean pocas las personas que defienden públicamente a agresores el orden es desacreditar, juzgar y ser insensibles con las víctimas. Este lugar es el de los agresores porque sus actos responden a una subjetividad intrínseca y útil al poder que detentan; en La mujer del animal no se habla de un psicópata o de un desviado* sino de un hombre que, como cualquier otro, mira a una joven y a todas las personas como objetos. Se ven las consecuencias de la mirada expropiadora, del despojo y de la omisión del mundo entero.

La apuesta de esta película es la de poner los puntos sobre las íes, con crudeza. La mujer del animal le hace frente a la insensibilidad y la apatía de cualquier persona y de toda una sociedad. Es un ensayo visual lúcido sobre la violación como estrategia política y económica de dominación de todo un tejido social; por eso, cuanto menos patriarcal sea cualquier sistema más libertad social habrá, empezando con la de las mujeres y todo el tejido social que sostienen.

[*] Por este giro en La mujer del animal es que Víctor Gaviria supera a Fritz Lang, de largo, en M el vampiro de Dusseldorf y a cualquier película que asigna la figura del desviado a los varones agresores. Gaviria no construye al agresor como un desviado ni un enfermo mental sino como alguien que está plenamente integrado en su círculo social. Quizá esto tenga que ver con algo del hecho cinematográfico y no solo del hecho fílmico, de cómo Gaviria pudo traducir a su manera el haber escuchado a la mujer que sufrió toda esa violencia en la ciudad antioqueña de los años 70. En otras palabras, el giro de Gaviria fue posible porque tradujo estéticamente la escucha a una víctima, él se hizo partícipe de su historia al tratar de comprender la historia de Margarita, la mujer que le contó parte de lo que vemos en esta película.

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Autoras

Gabriela Toro Aguilar

Apasionada de la locura de la vida. Antes que nada prefiere observar, escuchar y leer. Periodista, correctora de texto y estilo y encuadernadora artesanal. Actualmente es becaria de la maestría en literatura hispanoamericana de El Colegio de San Luis (México).