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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alba Crespo Rubio

Jéssica Agila

La madre de Jéssica Agila ha pasado doce años negándose a aceptar que su hija es lesbiana. Desde que supo que estaba saliendo con otra mujer, su relación se rompió. “Su reacción fue muy violenta”, cuenta Jéssica. Cuando su mamá se enteró tenía 22 años. Ella y su compañera, a quien hasta entonces había presentado como “amiga” paseaban abrazadas por Machala, su ciudad natal, y se encontraron con su madre y su tía. “Mi tía me trató de prostituta”, cuenta, “mi madre me agredió físicamente dejándome adolorida durante un mes”. Hasta entonces habían mantenido la relación en secreto, pero “yo soy muy afectiva”, dice, y poco a poco, fue mostrando sus sentimientos en espacios públicos.

Y la agresión se repitió: “la siguiente vez que intentó golpearme yo le dije que iría a la policía, y se calmó, pero nuestro vínculo dejó de ser el mismo”, así que decidió contarle todo al resto de su familia. Reunió a su padre, madre (están divorciados), hermano y hermana, y les dijo que “si había algún problema con que fuera lesbiana, que lo dijeran, para acordar como llevar la situación”. Su padre y sus hermanxs la apoyaron —a pesar que su papá le recomendó “mantenerlo oculto”, recuerda riendo—. “Mi mamá no dijo nada”.

Jéssica puede entender qué es lo que realmente hizo reaccionar así a su madre. Cree que “seguramente fue el miedo, y el imaginario que ella tenía y que está muy marcado en la sociedad- sobre las mujeres lesbianas: que son violentas, masculinas, agresivas con sus parejas”. Además, tener que lidiar con la presión por ser juzgada por no haber logrado “criar bien” a su hija, y lograr que sea una mujer heterosexual, que quiera casarse y sea religiosa.

Ella se reconoció como lesbiana a partir de una relación de amistad que fue estrechándose. Desde entonces, no extraña estar con hombres:”para mí se sentía más grande, era más fuerte, más intenso y más cómodo”. Lo recuerda como una época de exploración, de libertad, de estar un poco al margen del ambiente LGTBI de Machala. Lejos de esa “burbuja”, se alejó también de todos los estereotipos vinculados a la población. No tenía mucha noción de los ataques que podía llegar a recibir por ser homosexual, hasta que lo vivió por parte de su madre.

Junto a su pareja de aquel tiempo crearon un blog, ahí contaba “historias lésbicas”. “Empezaron a escribir muchas mujeres, jóvenes, lesbianas y bisexuales”, se hicieron amistades sin pretenderlo. Es allí donde tuvo contacto con esas realidades, que recuerda “más fuertes que la suya”. Jéssica dice que eso la hizo despertar: “descubrí historias de discriminaciones y violencia que se ejercía sobre nuestros cuerpos y nuestros deseos”. Y entendió que había que hacer algo.

Por eso es ahora activista de la Fundación Mujer y Mujer, desde donde lucha por los derechos de la comunidad LGTBI, con énfasis en las mujeres. Jéssica cree que “se sigue penalizando la homosexualidad”, ya no con el Código Penal, pero sí en “las miradas que te hacen sentir incómoda, culpable, diferente, y que hace que te prives a ti misma de ser libre”. La violencia estructural va más allá de las leyes, y nos dice que no somos normales por todos los medios posibles”, se indigna, pero le da la vuelta y dice: “por eso siempre digo que la normalidad está sobrevalorada”.

Especial completo aquí.

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Autoras

Alba Crespo Rubio

Feminista y Periodista.