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Elsie Monge en la sala de su departamento en Quito. Marzo de 2022. Foto: Karen Toro A.
| Alicia Ortega Caicedo

Muro blanco

Hace poco compré Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin. Lo había leído parcialmente en citas y fragmentos de alguna de sus crónicas.  De mi nueva lectura, traigo esto: “Andar desorientado en una ciudad no significa gran cosa. Extraviarse en ella como quien se extravía en un bosque requiere, no obstante, preparación” (“Tiergarten”). Subrayé estas líneas porque, aunque la ciudad y el caminar ocupan buena parte de mi reflexión, carezco de orientación espacial. Equivoco mi camino incluso en espacios familiares, cercanos y conocidos. Pero esa desorientación no ha sido para mí ningún problema (aunque sí he generado sustos. Recuerdo una tarde cuando caminábamos con María cerca de casa. Se adelantó unos pasos, yo giré en una esquina equivocada y no pude encontrar mi camino de retorno hasta horas más tarde. María, al no verme, se regresó a buscarme y solo encontró un guante mío tirado en mitad de la calle… horas de un desplazamiento zigzagueante y angustioso para ella…).

Cuando callejeo y me desoriento, pido la información que necesito a cualquier persona con la que me cruzo. Usualmente, salgo equipada con una libreta en la que dibujo la ruta que voy trazando con mis pies, anoto los nombres de las intersecciones, garabateo flechas y marcas necesarias para la posterior reconstrucción de mi trayecto. Pero, como dice Benjamin, desorientarse no significa gran cosa. Otra cosa es la disposición a caminar sin rumbo fijo, con el solo deseo de contemplar el paisaje, reconocer estancias de nuestro habitar pasado, percibir la sonoridad circundante, sentir las texturas de la materia pisada, abrazar inesperados encuentros, mirar con igual atención la hojita caída a ras del suelo, la montaña que se despliega en el horizonte o un modesto muro dispuesto como asiento y cerca a la vez.

Nunca caminé tanto como el año pasado durante la pandemia. Caminar fue para mí un ejercicio de locomoción como de sostenimiento vital. Mi papá cumplió 91 años en el abril pandémico. Con esos años encima, usualmente caminaba todos los días, y repetidas veces en su barrio del Centenario en Guayaquil, hasta que llegó el virus, lo asustó y se encerró para no salir nunca más. Poco a poco fue perdiendo la masa muscular y el soplo vital de su cuerpo se fue lentamente apagando. Hacia el final de sus días, apenas podía trazar con sus piernas un pequeño círculo en el patio de su casa. Un círculo dibujado por sus piernas en estrecha cercanía a las mías. Acompasé mi ritmo a su caminar, con uno de sus brazos sostenido al mío, para completar juntos y abrazados esos círculos en el patio. Fue mi madre quien cuidó de él día a día. Quien lo alimentó, vistió, lavó su ropa y atendió los detalles de sus medicinas.

Mi padre se entregaba amorosamente a esos cuidados prodigados por mi madre para él. Porque para él, la presencia de mi madre a su alrededor significó siempre tocar el cielo con sus manos. Siempre vi a mi madre como un roble. Llena de fortaleza e ímpetu. Como el árbol, inmensa y esplendorosa. Ella misma parece procrear de su cuerpo hojas grandes, redondeadas de verde intenso. Amante de las plantas, de pintar mandalas, armar rompecabezas, completar sudokus y crucigramas, coleccionista de fotos familiares hasta el delirio, conversadora exquisita, lectora inteligente, determinante y de espíritu independiente, jalisca, de signo libra.

Intervención sobre archivo familiar de Alicia Ortega.

Algunas imágenes que preservo de ella: durante las lluvias invernales de Guayaquil, en mi infancia, solía ver su figura moverse con agilidad y alegría entre las plantas, trapeando el patio, bailando con el agua chorreando sobre ella. Cualquier día, al regreso del colegio, la podía encontrar encaramada en un andamio pintando las paredes de la casa. Reina de las fiestas, alguna vez regresó con mi padre desmayado sobre sus hombros y con un trofeo de mejores bailarines a cuesta. Cosió y diseñó mis vestidos. Bordó los bolsos de yute en los que llevaba mis libros al colegio. Tuvo un jardín de infantes. Tuvo también un asilo para ancianos. Mi padre falleció el 25 de febrero de este año. Y mi madre, a partir de ese día, dejó de caminar. Dejó de pintar mandalas, de hacer crucigramas y sudokus, de abrir libros y de cocinar. Habita un cuerpo doliente, cuya postura más cómoda, en sus palabras, es la horizontal. Veo a mi madre en estado de duelo, asida pienso yo a la mirada de mi padre. A la mirada de amor de mi padre. La mirada que la mantenía de pie y en locomoción constante. Cuando le cuento sobre esto a mi amiga Matilde, me dice: tu mami es de madera antigua. Cuando se encierran en sí mismos y deciden algo, no hay más. Así era mi abuela, agrega.

De las formas del cuidado es de lo que creo se trata el asunto. Mi padre cuidó de mi madre. Cuidó de todos. Me refiero a la ternura, al acompañamiento, al juego, a la incondicional entrega del tiempo como lo hace quien sabe estar y proteger. Mi padre sabía estar al lado de una de manera absoluta. De mí, de mi hija Ale (su nietija). Sin preguntar, concentrado exclusivamente en dar amor. Y mi madre también ha sabido estar a nuestro lado en el cuidado de los suyos.

Mi hermano vive hasta el día de hoy en la casa de mi madre, pero no sabría cómo conjugar el verbo cuidar colocado junto a su nombre como sujeto de la oración. Yo salí a los diecisiete años del nido. Elegí caminos diferentes a los previstos en el guión familiar, pero nuestros aleteos nunca dejaron de rozarse amorosamente. Y en la vejez de mamá y papá, aprendí a cuidar de ellos. Como también lo hace Ale con sus abuelos, en la vuelta del amor y los cuidados.

Lo que intento pensar es aquello del cuidar. Porque, en la mayoría de las familias, somos las mujeres las que nos disponemos al cuidado: de los viejos, de la infancia, de las plantas, de los animales, de los espacios, de las cosas. Como sugiere Adrienne Rich en Nacemos de mujer: “La  primera noción que tiene una mujer de la calidez, el alimento, la ternura, la seguridad, la sensualidad, la reciprocidad, proviene de su madre”. Y qué sucede con el hijo varón, me pregunto. ¿Es la misma familia el dispositivo que lo discapacita en las tareas del cuidado y la reciprocidad? Hay hijos y hermanos que no ejercen ni practican el cuidar. Tal vez, simplemente no les dijeron que debían hacerlo. Que podían hacerlo. Que vale la pena hacerlo. Hay que saber pedir sin distinción de género, me digo, como parte de una pedagogía doméstica. Pedir a la hija y al hijo, a la compañera y al compañero. Miro mi entorno, converso con amigas, y el patrón suele repetirse con el mismo guión: algún hermano descuidado, irresponsable, a veces indolente, cómodo, extractivo. Quién lo hizo así, porque, lo hemos aprendido: “no nacemos, nos hacemos”. ¿Será un código biológico animal?, y respondo no. Vivo con María y nuestros perros Lara y Roque. Lara cuida de Roque en casa: lo adora, le lame las orejas, los ojitos, la trompa. Su mayor placer es lengüetearlo hasta más no poder y llenarlo de amor. Fuera de casa, en la guarde, Roque cuida de Lara. Aunque Roque es amiguero y centro de atención de perritas y perritos (Roque perro queer), puede dejar cualquier diversión para atender a Lara si ella lo requiere, o la percibe en necesidad de salvataje o acompañamiento. Y cuando una de sus madres se enferma, es Roque quien se dispone al cuidado total: en el lugar de la dolencia corporal, él se recuesta e insufla calor sanador. Entonces, digo yo, la disposición al cuidado no está impreso en los códigos biológicos.

Aprendemos o nos enseñan a cuidar. ¿Cómo entretejen las madres, los padres y sus hijos varones los hilos del cuidado en el curso de las crianzas y los aprendizajes? Cuidar: verbo transitivo cuando se lo usa con el sentido de “estar a cargo de alguien o de algo para que no sufra perjuicio”. Cuidar: “preocuparse por, sanar”; de allí su estructura transitiva y preposicional que conecta con un complemento directo típicamente nominal: te cuido a ti.

Mi madre, poco a poco, comienza a caminar. Una cuadra, de arriba abajo. De una esquina a la otra. Camina la calle de su casa. Y le pregunto, cuando la acompaño en este, su caminar, por qué no avanzamos un poco más en lugar de repasar la misma cuadra una y otra vez. Su respuesta es esta: porque, al cabo de cada ida y vuelta por la misma cuadra, anhelo sentarme en el muro de la esquina. El muro ubicado a pocos pasos de su casa. El muro blanco en el que mi madre y mi padre se sentaban para descansar, esperar un taxi o solo estar. Estar juntos mirando la vida en su discurrir. Comprendo entonces que ella domina el arte al que hace referencia Benjamin en su crónica arriba citada: sus pasos la conducen una y otra vez hacia un lugar que la conecta con la inmemorial sensación de plenitud, de retorno infinito, de enraizamiento y trascendencia. Cuando regreso a Quito, le digo, en el ínterin de mi retorno, no deje de caminar. Hágalo con su nieto. Enséñele a cuidar de usted. También me he dado cuenta que en el cuidar, el tiempo se intensifica, se llena de imágenes, se comprime. Ahora, mientras no estoy con ella, mi sobrino Darío aprende a cuidar de su abuela. Cuidar: aprendizaje, disposición, tarea, intensidad, ganas, solicitud, diligencia, ¿puede ser acto sin marcación de género?

Difícil reconocer actos sin distinción de género. Estoy leyendo La guerra no tiene rostro de mujer, de la escritora bielorrusa, Svetlana Alexiévich. Viví de 1987 al 93 en Moscú, y leerla de alguna forma me devuelve a un paisaje humano en el que me gusta parcialmente reconocerme, activa mi memoria afectiva. Allí leo: “En lo que narran las mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer y a escuchar: cómo unas personas matan a otras de forma heroica y finalmente vencen. O cómo son derrotadas. O qué técnica se usó y qué generales había. Los relatos de las mujeres son diferentes y hablan de otras cosas. La guerra femenina tiene sus colores, sus olores, su iluminación y su espacio. Tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados  en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible”. Para las mujeres, en las narraciones recopiladas por Alexiévich, la guerra es asesinato y nada más. Es no vida. Traigo estas líneas para jalonar el tema de la marcación genérica y distinguir el lugar de la vida. Posicionarlo en la trama del cuidado y los legados. Y si de la vida se trata, nos involucra a todas, todos, todes. Cuidar de las personas, de la tierra, de los pájaros, de los árboles, es tarea de hijas, de hijos y de hijes. Y quizá haya que recordárselo a la institución materna, incluirlo en el libreto paterno, centrarlo en el patrimonio familiar.

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Autoras

Alicia Ortega Caicedo

(Guayaquil, Ecuador). Docente titular en la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, en el Área de Letras y Estudios Culturales. Magister en Letras por la UASB y Ph. D. en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Pittsburgh. La tradición narrativa ecuatoriana, la novela contemporánea escrita por mujeres en América Latina, la ciudad y sus representaciones literarias, la historia de la crítica literaria latinoamericana focalizan sus intereses académicos. Es parte del Comité Editorial de Kipus: revista Andina de Letras y Estudios Culturales (UASB) y de la revista en línea Sycorax. «Estancias. Escritos de una posnerd en confinamiento» (2022) es su último libro.
  • alicia.ortega@uasb.edu.ec